Gabriel Pernau

En bici por Marruecos, Argelia, Túnez, Egipto, Jordania, Israel, Palestina, Siria, Líbano y Turquía

1-Introducción


Hace ya un buen rato que el ferry Ciudad de Palma ha puesto rumbo sur. Tánger apenas se distingue tras la cegadora luminosidad de un sol todavía estival reflejado en unas aguas encalmadas. Este mediodía de un 28 de septiembre, no hay rastro del huracanado viento de levante que azota estos mares tras el paso de las borrascas ni del casi tan temible oleaje de poniente. A toda máquina surcamos las plácidas aguas del Estrecho. El transbordador pasa junto a pequeñas barcas, y los pescadores permanecen ajenos por completo al intenso tráfico marítimo que de forma incesante navega por la zona, unos enfilando la proa hacia el Mediterráneo, otros, rumbo al océano.
Ahora sí, el viaje que he estado preparando los últimos meses está a punto de comenzar. Una especie de runrún me revuelve el estómago.
Me he propuesto una meta difícil, quizá demasiado. Las próximas semanas tendré que lidiar con infinidad de trabas burocráticas. Por lo pronto, la frontera entre Marruecos y Argelia permanece cerrada desde hace diez años. Luego, una vez consiga llegar a ese país, me adentraré en un territorio devastado por una década de enfrentamiento civil que ha causado ciento cincuenta mil muertos. En Túnez las cosas tendrían que ser más fáciles para así darme tiempo a encontrar una fórmula para entrar en Libia, porque carezco de visado para visitar tierras de Gadafi. De nada sirvieron más de un mes de intensas gestiones en la embajada en Madrid y de contactos infructuosos con varias agencias de viaje. Ignoro por completo qué haré en el muy probable caso de que me denieguen la entrada.
En Oriente Próximo voy a encontrar otros inconvenientes. La hostilidad mutua entre Israel y sus vecinos árabes me obligará a alejarme del Mediterráneo y dar un gran rodeo. Y no sólo eso: si la policía israelí sella mi pasaporte, ¡tururú!, ya puedo despedirme de visitar Siria y Líbano, porque ninguno de los dos países reconoce al estado hebreo.
Patrick escucha mis reflexiones es voz alta. Él también es aficionado al cicloturismo. Con su novia Gina ha pedaleado desde su Basilea natal hasta Barcelona, y como la muchacha ha tenido que volver a Suiza antes, él ha decidido alargar sus vacaciones y bajarse a Marruecos en solitario.
Hace ya horas que comparto mi destino con el suyo. Vinimos desde Barcelona en el mismo autobús. El viaje, de veintiuna horas, ha sido una paliza, parando cuatro o cinco veces, con el tiempo justo para hacer un pis, comer algo y estirar las piernas. Y vuelta al vehículo de la compañía Alsa, siempre con rumbo sur en pos de una parada final en Algeciras que se nos resistía.
Los únicos europeos a bordo éramos Patrick, yo y los dos conductores, dos cordobeses muy flamencos que hablaban a gritos –entre ellos y con los pasajeros-, y que en lugar de ponernos películas en el video nos alegraban los oídos con interminables cintas de cante jondo.
El resto de ocupantes eran todos marroquíes, y por cierto, bastante más silenciosos. A la hora de la salida, todos eran –éramos- extraños, pero al cabo de cinco horas formábamos ya una pequeña comunidad subida en el mismo carro: todos nos balanceábamos al compás de las mismas curvas, todos nos molestábamos con el ronquido del chico de las gafas oscuras que se sentaba detrás y todos teníamos más o menos las mismas necesidades. Y así, cuando te descalzas para estar más cómodo, descubres que el niño que tienes delante quiere jugar contigo, que las dos mujeres que al principio comían de forma disimulada al cabo de un rato invitaban a otros pasajeros o se enseñaban las fotos de los hijos. Cuando esto sucede, bien puedes decir que ya no viajas con desconocidos.

-¿Vas a Marruecos? -me preguntaba con interés una mujer de mediana edad-. Yo soy de Assilah; si pasas por allí te puedo alquilar una habitación en la medina por diez euros.

Agradecí el ofrecimiento, pero le dije que de Tánger saldría directo hacia Melilla.

-Ah, bueno –dijo, y al momento me dio la espalda.

Claro que eso era dentro del autobús. En cuanto nos bajábamos e íbamos al bar, surgían de nuevo las diferencias. A mí se me trataba en voz baja y con educación, mientras que a los magrebíes les hablaban a gritos –“¡eh, tú!”- y les conminaban a pagar los cafés por adelantado.
A las ocho de la tarde llegamos a Valencia. En la estación de autobuses nos aguardaban hombres con chilaba y mujeres de tez oscura vestidas con largas y finas telas de colores. Los cordobeses se pusieron a gritar al ver los enormes fardos que acarreaban. Gritaban a dos palmos de la cara de un hombre mayor de fina barba que no entendía qué tenía que hacer con las bicicletas viejas que quería cargar; se gritaban el uno al otro de forma estridente –“¡Manolo, te he dicho que las cargues en el maletero de la derecha!”-; y gritaban a la pareja de jóvenes australianos que aguardaban, atónitos, mientras contemplaban una escena que, con certeza, les parecía de lo más pintoresco.

-¡Australianos! -rugió Manolo al conocer la nacionalidad de los nuevos pasajeros.
-Sí, –balbuceó la chica, una muchacha rubia y de metro ochenta instantes después de sobreponerse de un espanto que la hizo retroceder medio metro.

-¡Pero qué hacéis aquí! –volvió a la carga Manolo sin esperar respuesta mientras radiografiaba sin disimulo a la australiana de la camiseta ajustada-. ¿Sabes lo que tenemos que hacer tú y yo? Hacemos que éste, tu novio, se vaya, y nosotros nos quedamos aquí, juntos, ¿oquéi?”.

La pareja asintió sonriente, sabedores de que les estaban gastando una broma que estaban muy lejos de comprender. Y acto seguido australianos, cordobeses, marroquíes y compañía subimos al autocar y nos largamos.
Llegamos a Málaga de madrugada y con el autocar casi lleno. Subió un pasajero y uno de los conductores le indicó que se sentara a mi lado. Estaba enojado. Aún medio dormido, escuché paciente su monólogo: “Que no puede ser, hombre. Que este servicio está cada vez peor. Que ya está bien que te cobren quince euros por exceso de equipaje para viajar a Casablanca”.
Callé para no encenderlo más, pero tenía razón. El vehículo era lento, la tapicería de los asientos estaba raída, en algunas paradas se nos impidió bajar e incluso autocares que hacían trayectos regionales estaban mejor equipados que el nuestro, que cubría la línea Girona-Casablanca, de mil quinientos kilómetros.
Y aquí estamos ahora después de tanto ajetreo, aún con los huesos desencajados, a punto de encarar la bocana del puerto de Tánger.

-¿Sabes? -le confieso a Patrick-. Creo que el viaje que me he propuesto es demasiado complicado. Es muy probable que no consiga llegar a Estambul.

Patrick me mira muy serio, y, con la confianza que da haber pasado casi todo un día encerrados en el mismo vehículo, me suelta: “Estoy seguro de que lo conseguirás”.
Omito preguntarle en qué se basa para hacer una afirmación tan rotunda. De hecho, tampoco buscaba respuesta a un interrogante que sólo el camino me puede dar. Pero sus palabras me tranquilizan.

Iniciar un viaje en una ciudad cargada de historia tiene un inconveniente, y es que uno llega aún poco preparado para según qué excesos. Voy pensando más en la ruta que me espera los próximos días antes que en la vieja urbe que me acoge nada más pisar suelo africano. Tánger es, para mí, nada más que un punto de partida. Y tiene tanto que ofrecer…
Podría haber comenzado en Ceuta, Alhucemas, Melilla o Nador, pero mi punto de arranque a la fuerza tenía que ser este pequeño punto situado entre los cabos Almina y Espartel. Por razones históricas, puesto que de aquí partieron tanto Ali Bey, hace justo doscientos años, como Ibn Battuta, que era tangerino y de cuyo nacimiento se cumple el séptimo centenario en el momento de escribir estas líneas.
Pero hay también razones geográficas y de carácter simbólico para mi elección. Tánger conserva ese aire mestizo común a la práctica totalidad de ciudades mediterráneas. Como todas las grandes aglomeraciones urbanas con historia que comparten este mar, casi todo lo que tiene se lo debe al puerto. Una ciudad con puerto era una ciudad abierta al mundo, a intercambios culturales, comerciales y humanos. Aquí dejaron su huella fenicios, romanos y vándalos, franceses y portugueses, italianos y españoles, marinos, mercaderes y militares.
Pero este enclave africano tiene algo único. Es su proximidad a Europa. Una cercanía relativa, según Alí Bey, que en 1803 expresaba lo separados que llegaban a estar los dos continentes justo en el punto donde menos distancia les separa. Al cruzar el estrecho, confesaba, sentía haber tocado, en una sola mañana, “los dos extremos de la civilización”, como si “veinte siglos” separasen las dos orillas de tan angosto canal: “La sensación que experimenta el hombre que por primera vez hace esta corta travesía no puede compararse sino al efecto de un sueño. Pasando en tan breve espacio de tiempo a un mundo absolutamente nuevo, y sin la más remota semejanza con el que acaba de dejar, se halla como transportado a otro planeta”.
Yo apenas voy a estar aquí unas horas, y me propongo aprovechar el tiempo. Tengo dos cosas que hacer, esta tarde de domingo. Me apetece comenzar mi viaje allí donde, desde 1368, descansa Ibn Battuta, el Marco Polo árabe. Será mi pequeño homenaje a uno de los más grandes viajeros de todos los tiempos y a uno de los máximos representantes de los rihla, los relatos de viajes del mundo árabe.
Pero la pregunta del millón es, ¿dónde está enterrado Ibn Battuta? Pocos lo saben. El recepcionista del hotel quiere mandarme al aeropuerto.

-¿Al aeropuerto? –me sorprendo.
-Sí, al aeropuerto Ibn Battuta.

-Quiero ver su tumba, el lugar donde está enterrado -le interrumpo.

-Ah, connais pas…

Yo tampoco lo sé.
Pregunto por la calle, a dos o tres personas, y nadie sabe nada, ni quién es ni dónde está. En esta librería quizá puedan darme alguna pista, me digo, y, en efecto, un hombre vestido a la occidental me da indicaciones precisas en castellano. Y hacia allí voy, al gran zoco. Me dispongo a entrar al recinto amurallado y un policía displicente me dice que no, que por allí no voy bien, que siga por la calle ancha uno o dos kilómetros y que vuelva a preguntar. No lo veo claro, pero obedezco.

-¡Uy!, está muy lejos –me desalienta otro agente quince minutos más tarde-. El aeropuerto está a más de diez kilómetros. Tendrá que tomar un taxi.
-No voy al aeropuerto. Busco la tumba de alguien que murió hace mucho tiempo.

-¿Ibn Battuta? ¿Una persona muerta? ¿Buscas el cementerio árabe, el cementerio cristiano, el judío? ¿Ese señor era español, italiano, francés, inglés?

De vuelta a la medina, doy con alguien que sabe lo que busco. El dueño de una joyería con más oro que el sepulcro de Tutankamon me señala la calle empinada por la que debo subir.
Al momento me abordan dos falsos guías, uno de ellos mudo. Me los quito de encima como puedo, pero enseguida el mudo vuelve a estar sobre mis pasos. Vencido, le digo adonde quiero ir, y le sigo hasta el Cafe Colon. Ya llegamos, indica, así que le doy diez dirhams por los servicios prestados y entro en un bar a comer algo.

-¿De dónde eres, amigo? –pregunta el chico que atiende el local, que acto seguido quiere saber de dónde vengo y adónde voy.

Lamenta que me marche mañana, con la cantidad de cosas que hay por ver en su ciudad, entre mezquitas, palacios y universidades. “Incluso tenemos una catedral”, presume. Se olvida de otros atractivos, como la antigua embajada de Estados Unidos, la primera legación del país americano en el extranjero. Se abrió en 1821 en justo reconocimiento a otro hecho histórico: Marruecos fue el primer estado que reconoció la independencia del país fundado por George Washington, ya en 1777.
Tras comer, llego a la tumba de Ibn Battuta. El niño que me ha acompañado desde el bar señala con el dedo un pequeño edificio cuadrado con el exterior recubierto de azulejos de color marrón y rodeado de casas humildes. El sitio es algo decepcionante. Y encima está cerrado. Por lo menos tiene el atractivo de la autenticidad, que no es poco en tiempos de paredes de pladur y tetas de silicona. El interior es tan diminuto que, por lo visto, en él caben sólo tres o cuatro personas en posición de rezo: “En un lado está la tumba con una lápida sencilla y sin pretensión alguna. Un guardián muy viejo te ofrece agua y lee en tu honor unos párrafos de un libro sin pastas y con las hojas comidas en márgenes y esquinas: hay algo de ritual devoto, de adoración idólatra, en sus palabras, en su veneración por el autor de aquellas páginas”. Lo cuentan los arabistas Serafín Fanjul y Federico Arbós, en la introducción a la versión en lengua castellana del libro de Ibn Battuta.
Visto lo que había que ver, me dispongo a realizar la segunda gran tarea del día: ir al barbero. Hace casi un mes que necesito un corte de pelo, pero lo aplacé hasta que llegara a Marruecos. Qué quieres que te diga; uno es así. Recuerdas ese corte de pelo-masaje que te dieron en Turquía hace siete años, disfrutas recordando lo a gustillo que estuviste esos cuarenta y cinco minutos en una barbería de Trabzon, medio adormilado, y ya te crees que en todo el mundo musulmán será igual. Y no. No es lo mismo. Tú dices que lo quieres así, bien cortito, pero no hay forma. Cortan un poco, te peinan con toupé estilo John Travolta en Fiebre del sábado noche, te rocían la cabeza con litros de agua de colonia y te dicen que ya está. “Oiga, por favor: lo quiero algo más corto”. Amparado por una gran bandera del Real Madrid, el joven barbero vuelve a coger las tijeras, hace un simulacro de cortar un poco más y de forma definitiva te anuncia que, ahora sí, ya está –“maintenant c’est joli”-, que ahora sí ha quedado bonito. A ver quién eres tú para decirle cómo tiene que hacer su trabajo.
Desisto. Pago mis cincuenta dirhams, y yo y mi toupé salimos a dar una vuelta.
Deambulo por la ciudad sin rumbo fijo y sin nada concreto que hacer, esquivando a grupos de españoles que se han bajado al moro para un día de compras. Me entretengo buscando rastros de la presencia española en esta orilla de Africa, que son unos cuantos. Hay institutos Cervantes o Severo Ochoa, centros culturales, anuncios de la todavía existente marca Café Carrión –“la qualité chez vous”- o el ruinoso Teatro Cervantes, edificado en 1913, frente al cual dos muchachos descalzos y vestidos con harapos remueven bolsas de basura.
Tánger fue ciudad internacional desde 1923 hasta mediados de los años cincuenta, cuando Marruecos obtuvo la independencia de España y Francia. El escritor norteamericano Paul Bowles, que residió aquí durante décadas, fue el último de una larga lista de artistas procedentes de todo el mundo que por periodos más o menos largos o de forma definitiva hicieron de esta ciudad que no pertenecía a nadie, porque en realidad pertenecía a todos, su patria. En este enclave entre Europa y Africa, bañado por el Mediterráneo y el Atlántico, se instalaron Pasolini, Samuel Beckett, Jean Genet, Tennessee Williams, Delacroix, Matisse o magnates como Forbes.
Queda poco de esa internacionalidad romántica. Sí, quizá te cruces con un par de ancianos judíos marroquíes, de los pocos que renunciaron a marcharse a Israel cuando la creación de la patria hebrea, en 1948, pero son los menos. A Tánger siguen llegando personas, mercancías y dinero procedentes de tierras lejanas. Pero no son estrellas de renombre las que ahora vienen, sino los miles de emigrantes que cada verano cruzan Europa en coches renqueantes cargados hasta el techo. En sentido inverso, procedentes del sur, a la ciudad arriban centenares de hombres y mujeres desesperados que anhelan emprender, ellos también, el camino de la esperanza. Hoy, el grueso del dinero tangerino ya no procede del comercio, sino de las remesas que estos marroquíes de Europa mandan con regularidad a sus casas y del tolerado tráfico de drogas y vidas humanas.
Algunos occidentales nostálgicos –como el hombre totalmente vestido de blanco con el que me he cruzado hace unos minutos- acuden todavía a Tánger atraídos por ese pasado, pero encuentran poco más que decadencia y viejas mansiones devoradas por las malas hierbas, artesanos que sintonizan Carrusel Deportivo y bares repletos de hombres embobados ante pantallas llenas de gran hermano y hoteles Glam.
Salgo de la medina por la plaza 9 de abril de 1947 y me dirijo a la llamada Terraza de los Perezosos. Como el resto de Tánger, se eleva unos cincuenta metros sobre el nivel del mar, pero sólo en este punto su salina y azul presencia se hace tan manifiesta. Es un mirador formidable, el sitio más bello de la ciudad. En días claros como hoy, centenares de tangerinos, marroquíes y turistas vienen al atardecer a disfrutar del espectáculo que ofrecen el estrecho de Gibraltar, el incesante tráfico de navíos que lo cruzan y la costa peninsular.
Me apetece sentarme en algún sitio, aunque sólo sea apoyarme, pero está imposible, lleno de hombres de todas las edades, reunidos en grupos los más, solitarios y expectantes, como si aguardaran algo, otros. Me han advertido de la presencia de carteristas, pero también hay personas que te ofrecen hachís, jóvenes que te invitan a fumar kif, vendedores de pipas o de cacahuetes, limpiabotas profesionales y fotógrafos que te quieren retratar con Europa como telón de fondo. Algunas familias se dejan fotografiar, y yo supongo que para la mayoría de ellas será la imagen más cercana que lleguen a tener nunca de la tierra prometida. Hacia allí apuntan unos enormes cañones fundidos en Barcelona en 1790, hacia ese Al Andalus perdido por el Islam hace más de cinco siglos pero aún conservado, a pesar del tiempo transcurrido, en el imaginario colectivo musulmán. Un territorio en el que permanecieron cerca de ocho siglos y que muchos árabes consideran que les pertenece, como evocaba el mismísimo Bin Laden en su primera aparición pública tras los atentados del 11 de septiembre.
Busco una inexistente silla libre en el Café El Mirador, pero los numerosos hombres que fuman y beben café o té no parecen tener ninguna intención de moverse en las próximas doce o catorce horas.

MARRUECOS. Un estrecho, dos mundos


Hace ya un rato que el ferry Ciudad de Palma ha puesto rumbo sur. Tánger apenas se distingue tras la cegadora luminosidad de un sol todavía estival reflejado en unas aguas encalmadas. Este mediodía de un 28 de septiembre, no hay rastro del huracanado viento de levante que azota estos mares tras el paso de las borrascas ni del casi tan temible oleaje de poniente. A toda máquina surcamos las plácidas aguas del Estrecho. El transbordador pasa junto a pequeñas barcas, y los pescadores permanecen ajenos por completo al intenso tráfico marítimo que de forma incesante navega por la zona, unos enfilando la proa hacia el Mediterráneo, otros, rumbo al océano.
Ahora sí, el viaje que he estado preparando los últimos meses está a punto de comenzar. Una especie de runrún me revuelve el estómago.
Tengo la impresión de que me he propuesto una meta difícil, quizá demasiado. Las próximas semanas tendré que lidiar con infinidad de trabas burocráticas. Por lo pronto, la frontera entre Marruecos y Argelia permanece cerrada desde hace diez años. Luego, una vez consiga llegar a ese país, me adentraré en un territorio devastado por una década de enfrentamiento civil que ha causado ciento cincuenta mil muertos. En Túnez las cosas tendrían que ser más fáciles para así darme tiempo a encontrar una fórmula para entrar en Libia, porque carezco de visado para visitar tierras de Gadafi. De nada sirvieron más de un mes de intensas gestiones en la embajada en Madrid y de contactos infructuosos con varias agencias de viaje. Ignoro por completo qué haré en el muy probable caso de que me denieguen la entrada.
En Oriente Próximo voy a encontrar otros inconvenientes. La hostilidad mutua entre Israel y sus vecinos árabes me obligará a alejarme del Mediterráneo y dar un gran rodeo. Y no sólo eso: si la policía israelí sella mi pasaporte, ¡tururú!, ya puedo despedirme de visitar Siria y Líbano, porque ninguno de los dos países reconoce al estado hebreo.
Patrick escucha mis reflexiones es voz alta. Él también es aficionado al cicloturismo. Con su novia Gina ha pedaleado desde su Basilea natal hasta Barcelona, y como la muchacha ha tenido que volver a Suiza antes, él ha decidido alargar sus vacaciones y bajarse a Marruecos en solitario.
Hace ya horas que comparto mi destino con el suyo. Vinimos desde Barcelona en el mismo autobús. El viaje, de veintiuna horas, ha sido una paliza, parando cuatro o cinco veces, con el tiempo justo para hacer un pis, comer algo y estirar las piernas. Y vuelta al vehículo de la compañía Alsa, siempre con rumbo sur en pos de una parada final en Algeciras que se nos resistía.
Los únicos europeos a bordo éramos Patrick, yo y los dos conductores, dos cordobeses muy flamencos que hablaban a gritos –entre ellos y con los pasajeros-, y que en lugar de ponernos películas en el video nos alegraban los oídos con interminables cintas de cante jondo.
El resto de ocupantes eran todos marroquíes, y por cierto, bastante más silenciosos. A la hora de la salida, todos eran –éramos- extraños, pero al cabo de cinco horas formábamos ya una pequeña comunidad subida en el mismo carro: todos nos balanceábamos al compás de las mismas curvas, todos nos molestábamos con el ronquido del chico de las gafas oscuras que se sentaba detrás y todos teníamos más o menos las mismas necesidades. Y así, cuando te descalzas para estar más cómodo, descubres que el niño que tienes delante quiere jugar contigo, que las dos mujeres que al principio comían de forma disimulada al cabo de un rato invitaban a otros pasajeros o se enseñaban las fotos de los hijos. Cuando esto sucede, bien puedes decir que ya no viajas con desconocidos.

-¿Vas a Marruecos? -me preguntaba con interés una mujer de mediana edad-. Yo soy de Assilah; si pasas por allí te puedo alquilar una habitación en la medina por diez euros.

Agradecí el ofrecimiento, pero le dije que de Tánger saldría directo hacia Melilla.

-Ah, bueno –dijo, y al momento me dio la espalda.

Claro que eso era dentro del autobús. En cuanto nos bajábamos e íbamos al bar, surgían de nuevo las diferencias. A mí se me trataba en voz baja y con educación, mientras que a los magrebíes les hablaban a gritos –“¡eh, tú!”- y les conminaban a pagar los cafés por adelantado.
A las ocho de la tarde llegamos a Valencia. En la estación de autobuses nos aguardaban hombres con chilaba y mujeres de tez oscura vestidas con largas y finas telas de colores. Los cordobeses se pusieron a gritar al ver los enormes fardos que acarreaban. Gritaban a dos palmos de la cara de un hombre mayor de fina barba que no entendía qué tenía que hacer con las bicicletas viejas que quería cargar; se gritaban el uno al otro de forma estridente –“¡Manolo, te he dicho que las cargues en el maletero de la derecha!”-; y gritaban a la pareja de jóvenes australianos que aguardaban, atónitos, mientras contemplaban una escena que, con certeza, les parecía de lo más pintoresco.

-¡Australianos! -rugió Manolo al conocer la nacionalidad de los nuevos pasajeros.
-Sí, –balbuceó la chica, una muchacha rubia y de metro ochenta instantes después de sobreponerse de un espanto que la hizo retroceder medio metro.

-¡Pero qué hacéis aquí! –volvió a la carga Manolo sin esperar respuesta mientras radiografiaba sin disimulo a la australiana de la camiseta ajustada-. ¿Sabes lo que tenemos que hacer tú y yo? Hacemos que éste, tu novio, se vaya, y nosotros nos quedamos aquí, juntos, ¿oquéi?”.

La pareja asintió sonriente, sabedores de que les estaban gastando una broma que estaban muy lejos de comprender. Y acto seguido australianos, cordobeses, marroquíes y compañía subimos al autocar y nos largamos.
Llegamos a Málaga de madrugada y con el autocar casi lleno. Subió un pasajero y uno de los conductores le indicó que se sentara a mi lado. Estaba enojado. Aún medio dormido, escuché paciente su monólogo: “Que no puede ser, hombre. Que este servicio está cada vez peor. Que ya está bien que te cobren quince euros por exceso de equipaje para viajar a Casablanca”.
Callé para no encenderlo más, pero tenía razón. El vehículo era lento, la tapicería de los asientos estaba raída, en algunas paradas se nos impidió bajar e incluso autocares que hacían trayectos regionales estaban mejor equipados que el nuestro, que cubría la línea Girona-Casablanca, de mil quinientos kilómetros.
Y aquí estamos ahora después de tanto ajetreo, aún con los huesos desencajados, a punto de encarar la bocana del puerto de Tánger.

-¿Sabes? -le confieso a Patrick-. Creo que el viaje que me he propuesto es demasiado complicado. Es muy probable que no consiga llegar a Estambul.

Patrick me mira muy serio, y, con la confianza que da haber pasado casi todo un día encerrados en el mismo vehículo, me suelta: “Estoy seguro de que lo conseguirás”.
Omito preguntarle en qué se basa para hacer una afirmación tan rotunda. De hecho, tampoco buscaba respuesta a un interrogante que sólo el camino me puede dar. Pero sus palabras me tranquilizan.

Iniciar un viaje en una ciudad cargada de historia tiene un inconveniente, y es que uno llega aún poco preparado para según qué excesos. Voy pensando más en la ruta que me espera los próximos días antes que en la vieja urbe que me acoge nada más pisar suelo africano. Tánger es, para mí, nada más que un punto de partida. Y tiene tanto que ofrecer…
Podría haber comenzado en Ceuta, Alhucemas, Melilla o Nador, pero mi punto de arranque a la fuerza tenía que ser este pequeño punto situado entre los cabos Almina y Espartel. Por razones históricas, puesto que de aquí partieron tanto Ali Bey, hace justo doscientos años, como Ibn Battuta, que era tangerino y de cuyo nacimiento se cumple el séptimo centenario en el momento de escribir estas líneas.
Pero hay también razones geográficas y de carácter simbólico para mi elección. Tánger conserva ese aire mestizo común a la práctica totalidad de ciudades mediterráneas. Como todas las grandes aglomeraciones urbanas con historia que comparten este mar, casi todo lo que tiene se lo debe al puerto. Una ciudad con puerto era una ciudad abierta al mundo, a intercambios culturales, comerciales y humanos. Aquí dejaron su huella fenicios, romanos y vándalos, franceses y portugueses, italianos y españoles, marinos, mercaderes y militares.
Pero este enclave africano tiene algo único. Es su proximidad a Europa. Una cercanía relativa, según Alí Bey, que en 1803 expresaba lo separados que llegaban a estar los dos continentes justo en el punto donde menos distancia les separa. Al cruzar el estrecho, confesaba, sentía haber tocado, en una sola mañana, “los dos extremos de la civilización”, como si “veinte siglos” separasen las dos orillas de tan angosto canal: “La sensación que experimenta el hombre que por primera vez hace esta corta travesía no puede compararse sino al efecto de un sueño. Pasando en tan breve espacio de tiempo a un mundo absolutamente nuevo, y sin la más remota semejanza con el que acaba de dejar, se halla como transportado a otro planeta”.
Yo apenas voy a estar aquí unas horas, y me propongo aprovechar el tiempo. Tengo dos cosas que hacer, esta tarde de domingo. Me apetece comenzar mi viaje allí donde, desde 1368, descansa Ibn Battuta, el Marco Polo árabe. Será mi pequeño homenaje a uno de los más grandes viajeros de todos los tiempos y a uno de los máximos representantes de los rihla, los relatos de viajes del mundo árabe.
Pero la pregunta del millón es, ¿dónde está enterrado Ibn Battuta? Pocos lo saben. El recepcionista del hotel quiere mandarme al aeropuerto.

-¿Al aeropuerto? –me sorprendo.
-Sí, al aeropuerto Ibn Battuta.

-Quiero ver su tumba, el lugar donde está enterrado -le interrumpo.

-Ah, connais pas…


Yo tampoco lo sé.
Pregunto por la calle, a dos o tres personas, y nadie sabe nada, ni quién es ni dónde está. En esta librería quizá puedan darme alguna pista, me digo, y, en efecto, un hombre vestido a la occidental me da indicaciones precisas en castellano. Y hacia allí voy, al gran zoco. Me dispongo a entrar al recinto amurallado y un policía displicente me dice que no, que por allí no voy bien, que siga por la calle ancha uno o dos kilómetros y que vuelva a preguntar. No lo veo claro, pero obedezco.

-¡Uy!, está muy lejos –me desalienta otro agente quince minutos más tarde-. El aeropuerto está a más de diez kilómetros. Tendrá que tomar un taxi.
-No voy al aeropuerto. Busco la tumba de alguien que murió hace mucho tiempo.

-¿Ibn Battuta? ¿Una persona muerta? ¿Buscas el cementerio árabe, el cementerio cristiano, el judío? ¿Ese señor era español, italiano, francés, inglés?

De vuelta a la medina, doy con alguien que sabe lo que busco. El dueño de una joyería con más oro que el sepulcro de Tutankamon me señala la calle empinada por la que debo subir.
Al momento me abordan dos falsos guías, uno de ellos mudo. Me los quito de encima como puedo, pero enseguida el mudo vuelve a estar sobre mis pasos. Vencido, le digo adonde quiero ir, y le sigo hasta el Cafe Colon. Ya llegamos, indica, así que le doy diez dirhams por los servicios prestados y entro en un bar a comer algo.

-¿De dónde eres, amigo? –pregunta el chico que atiende el local, que acto seguido quiere saber de dónde vengo y adónde voy.

Lamenta que me marche mañana, con la cantidad de cosas que hay por ver en su ciudad, entre mezquitas, palacios y universidades. “Incluso tenemos una catedral”, presume. Se olvida de otros atractivos, como la antigua embajada de Estados Unidos, la primera legación del país americano en el extranjero. Se abrió en 1821 en justo reconocimiento a otro hecho histórico: Marruecos fue el primer estado que reconoció la independencia del país fundado por George Washington, ya en 1777.
Tras comer, llego a la tumba de Ibn Battuta. El niño que me ha acompañado desde el bar señala con el dedo un pequeño edificio cuadrado con el exterior recubierto de azulejos de color marrón y rodeado de casas humildes. El sitio es algo decepcionante. Y encima está cerrado. Por lo menos tiene el atractivo de la autenticidad, que no es poco en tiempos de paredes de pladur y tetas de silicona. El interior es tan diminuto que, por lo visto, en él caben sólo tres o cuatro personas en posición de rezo: “En un lado está la tumba con una lápida sencilla y sin pretensión alguna. Un guardián muy viejo te ofrece agua y lee en tu honor unos párrafos de un libro sin pastas y con las hojas comidas en márgenes y esquinas: hay algo de ritual devoto, de adoración idólatra, en sus palabras, en su veneración por el autor de aquellas páginas”. Lo cuentan los arabistas Serafín Fanjul y Federico Arbós, en la introducción a la versión en lengua castellana del libro de Ibn Battuta.
Visto lo que había que ver, me dispongo a realizar la segunda gran tarea del día: ir al barbero. Hace casi un mes que necesito un corte de pelo, pero lo aplacé hasta que llegara a Marruecos. Qué quieres que te diga; uno es así. Recuerdas ese corte de pelo-masaje que te dieron en Turquía hace siete años, disfrutas recordando lo a gustillo que estuviste esos cuarenta y cinco minutos en una barbería de Trabzon, medio adormilado, y ya te crees que en todo el mundo musulmán será igual. Y no. No es lo mismo. Tú dices que lo quieres así, bien cortito, pero no hay forma. Cortan un poco, te peinan con toupé estilo John Travolta en Fiebre del sábado noche, te rocían la cabeza con litros de agua de colonia y te dicen que ya está. “Oiga, por favor: lo quiero algo más corto”. Amparado por una gran bandera del Real Madrid, el joven barbero vuelve a coger las tijeras, hace un simulacro de cortar un poco más y de forma definitiva te anuncia que, ahora sí, ya está –“maintenant c’est joli”-, que ahora sí ha quedado bonito. A ver quién eres tú para decirle cómo tiene que hacer su trabajo.
Desisto. Pago mis cincuenta dirhams, y yo y mi toupé salimos a dar una vuelta.
Deambulo por la ciudad sin rumbo fijo y sin nada concreto que hacer, esquivando a grupos de españoles que se han bajado al moro para un día de compras. Me entretengo buscando rastros de la presencia española en esta orilla de Africa, que son unos cuantos. Hay institutos Cervantes o Severo Ochoa, centros culturales, anuncios de la todavía existente marca Café Carrión –“la qualité chez vous”- o el ruinoso Teatro Cervantes, edificado en 1913, frente al cual dos muchachos descalzos y vestidos con harapos remueven bolsas de basura.
Tánger fue ciudad internacional desde 1923 hasta mediados de los años cincuenta, cuando Marruecos obtuvo la independencia de España y Francia. El escritor norteamericano Paul Bowles, que residió aquí durante décadas, fue el último de una larga lista de artistas procedentes de todo el mundo que por periodos más o menos largos o de forma definitiva hicieron de esta ciudad que no pertenecía a nadie, porque en realidad pertenecía a todos, su patria. En este enclave entre Europa y Africa, bañado por el Mediterráneo y el Atlántico, se instalaron Pasolini, Samuel Beckett, Jean Genet, Tennessee Williams, Delacroix, Matisse o magnates como Forbes.
Queda poco de esa internacionalidad romántica. Sí, quizá te cruces con un par de ancianos judíos marroquíes, de los pocos que renunciaron a marcharse a Israel cuando la creación de la patria hebrea, en 1948, pero son los menos. A Tánger siguen llegando personas, mercancías y dinero procedentes de tierras lejanas. Pero no son estrellas de renombre las que ahora vienen, sino los miles de emigrantes que cada verano cruzan Europa en coches renqueantes cargados hasta el techo. En sentido inverso, procedentes del sur, a la ciudad arriban centenares de hombres y mujeres desesperados que anhelan emprender, ellos también, el camino de la esperanza. Hoy, el grueso del dinero tangerino ya no procede del comercio, sino de las remesas que estos marroquíes de Europa mandan con regularidad a sus casas y del tolerado tráfico de drogas y vidas humanas.
Algunos occidentales nostálgicos –como el hombre totalmente vestido de blanco con el que me he cruzado hace unos minutos- acuden todavía a Tánger atraídos por ese pasado, pero encuentran poco más que decadencia y viejas mansiones devoradas por las malas hierbas, artesanos que sintonizan Carrusel Deportivo y bares repletos de hombres embobados ante pantallas llenas de gran hermano y hoteles Glam.
Salgo de la medina por la plaza 9 de abril de 1947 y me dirijo a la llamada Terraza de los Perezosos. Como el resto de Tánger, se eleva unos cincuenta metros sobre el nivel del mar, pero sólo en este punto su salina y azul presencia se hace tan manifiesta. Es un mirador formidable, el sitio más bello de la ciudad. En días claros como hoy, centenares de tangerinos, marroquíes y turistas vienen al atardecer a disfrutar del espectáculo que ofrecen el estrecho de Gibraltar, el incesante tráfico de navíos que lo cruzan y la costa peninsular.
Me apetece sentarme en algún sitio, aunque sólo sea apoyarme, pero está imposible, lleno de hombres de todas las edades, reunidos en grupos los más, solitarios y expectantes, como si aguardaran algo, otros. Me han advertido de la presencia de carteristas, pero también hay personas que te ofrecen hachís, jóvenes que te invitan a fumar kif, vendedores de pipas o de cacahuetes, limpiabotas profesionales y fotógrafos que te quieren retratar con Europa como telón de fondo. Algunas familias se dejan fotografiar, y yo supongo que para la mayoría de ellas será la imagen más cercana que lleguen a tener nunca de la tierra prometida. Hacia allí apuntan unos enormes cañones fundidos en Barcelona en 1790, hacia ese Al Andalus perdido por el Islam hace más de cinco siglos pero aún conservado, a pesar del tiempo transcurrido, en el imaginario colectivo musulmán. Un territorio en el que permanecieron cerca de ocho siglos y que muchos árabes consideran que les pertenece, como evocaba el mismísimo Bin Laden en su primera aparición pública tras los atentados del 11 de septiembre.
Busco una inexistente silla libre en el Café El Mirador, pero los numerosos hombres que fuman y beben café o té no parecen tener ninguna intención de moverse en las próximas doce o catorce horas.

Una costa virgen y salvaje


TÁNGER-TARGA, 126 km. (bici)
 “En el momento en el que me encontré solo, quedé sumergido en la más profunda meditación. En efecto, educado en diversos países de la Europa civilizada, me veía por primera vez al frente de una caravana, caminando por un país salvaje, sin otra garantía para mi seguridad individual que mis propias fuerzas. Partiendo de la costa septentrional de Africa, e internándome en el mediodía, decíame a mí mismo: ¿Seré bien recibido en todas partes? ¿Qué vicisitudes serán las que me aguardan? ¿Cuál el término de mis proyectos? ¿Seré acaso víctima desgraciada de algún tirano?”.
Así se sentía Alí Bey al abandonar Tánger para dirigirse a Mequinez y Fez, y en parecido estado de zozobra me encuentro yo ahora, doscientos años y tres días más tarde. Ponerse en ruta siempre tiene algo de excitante. Es aquel momento en el que, después de largos preparativos, por fin te enfrentas a tu destino, conocedor de que, a partir de ese momento, tendrás que poner a prueba cada una de tus certezas e inseguridades.
Me dirijo hacia la costa por Tetuán. Descargo toda mi tensión sobre los pedales, avanzando hacia el sureste con viento a favor y a una buena velocidad de crucero. En dos horas y media llevo cincuenta y dos kilómetros recorridos.
Mi intención inicial era salir de Tánger hacia el este, bordeando el estrecho. La serpenteante carretera de Ceuta es preciosa y poco transitada, con verdes laderas a tu derecha y con la constante presencia del gran azul a la izquierda. Una zona donde el dinero que generan el narcotráfico y las pateras aflora en forma de espectaculares chalés y donde puedes encontrarte a cuatro subsaharianos caminando con sus escasas pertenencias metidas en bolsas de plástico y la mirada perdida. Pero cuando recordé lo abrupto que era ese itinerario, desistí. Me dirijo, pues, hacia Melilla, que, según descubrí anoche, está más lejos de lo que suponía. Veremos si me da tiempo a llegar, en sólo cuatro días.
Así que he dejado la ciudad por el sur, pasando junto a barrios míseros y polígonos industriales a los que acudían a pie grupos de mujeres con la cabeza cubierta. Esperaban a las puertas de las fábricas a que dieran las nueve, junto a grandes rótulos de Abanderado o Porcelanor. Después, la carretera me ha llevado por una constante sucesión de campos dorados por el sol estival. Por el arcén caminaban hombres vestidos con americana y una bolsa de plástico encima para evitar el polvo, mujeres con anchos sombreros de paja ribeteados con borlas negras de lana y jóvenes pastores que vigilaban rebaños de cabras.
Me detengo a descansar junto a un árbol y me sobresalto al descubrir la presencia de un hombre que me espía desde la sombra. El marroquí es de por sí discreto, pero de una curiosidad voraz. Cuando andas por la calle, a menudo hay alguien que te sigue cuatro pasos atrás. Y cuando te cruzas con otro viandante, en unos breves instantes, a ellos les da tiempo de repasarte de arriba a abajo, mirarte a los ojos y continuar impertérritos con su caminar altivo, sin abandonar la línea recta.

Dejo la general y sigo por una carretera paralela al curso de un río seco. Ante mí se levantan las agrestes estribaciones del Rif, las montañas que, según la mitología, surgieron del cataclismo que provocó las columnas de Hércules.
Y, empujado por una suave brisa favorable, reencuentro el Mediterráneo. Frente a mí se abre una playa casi virgen de varios kilómetros. Al norte están el Cabo Negro y el selecto Club Mediterranée y en los enclaves mejor situados resplandecen hermosos y blancos chalés. El viento, terral, despeja el cielo de nubes y eriza la superficie del agua, apuntando hacia un horizonte límpido.
Sobre la arena se acumulan montañas de envases de plástico vacíos y troncos que las olas han acumulado aquí. En la orilla, un par de hombres de pelo cano pescan con caña. Ni el claro color de su piel ni sus narices puntiagudas recuerdan al prototipo de hombre marroquí. Andaluces, valencianos, catalanes, genoveses… Podrían ser de cualquier sitio.
El paisaje no se parece en nada a la cercana costa atlántica marroquí ni al estrecho. Si te trajeran aquí con los ojos vendados, te faltarían elementos para adivinar dónde te encuentras. Deducirías que estás en un bello enclave mediterráneo y de forma automática asociarías belleza y Mediterráneo con España, Italia o Grecia. Pero enseguida te surgirían las dudas: en Europa no quedan perlas tan poco urbanizadas como esta, que nos recuerda cómo debían ser nuestras costas hace cincuenta años, antes de que excavadoras y hormigoneras devastaran un regalo divino en aras del desarrollo y el turismo de masas.
Y el silencio... No se oye un alma. La carretera está desierta, casi no hay gente: no hay nada. Sólo la soledad de la costa marroquí un mediodía de otoño.
En Azla, unos kilómetros al sur, me detengo en un bar en cuyo interior unos chicos juegan al dominó. Sentado en la terraza, frente al mar, contemplo a unos hombres que, armados con arneses, arrastran unas redes y su pesada carga hasta la orilla.
A mi lado se sienta un anciano que se protege del sol con una desgastada gorra Adidas. Abdelmayib habla un correcto castellano, con ese peculiar y musical acento con el que los magrebíes hablan cualquier idioma distinto del árabe. Cuenta que vivió unos años en Badalona, pero que en 1962 sucedió algo que marcaría su vida. Cataluña estaba siendo arrasada por unas inundaciones que llegarían a provocar ochocientos muertos. El 25 de septiembre, las aguas subían de forma alarmante, y en su barrio la inundación amenazaba las casas bajas. Abdelmayib sabía que sus vecinos habían dejado a su hija sola en casa mientras estaban trabajando, y, al oírla gritar, se arremangó los pantalones y la salvó.
Años más tarde, esa chiquilla se convertiría en su esposa.
Pero la felicidad duró poco, rememora con emoción: “La mujer se murió, y yo, de pena, no podía continuar allí, solo, y me volví”. Renunció a las ochocientas pesetas que cobraba por su trabajo de encofrador y se hizo marinero en Marruecos.
Hace ya unos años que Amdelmayib vive retirado. Tiene suficiente para vivir tranquilo, que ya es bastante. La situación en su país es “muy mala”, dice. No hay trabajo para los jóvenes, y por eso pasean todo el día arriba y abajo. No; Marruecos no es como Europa, donde quien tiene iniciativa puede salir adelante. Aquí, unos pocos lo controlan todo, asegura apuntando hacia el cielo.
Le digo que por el camino he visto casas impresionantes, y me cuenta el ejemplo de Azla, que conoce bien. “Mira -me susurrra volviéndose para comprobar que nadie nos oye -:Aquí hay muchas mafias que siempre se pelean entre ellas. Están por todas partes. Hace poco, a una mafia de Azla la policía se les llevó las treinta Zodiac que tenían. ¿Usted sabe lo que son treinta Zodiac, embarcaciones neumáticas de esas grandes, como las que tienen los americanos? ¡Valen mucho dinero! Pues en esa mafia está el alcalde del pueblo, el juez… ¡todos! Y se dedican a llevar droga, que es cosa mala”.
De estas anchas playas parten también numerosas embarcaciones cargadas de marroquíes y subsaharianos en dirección a las costas españolas, añade. Y estas aguas son peligrosas, con muchas corrientes y cambios de viento inesperados; él las conoce bien. En el Estrecho han muerto millones -bueno no, corrige- miles de personas ahogadas.
Pero todo esto a mí no tiene por qué afectarme, me tranquiliza. Si alguien en la carretera me hace señas para que me detenga, tengo que hacerme el sordo y seguir, me recomienda. En los pueblos no tendré problemas. Lo malo es Tetuán, que ya he dejado atrás. Allí, el comercio que genera el contrabando con Ceuta y Melilla es una de las principales fuentes de ingresos. Cerca de medio millón de personas de la zona viven de él. En esa ciudad se refugia mucha gente a la espera de un golpe de suerte que les permita reunir el dinero suficiente para saltar a la Península.
“¿Sabes qué le pasó a mi hija? El año pasado, al salir del banco, le arrancaron el bolso de un tirón, llevándose, con él, el millón y medio de dirhams que llevaba –recuerda indignado-. Se fue a la policía con su esposo, que es tangerino, a denunciar el robo y les dijeron que si no sabían quiénes eran los ladrones, que los buscasen. ¡Los muy caraduras!”.
Comienza a ser hora de marcharse. Termino los deliciosos huevos fritos bañados en aceite crudo y el té a la menta que me han servido, y nos despedimos.
Vuelvo a la carretera, la misma que mi amigo de Azla recorre cada semana para ir a Alhucemas. Es una ruta malísima, con una cantidad insoportable de curvas. El autobús tarda nueve horas en hacer trescientos cincuenta kilómetros. Después de la única subida que Abdelmayib me ha asegurado que había viene el fantástico hotel Mare Nostrum, situado en la parte alta de un acantilado, y algo más allá una playa de varios kilómetros que parece trazada con tiralíneas, con una hilera de casitas blancas alineadas frente al mar y redes de pesca tiradas sobre un manto de arena gris.
La zona en la que me adentro no aparece en los folletos turísticos. Es un territorio inhóspito y remoto, de pequeñas aldeas. El abundante pescado que sale de sus aguas sirve para poco más que el autoconsumo, mientras que las poblaciones del interior, que sólo están a cincuenta kilómetros, se abastecen de las capturas que les llegan de la más distante Tánger.
El terreno es cada vez más accidentado, los pueblos más modestos. Después de la subida anunciada, vienen otras más duras que quien viaja en autocar no percibe.
Sigo hasta Targa, donde me han dicho que encontraré donde dormir. Pero el pueblo es nada más que una aglomeración desordenada de casas. En el pequeño recinto sanitario donde me detengo sólo hay dos personas, una joven médico y una anciana que, al verme, se apresura a cubrirse la cabeza con una toalla. “En Targa no hay hoteles, monsieur”, me anuncia la doctora, desolada.
La mujer me ve apurado, y en verdad lo estoy, puesto que llevo bastantes kilómetros y el pueblo siguiente está a unos treinta. De modo que llama a unos niños que juegan fuera, y éstos acuden raudos. “En el pueblo no hay agua corriente, ¿le importa?”. Y como le digo que no, manda a uno de los pequeños que me acompañe.
El chaval me conduce muy serio hasta una casa y al llegar a la verja señala el interior y desaparece. “¡Hola, hola! ¡Bonjour!”. Tras unos segundos de silencio, un hombre se acerca a la puerta, con la camisa abierta, despeinado, como si se acabara de levantar.
La casita blanca que tiene para alquilar está a cincuenta metros. Abre los tres candados con los que cierra la puerta y dos escarabajos salen corriendo hacia sus escondrijos. Mi alojamiento consta de dos habitaciones recién encaladas y sin muebles, con los marcos de puertas y ventanas pintadas de un azul chillón. El sanitario es un simple agujero rodeado por tres paredes y una puerta de madera.

-Son cien dirhams -me pide.
-Me parece excesivo –respondo.

Regateamos un poco hasta que lo dejamos en setenta, que no es poco si comparo con los cien dirhams que pagué en Tánger por una habitación con todos los servicios.
En unos pocos minutos, el señor Karim barre la estancia y manda traer un colchón forrado con una funda de colores, una almohada a juego y una gran estera para que pueda andar descalzo por la habitación.
Lo mejor del lugar se halla fuera. Mi humilde alojamiento está junto a la playa, en primera línea de mar. Así que cojo mi pastilla de jabón y mi minitoalla de supervivencia y corro hacia la orilla, a tomar mi último baño de mar de la temporada.
El agua está helada, y cinco minutos más tarde deshago el camino, también corriendo. Por la playa me cruzo con un niño que, al ver mi torso desnudo, gira la cabeza, no sé si por pudor o por mi falta de decoro.
 “¡Hola!”, me saluda en castellano un vecino mientras desata el asno que pastaba junto a la arena. “¿Se ha instalado bien?”. Le digo que sí, y él cuenta que vivió catorce años en Tarragona, que volvió a su tierra al jubilarse. Le comento que Targa es un pueblo muy bonito, aunque, en verdad, lo bonito es el entorno, las rocas negras junto a la playa, la proximidad de las montañas y el peñasco que se yergue sobre la arena gris, como un meteorito caído del cielo, a pocos metros del mar, con los restos de un castillo en lo alto.

-¡Ja, ja, ja! Antes, en el castillo se encendía una hoguera durante el Ramadán, al anochecer. Servía para anunciar el fin del ayuno. Lo mismo se hacía en todas las pequeñas fortificaciones que verás a lo largo de la costa.

El hombre no explica el motivo por el que se construyeron estas defensas, que no fue otro que alertar a la población de la llegada de navíos procedentes de la Península, dispuestos a raptar a hombres, mujeres y niños.

-Lástima de la basura que se acumula en la playa –me lamento, en un exceso de sinceridad.
-La culpa es del turismo, dice. Éste era un lugar limpio, pero hace unos años comenzaron a venir turistas y gente joven, y ya se sabe: no cuidan nada. Targa es pobre; no puede pagar la limpieza de las playas.

Paso el resto de la tarde descansando, y, antes de que anochezca, salgo en busca de un sitio donde cenar. En el único café del pueblo sólo sirven té, de modo que compro un par de tortas en un tenderete callejero y algo que parece un dulce. Ya en el establecimiento, uno de los camareros unta mi deliciosa cena con quesitos, y yo, mi escasa comida y mi té nos vamos al fondo del local. Desde allí observo a la concurrencia que se arremolina junto a un televisor. Una veintena de muchachos y hombres de mediana edad miran, embobados, una película francesa en la que, de vez en cuando, aparece el pecho desnudo de una mujer. El volumen está puesto al mínimo.

Hotel Caroline



TARGA-JEBHA, 73 km. (bici)
Antes de abandonar Targa, charlo un rato con el vecino, que ha venido a estacar su asno delante de mi casita. Le pregunto cosas de la comarca, del Rif. “No –me corrige-; el Rif se encuentra a unos setenta kilómetros hacia el este. Targa está en la Cabilia marroquí. Aquí somos gente tranquila, con buenas relaciones con los rifeños. Nosotros somos buenos marineros, y por esta razón muchos patrones españoles nos contratan como pescadores. ¿Sabía que por aquí pasaron los romanos?”, pregunta con orgullo al marcharme.
Nubes altas y grises cubren el cielo, pero no parece que vaya a llover. Mejor así, porque la carretera es aún más accidentada que ayer.
La ruta que sigo nunca fue tierra de paso. El terreno es demasiado abrupto para moverse con facilidad, la tierra, demasiado pobre. Ahora mismo, a mi derecha se levanta un pico de 1.700 metros, y, según el mapa, tras él debe estar el Jebel (montaña) Bouhalla, de 2.100. Por allí detrás discurría la ruta de las caravanas que, integradas por mercaderes y peregrinos, se dirigían hacia las ricos zocos de El Cairo, Damasco o Bagdad o hacia las ciudades santas de Medina y La Meca.
Integraban las caravanas unas decenas de hombres y centenares de camellos. El viajero solitario podía sumarse a la extensa comitiva. Cuantos más hombres hubiera, mejor, puesto que más fácil sería salir airosos de un posible asalto de las tribus bereberes que poblaban las montañas.
Amin Maalouf cuenta en su fabuloso relato histórico León el Africano la cantidad de ataques que sufrieron al cruzar el Magreb, a finales del siglo XV, los moriscos expulsados de España camino de Fez o de Tlemcen. Los andaluces musulmanes no sólo tuvieron que soportar la angustia que sufre quien ha sido expulsado de su patria y desposeído de sus bienes. Creyéndose a salvo en una tierra más pobre pero gobernada bajo su misma fe, aun tuvieron que ver cómo se les llevaban lo poco que habían podido salvar.
Más afortunados fueron los musulmanes de Al Andalus que se dirigieron a Salé, Tetuán, Argel o Túnez, pues llegaron a sus destinos sin contratiempos. Los que optaron por permanecer en la Península, en cambio, corrieron una suerte dispar. Algunos aparentaron convertirse al cristianismo para, de este modo, conservar sus posesiones, grupos que siguieron fieles al Corán se refugiaron en las montañas y una minoría de los hombres más ricos de Granada, no precisamente los más piadosos, se cambiaron de chaqueta, besaron la cruz y devinieron grandes de España.
Voy recordando historias leídas en casa mientras sigo, dale que te pego, montaña arriba, arrastrando quince kilos de equipaje, doce de la bicicleta más algún litro de agua. Hay buena visibilidad y el tiempo es ideal para rodar, sin frío, viento ni calor. Los días de levante, en cambio, dicen que son terribles. La humedad se condensa en las montañas y un manto de niebla impenetrable se instala en la zona durante días, dificultando la navegación y la vida cotidiana.
Las subidas es lo que me mata. Antes de salir de Barcelona, sustituí los piñones del cambio para poder afrontar las cuestas con mayor soltura. Probé la bicicleta por los alrededores de casa y me quedé con la duda de si no habría exagerado al montar una relación tan corta.
Hoy puedo dar fe de que el cambio fue acertado. Las rampas son tan infernales, que hay momentos en los que avanzo a siete, seis e incluso cinco kilómetros por hora. Al principio me distraigo con el paisaje, pero al rato ya estoy con la vista clavada en el asfalto, contando las latas que algún bebedor de cerveza anónimo ha arrojado desde el coche, saludando con un leve movimiento de cabeza a las mujeres que bajan del monte con dos asnos cargados de hierbas mientras yo sudo la gota gorda.
Hay tan poco tráfico... A primera hora me han adelantado cuatro o cinco furgonetas blancas, de esas que hacen de taxi comunitarios entre pueblos rurales, y dos o tres camiones, pero hace ya una hora que me he quedado solo. Todo lo que oigo son mis jadeos en los momentos de mayor esfuerzo y el lejano runrún de las pequeñas barquitas que recorren el litoral, al pie de los acantilados. Y la carretera sube y sube… Primero he llegado a los cuatrocientos metros sobre el nivel del mar, en la siguiente cala he vuelto a bajar hasta la playa y ahora estoy por encima de los setecientos. ¡En menos de veinte kilómetros!
Llegando a un collado, a cien metros de distacia, distingo, a contraluz, el perfil de una persona. Me acerco lentamente a esa figura que me observa, pero... ¿qué hace? Ahora me da la espalda, agita los brazos con vehemencia y grita a alguien a quien no alcanzo a ver. Qué comportamiento tan extraño…
¿Extraño?, me alarmo. ¡Aquí pasa algo! Bajo dos piñones, me pongo de pie sobre los pedales y acelero con todas mis fuerzas, pendiente arriba. Necesito velocidad, pasar por el puerto tan rápido como pueda. Estoy a menos de cincuenta metros.
El hombre deja de gritar a su compañero, que por lo visto no le oye, y ahora corre, apresurado, hacia la carretera. Trata de cortarme el paso, pero consigo pasar primero. ¡Buf!
Ruedo ya a buena velocidad, cuesta abajo, y, al volver la cabeza, mis temores se confirman: acabo dejar atrás un vertedero, y el hombre, ahora veo que andrajoso, y su amigo barbudo viven de lo que sacan removiendo la basura. El perro de los vagabundos me persigue con poca convicción, mientras uno de ellos masculla en francés que me detenga, que no tenga miedo.
Llego a Bou Hamed con el ritmo cardíaco acelerado. Me he librado de un posible lío. ¿Y si la situación vuelve a repetirse?
Del interior de una de las alforjas saco el pequeño bote de spray paralizante que compré para este viaje, de esos que usan algunas mujeres contra los violadores. A partir de ahora irá siempre en mi bolsillo. No sé si me atreveré a usarlo ni si servirá de algo. Igual con los nervios me da por dispararlo al revés, me pego un roción en la cara y, en lugar de paralizar al bandido, soy yo el que se queda medio ciego. Pero por lo menos iré más tranquilo.
En Bou Hamed puedo estar tranquilo. Es un pueblo más que una aldea. Hay talleres mecánicos, sitios donde dormir, comercios y un mercado callejero de pescado al que ha venido a proveerse un camión de matrícula marroquí con la marca Industrias del Mar inscrita en los costados.
El aspecto de la gente es muy poco marroquí. El uso del pañuelo entre las mujeres está mucho menos extendido que en las ciudades, numerosas muchachas podrían pasar por europeas y, algo soprendente: se ve una cantidad insólita de gente rubia.
¿Descienden de pescadores venidos siglos atrás de tierras lejanas, de cristianos capturados por los árabes o de marineros naufragados en estas costas que no pudieron regresar a sus hogares y se acabaron fundiendo con la población local?
Una posible respuesta al enigma la encontraré dentro de dos días en Alhucemas. Según el dueño de un hotel, los marroquíes rubios son descendientes directos de los normandos que en los siglos X y XI se adentraron en el Mediterráneo procedentes de Escandinavia. Caprichos de la genética y la escasa mezcla de la población local con otros pueblos habrían permitido que algunos rasgos físicos de los belicosos guerreros nórdicos sobrevivieran en el norte de Africa mil años después de su paso camino de Constantinopla.
Sigo unas horas más sobre la bicicleta, avanzando por una carretera abierta sobre laderas que caen a plomo sobre el mar. Cada pocos kilómetros, en cada cabo, hay un destacamento militar, y en cada uno de ellos tres o cuatro jóvenes militares dejan escapar las horas mientras aguardan una posible invasión de tropas extranjeras.
Los núcleos habitados escasean. Algunos se encuentran en las hondanadas que hay en las desembocaduras de los oueds, torrentes que sólo llevan agua en épocas de lluvias. Otros, en cambio, son pequeñas aglomeraciones de casitas dispuestas de forma caótica, como si una mano gigantesca las hubiera lanzado desde el cielo y ya nadie se hubiera preocupado de volverlas a ordenar. A muchas aldeas se accede por empinados senderos de cabras, porque cabras son casi todos los animales que uno ve. El daño que estos rumiantes hacen, combinado con la tala indiscriminada de árboles para alimentar los fuegos domésticos, es terrible. Los pueblos, las montañas que rodean los pueblos, los valles deshabitados que hay entre pueblo y pueblo, todo, está lleno de caminos abiertos por las cabras que no conducen a ninguna parte. Los matorrales casi han desaparecido y los pocos árboles que resisten son auténticos supervivientes, con hojas sólo en la parte superior de sus copas. ¿Y cuál es la consecuencia de todo ello? Que la tierra está desprotegida en caso de lluvia torrencial, y en un territorio casi desprovisto de tierras cultivables, todo esto no hace más que agravar la extrema pobreza de una población cada día más numerosa.
Ruta poco transitada, pueblos pobres e ignorantes. Zona de paso de las caravanas, gentes ricas e instruidas. Ésta es una de las lecciones que recibe León el Africano, en la novela de Amin Maalouf, al atravesar el Atlas: “Tienes que saber, joven visitante, que el mejor regalo que el Altísimo puede ofrecer a un hombre es hacerle nacer en una alta montaña atravesada por la ruta de las caravanas. La ruta trae el conocimiento y la riqueza, la montaña ofrece la protección y la libertad”.
En Jebha hay puerto, edificios de varios pisos, algunos centros oficiales, calles rectas con las casas alineadas, dos carreteras y… “Salam aleikum. ¿Funduk?”. Sí, en Jebha incluso tienen un funduk, una fonda u hotel. El pueblo también tiene puerto, el primero que encuentro desde Tánger. En sus dos pequeños muelles amarran seis traineras, una veintena de botes y una Zodiac equipada con dos motores de cien caballos. Las embarcaciones más viejas tienen los nombres escritos en letras latinas; las más nuevas, en árabe.
Justo enfrente, está el sitio donde voy a pasar la noche.
Todo en el Hotel Caroline tiene un aire francés, desde el nombre a los toldos de colores y los balcones de hierro forjado. Es perfecto. “¿Quiere ver la habitación?”, me pregunta un hombre de piel oscura con bigote y de unos 30 años. Me da lo mismo, pero insiste y le sigo escaleras arriba.
No hay habitaciones sino tres dormitorios sin puertas. En el de la izquierda, un hombre nos contempla desde debajo de una gorra, y en el de la derecha yace una chilaba de gruesa tela de color marrón con un hombre en su interior.

-¿No tienen habitaciones individuales? –pregunto.
-No; pero puede estar tranquilo –responde el recepcionista-: en el Hotel Caroline, todos los clientes están registrados, y dormiré en la cama que está junto a la suya.

Será necesaria media hora larga para rellenar el formulario con todos mis datos que el gobierno marroquí requiere a todo huésped y para entender lo que me dice Hamid, que habla como una ametralladora y en un susurro de voz que un radiocassette a todo volumen me impide comprender.
Una hora más tarde, Hamid sube a ducharse mientras descanso tumbado sobre la cama. Igual de acelerado que antes, me cuenta que hizo la carrera de Medicina y que ahora prepara su tesis doctoral.

-¿Y trabaja en este hotel, habiendo concluído sus estudios?
-Así es Marruecos; es el precio que te obliga a pagar el Estado para poder hacer una carrera si no eres de una familia rica. Para conseguir algo hace falta mucha constancia y fuerza de voluntad. Éste es un hotel muy malo, ya lo sé, mi jefe es un tirano que me paga poco, me hace trabajar dieciocho horas y aun no está contento. ¡Pero yo no quiero estar toda la vida sirviendo cafés! Cuando reúna el dinero suficiente, me voy.

Para animarle, le digo que con la carrera de Medicina puede optar a una plaza de médico del Estado. Pero la cosa parece ser más complicada. “Oye: Marruecos no es como tu país –me corta-. Cuesta mucho conseguir un trabajo oficial. No tenemos democracia, el gobernante sólo vela por sus intereses. Por eso la gente está desesperada, porque nadie se ocupa de ella”.
Me fijo en la extremada delgadez de su cuerpo cuando se pone la camisa y le sonrío cuando se disculpa por tener que vestirse delante mío. Sus posesiones se limitan a una pequeña bolsa de tela medio vacía que esconde debajo de la cama, el cepillo de dientes y la pastilla de jabón que deja sobre una mesa, una camisa y un pantalón colgados en el marco de la ventana y cuatro cosas más que tiene bajo el colchón.
“¿Y tú, de qué trabajas?”, me pregunta.
Cometo la imprudencia de decir que soy periodista, un ataque de sinceridad que, cuando viajas, suele reportar más inconvenientes que ventajas. Pero el médico recepcionista se limita a comentar que tendría que aprender a escribir bien francés e inglés. Estas lenguas, junto con el castellano, afirma, son las únicas universales, las únicas con las que puedo ganar dinero.
Le discuto afirmación tan tajante, pero el joven médico no tiene tiempo para más. Tiene que volver a la recepción.

-Después del trabajo seguiremos discutiendo -se despide.
-¿Y eso cuándo será?

-A las doce.

Me temo que me encontrará durmiendo.
Salgo a dar una vuelta por las cuatro calles de Jebha, donde se conservan casas de aire colonial, los restos de un farol fabricado en Sevilla en 1914 y una mezquita en construcción con un minarete de siete pisos, que, cuando esté terminado, será el más alto de la comarca.
A la hora de cenar, vuelvo al Hotel Caroline.
Le pregunto a Hamid qué tienen para comer, y me responde con otra pregunta: “¿Qué quieres? Tu di y yo iré a comprar y te lo cocinaré. Aunque llevará algo de tiempo”.

-¿Cuánto vas a tardar?
-Una hora.

-¡Una hora! Estoy hambriento. ¿Y algo que requiera menos tiempo?
-Hay dos platos, el de cincuenta dirhams y el de treinta, que en media hora puedo tenerlo listo.

-Entonces, ponme el de treinta.

Hamid pide dinero al propietario y se va de compras. Me quedo a solas en el bar, ante un televisor que sintoniza un canal vía satélite que sólo da música árabe. En pantalla no aparecen cantantes con velo ni músicas religiosas, sino chicas maquilladas y algo ligeras de ropa entonando sensuales melodías o chicos con tupé vestidos con tejanos.
Al cabo de un rato llega Hamid con unos hombres, que se arremolinan junto a un transistor. Hoy es día de competiciones europeas, de fútbol, claro. En Marruecos el deporte balompédico despierta pasiones, y como prueba, los nombres de los dos únicos bares de Oued Laou, un pueblo por el que pasé ayer: se llamaban Café FC Barcelona y Salon de Thé Real Madrid.
Los contertulios hablan del Real Madrid, el Deportivo, de Ronaldo, del Barça, del Galatasaray o del PSC Eindhoven con una familiaridad chocante, como si hablasen del equipo de Chauen o de Nador. Sin duda, para ellos Europa está mucho más cerca de lo que para los europeos está el Magreb.
Devoro de un tirón un plato de patatas fritas, arroz amarillo y albóndigas, todo bañado en aceite crudo, y al terminar, los hombres del transistor me invitan a unirme a ellos. En el descanso del partido, explican que de Jebha también parten numerosas pateras y que aquí recalan a menudo barcos españoles e italianos para cargar toneladas de droga. Qué remedio les queda, se lamentan, si el turismo es casi inexistente. Bueno sí, a veces vienen turistas aficionados a la pesca submarina. El verano pasado, por ejemplo, se hospedaron en el hotel Fernando, Ismael y Carlos, que sacaban unos meros enormes que luego Hamid asaba en la azotea. Pero eso fue la excepción.
El encuentro se va a reanudar, anuncia la voz de un locutor español, y las sillas se acercan aún más a la mesa donde está la radio. Me voy a la cama. Con las exiguas fuerzas que me quedan, no resistiría una discusión con el incombustible recepcionista.
Mañana abandonaré el litoral desolado y salvaje que he seguido los dos últimos días. Subiré al Rif por la única carretera existente, la misma que se usa para bajar la droga de las montañas.