Gabriel Pernau

En bici por Marruecos, Argelia, Túnez, Egipto, Jordania, Israel, Palestina, Siria, Líbano y Turquía

"Tienes que leer la Biblia"



JERUSALÉN
“¡Tolón-tolón!, ¡tolón-tolón!, ¡tolón-tolón!”.
Tañido de campanas. Estoy en Jerusalén..., creo... Sí, ahora recuerdo. Llegué anoche y hoy pretendía visitar la ciudad. Pero ¿cómo conocer una ciudad con un centenar de lugares del máximo interés y no morir en el intento? Hay tanto por ver... Y sólo tengo un día.

-¡Hasta luego, Lothar! -me despido.

Una ventaja de ser agnóstico es que todo me interesa más o menos por un igual. Quiero ver los barrios judío, cristiano, armenio y musulmán, visitar museos y tiendas, hablar con unos y con otros. No me siento obligado a ir a ningún sitio en concreto, aunque hay tres lugares a los que no quiero renunciar. Y uno de ellos es el recinto de Al Aqsa, con la dorada cúpula del Templo de la Piedra en su interior, el edificio más reconocible del viejo Jerusalén. Así que hacia allí voy.
Como anoche, los soldados me salen al paso. Ayer no pude entrar por la hora; hoy, porque es día de oración. Me lo advierten muy serios, pero ¿voy a quedarme sin ver el recinto? No por poco que pueda.
Por lo visto me adivinan el pensamiento, porque un agente con uniforme azul se convierte en mi sombra, hablando por radio, diría que describiendo el aspecto del sospechoso que se aleja de las mezquitas.
Me acerco al barrio hebreo, un remanso de paz aparente. En el patio de un colegio custodiado por guardias de seguridad, la mayoría de niños juega a la pelota mientras, en un rincón, dos pequeños la emprenden a golpes contra otro hasta que un maestro los separa. Todos son judíos, incluso la víctima, de origen etíope.
A escasos centenares de metros de allí encuentro un pequeño local donde un grupo radical expone maquetas del que tendría que ser el Tercer Templo, el sucesor de los santuarios judíos destruidos por Nabucodonosor en el 423 antes de Cristo y por las legiones romanas. Ocuparía unas diez hectáreas y sus puertas medirían veinte metros de altura. Sólo hay un inconveniente: se tendría que erigir en el mismo sitio donde estaban los anteriores, que, no de forma casual, coincide con el recinto de Al Aqsa, desde donde Mahoma ascendió al cielo a lomos de un caballo.
¿Es posible imaginar lo que pasaría si Israel decidiera destruir un lugar santo del Islam? No; es inimaginable. La simple visita de Ariel Sharon a la explanada de las mezquitas, en septiembre de 2000, acompañado de centenares de policías, fue el detonante del inicio de la segunda Intifada, la revuelta de los palestinos contra los israelíes. Un año más tarde, la organización ultranacionalista Fieles del Tercer Templo se propuso colocar la primera piedra. Sólo se autorizó una manifestación en el exterior de la vieja Jerusalén, y a pesar de ello hubo enfrentamientos con los musulmanes, dispuestos a impedir “con la sangre” las obras.
En el barrio armenio, Garo me enseña con desgana las joyas que fabrica. Los precios me parecen carísimos, y pese a reconocer que corren “malos tiempos”, el hombre no regatea.
La familia de Garo llegó a Jerusalén a fines del siglo XIX, huyendo del exterminio al que los turcos habían condenado a su pueblo. La presencia de armenios en Tierra Santa es muy anterior, de todas formas. Data del año 300, cuando esa comunidad caucásica se convirtió al cristianismo. Hoy, viven en Jerusalén unos tres mil armenios, y, como minoría que son, se mantienen ajenos al clima de enfrentamientos y a los modos de vida que les rodean. Los vínculos con la tierra de procedencia son estrechos, en cambio. El orfebre, de nariz prominente, regresa al país de sus antepasados una vez al año. “Para no perder el contacto”, aclara.
Ell barrio armenio es una de las zonas de la ciudad menos abigarradas y con más comercio. En sus calles se mezclan restos romanos y bizantinos, edificios románicos, góticos, neogóticos y clásicos. Allí está la iglesia del Santo Sepulcro, destino obligado de los peregrinos cristianos. A pesar de la escasez de turistas, el templo recibe numerosas visitas, que se mezclan con la población local y con los numerosos religiosos abisinios, armenios, coptos, griegos y latinos que conservan, con celo, el lugar donde Cristo fue enterrado y resucitó.
En la entrada al Santo Sepulcro, los guías se ofrecen para orientarte en el galimatías de criptas, escaleras y altares que se acumulan en un espacio más bien reducido. No hay carteles que te orienten. Para señalizar la iglesia, las diferentes comunidades que lo velan tendrían, primero, que ponerse de acuerdo en qué idioma utilizar, pero, como en tiempos de Alí Bey, “los monjes de los diversos ritos se hallan desunidos porque cada uno se mira como el solo ortodoxo y tiene a los demás por cismáticos”.
En el centro de la iglesia, junto a cirios de más de tres metros de alto, un monje griego regula el tráfico humano que accede al Santo Sepulcro y vigila que las mujeres lo hagan con la cabeza cubierta. El interior es claustrofóbico y el calor, intenso por la cantidad de llamas que arden. Y hay que salir enseguida; porque otros visitantes aguardan.
El santuario actual tiene poco que ver con el que Constantino hizo levantar en el año 326. Aquél lo devastaron las guerras, los cruzados lo reconstruyeron y en los siglos XVIII y XIX el edificio existente resultó afectado por un incendio y un terremoto. En las paredes hay grandes iconos ennegrecidos por el humo de la cera que arde noche y día, y, esculpidas en la piedra o pintadas sobre ella, miles de cruces y de nombres testimonian del paso de visitantes rusos, griegos y rumanos.
Me siento en un banco, y un monje ortodoxo me riñe por hacerlo con las piernas cruzadas.
Los visitantes son variopintos. Ahora llega una monja vestida de negro riguroso, luego un hombre con túnica morada, sombrero negro y sandalias, lleno de polvo y con los pies callosos, como recién llegado de una travesía a pie por el desierto, que se postra ante un altar con los brazos extendidos sobre el suelo. Hay también dos etíopes, y uno de ellos parece una autoridad eclesial, porque bendice al otro, le da unos golpes en la cabeza y le hace la señal de la cruz en la espalda.
Unas escaleras conducen al sótano donde está la capilla de Santa Elena, ante la cual un hombre entona una bella canción.

-Canta usted muy bien -le digo.
-Gracias. ¿Es usted español? Entonces conocerá a Francisco Kiko.

-¿Francisco Kiko?
-Sí, claro. Francisco Kiko, de Madrid -repite con convicción.

-Es la primera vez que oigo su nombre.
-¡Cómo! ¿Es usted español y no conoce a Francisco Kiko? –pregunta entre incrédulo e indignado-. Él fundó Camino Neocatecumenal, una corriente religiosa que está extendida por todo el mundo. –El hombre reflexiona unos segundos antes de preguntar-. ¿Cree en Dios?

-Estoy bautizado.
-Mira –dice meneando la cabeza-; tienes que leer la Biblia. Allí he encontrado yo el verdadero sentido de Dios. En la escuela era mal estudiante, siempre me quería marchar, pero Jesús me llamó y aquí me ves ahora, haciendo lo que nunca había querido hacer. Nací en Galilea, pero soy el responsable de Camino Neocatecumenal en Jerusalén. Aquí tenemos a veintiún o veintidós seguidores. Pero eso no importa ahora. Lo que tienes que hacer, Gabriel –dice adoptando una actitud adoctrinante-, es no olvidar la fuerza que tenemos dentro, que es mucha. No lo olvides.

Y se va. “Es muy buen padre”, me susurra un anciano que nos ha visto hablando.
Es casi mediodía. Desde la iglesia luterana del Redentor, el punto más elevado de la ciudad, se domina un escenario compuesto por multitud de campanarios y pequeñas cúpulas. Al sur se divisa el barrio armenio, con sus comercios y edificios de tejados inclinados, al oeste la torre de David y varias iglesias, al norte la puerta de Damasco y al este infinidad de cúpulas más, Al Aqsa, y el monte de los Olivos.
El canto del almuédano convocando a los fieles, que se arremolinan ya en torno al Templo de la Piedra, estremece las murallas de Jerusalén y el corazón, pero sólo durante unos minutos. A las doce en punto, el suelo tiembla a mis pies al mismo ritmo de carillón que la pasada madrugada me sobresaltó. El ruido, que sale del campanario donde me encuentro, es tan ensordecedor que las japonesas que me acompañan en la visita se tapan sus delicados oídos con las manos mientras el edificio parece que se vaya a derrumbar.
Recobrada la paz, y medio sordo, bajo a tientas las escaleras de caracol hasta la calle.
La oración musulmana estará a punto de finalizar. Avanzo, por callejuelas contra la marea humana que abandona la explanada de las mezquitas. Esquivo a hombres con pañuelos negros y a mujeres con vestidos de colores, tropiezo con vendedores y pedigüeños, hasta que llega un punto en que es imposible continuar.
Espero media hora hasta que consigo llegar a una de las puertas de Al Aqsa. Sobre nuestras cabezas, un helicóptero vigila. El despliegue policial es intenso. En el acceso, una treintena de agentes de negro hacen guardia, en estado de máxima alerta, con el equipamiento necesario para ir a la guerra. Llevan protecciones en pies y piernas, chaleco antibalas, fusil, pistola a la altura del pecho, una voluminosa mochila llena de material antidisturbios, porra y casco con pantalla de metacrilato. Mientras un miembro de las fuerzas de seguridad filma a la multitud, otros dos me alejan del lugar a empujones.
Me pego a una pared para evitar ser arrastrado por la riada de gente que sube. Durante diez minutos nadie me dice nada, hasta que vuelvo a levantar sospechas. “¿Qué hace aquí? ¿Es musulmán? Váyase; ésta no es una zona libre”.
Ahora sí, me dejo llevar por la masa calle arriba, con destino incierto. Doblo una esquina por donde nadie pasa y, como por arte de magia, aparezco en el sosegado barrio judío.
Como en un restaurante armenio, donde la gente fuma tanto y es tan poco habladora como Garo, el orfebre. Y, con el estómago lleno, paseando por la calle de David, un comerciante me invita a su tienda.

-No pienso comprar -le advierto.
-Da lo mismo; hablaremos -concede.

Nasmi es palestino, y la conversación, claro, versa sobre Palestina. “Los ingleses nos prometieron un estado, pero estamos invadidos y nos matan en nuestra propia casa. Pagamos los mismos impuestos que los judíos, pero recibimos menos servicios. Ya has visto cómo están nuestras calles, mal iluminadas, sucias... No construyen casas para nosotros para que nos marchemos, y así en la ciudad habrá más judíos que árabes. Y a falta de escuelas, nuestros hijos tienen que ir a centros musulmanes o al extranjero. Es injusto: los palestinos somos originarios de esta tierra. Estábamos aquí antes de que llegasen los judíos, antes que Moisés. Y no hablo de musulmanes, sino de palestinos. Nuestros orígenes no son la religión, sino una nacionalidad. Entre nosotros hay musulmanes y cristianos, latinos, ortodoxos o samaritanos cerca de Nablús”.
Dice que habla a menudo de política con sus amigos judíos, pero reconoce que las diferencias son irreconciliables, por lo menos a corto y medio plazo. “Los judíos siempre han tenido problemas allí donde han ido. Todo el mundo les odia. No pueden vivir con pueblos que sean distintos a ellos. Quieren un estado para ellos solos, y nosotros queremos... tres estados, ¡ja, ja, ja! No, en serio: queremos paz en nuestros territorios, que acabe el enfrentamiento, libertad”.
Sentados junto a una montaña de alfombras, el comerciante me observa con curiosidad mientras tomo notas.

-¿Y esto para qué es? ¿Quieres escribir un libro? –pregunta.
-Es posible.

-No te esfuerces –me desalienta-; aunque lo hagas, cuando llegues a Barcelona, tu jefe tendrá miedo y no te dejará contar la verdad.
-Bueno, por lo menos lo intentaré.

-Pero si escribes un buen libro y le pones un buen título, ganarás mucho dinero -me anima ahora, al aflorar su evidente espíritu mercantil.

Unas tiendas más abajo, un joven comerciante me muestra unos anillos. Está a punto de cerrar y como no me acabo de decidir, el precio de la pieza que me interesa cae en picado, de ciento cincuenta shekels a sólo un tercio. “Venga... Mira: es Ramadán, no tengo fuerzas para discutir. Llevátelo por cuarenta”. Y por cuarenta me lo llevo.


“¡Catalanes! Sois como los palestinos!”, protesta, con ironía, al verme marchar.
Es tarde. Me cruzo con unos monjes franciscanos que recorren el camino del Via Crucis acompañados de turistas, cánticos y oraciones. Más adelante, la calle está taponada. Quiero salir de la ciudad amurallada antes de la puesta del sol, pero se acerca el fin del ayuno, y miles de musulmanes han tenido la misma idea para llegar a tiempo a sus casas. A medida que nos acercamos a la puerta de Damasco el camino se vuelve intransitable. Un gracioso simula estar enfermo para que le abran paso, y tras él se cuelan unos cuantos listos mientras un abuelo arenga a la multitud subido a una caja de fruta. La gente se pone nerviosa. El contacto físico con hombres y mujeres resulta inevitable; hay empujones y codazos, intercambios de líquidos no deseados.


La situación comienza a ser peligroso. Los de atrás empujan con fuerza, un anciano desfallece y tres hombres lo sacan a hombros. En este momento, ya no son las piernas las que me sostienen, sino cuerpos extraños. El riesgo de avalancha es evidente. ¿Y qué hace la policía mientras? Pues ha desaparecido, ahora que se la necesita. Sí, encima de la muralla hay dos soldados armados, pero se limitan a observar la salida de la masa hacia los barrios árabes extramuros. No hay nadie que ponga orden, como si a las autoridades les importara poco que unas cuantas personas puedan morir pisoteadas.
Por fin estoy fuera, ante el mercadillo que colapsa la salida de la cinco veces centenaria puerta de Damasco. He tardado media hora en recorrer trescientos metros.
¿Y los judios? ¿Qué deben estar haciendo, a esta hora? Al anochecer, a la misma hora en que los musulmanes acaban su día de fiesta semanal, ellos comienzan el sabbat. Me voy al Muro de las Lamentaciones, pues.
Al ir a cruzar de nuevo las murallas, un soldado me corta el paso. ¿Otra vez? Estoy harto. ¿Que de dónde soy? ¡Pues de mi casa!

-Where are you from? -insiste.
-¿Qué importancia tiene saber de dónde soy?, maldigo yo, cansado ya de tanta paranoia.

Y claro, en este país saber de dónde eres tiene una importancia vital.
El militar me agarra de un brazo y se me lleva junto a una garita y, allí sí, qué remedio, le entrego el pasaporte. “Tenga –me lo devuelve tras ojearlo-, por aquí no puede pasar”.
Cuando por fin llego, el Muro de las Lamentaciones es como una fiesta en plena ebullición. Un par de miles de hombres y unos centenares de mujeres se agolpan junto al único muro que queda en pie del templo de Salomón. El alboroto que se propaga desde la pared por la gran plaza no es un lamento, hoy. Los fieles viven el inicio del sabbat con un desbordado y ensordecedor entusiasmo. En una explosión de fervor comunitario, infinidad de voces confusas recitan, todas a la vez pero sin ningún orden, la Torá, creando un fenomenal murmullo. Entre la muchedumbre surgen, en cualquier momento y en cualquier rincón, cánticos espontáneos, a los que enseguida se suma un coro de voces que celebran, entre saltos, abrazos y aplausos, la alegria por estar aquí, todos juntos.
Los afortunados que han conseguido rezar ante el muro llevan un taco de madera en la frente para no lastimarse mientras oran. Los que han llegado más tarde recitan los textos tan cerca como pueden de las sagradas piedras, pero sin dejar de doblar el cuerpo hacia adelante de forma sincopada.
Casi todos los hombres visten del modo jasídico, la vestimenta negra surgida en centroeuropa a mediados del siglo XIX. Algunos llevan pantalón y abrigo largo, los hay con bombachos con los calcetines por encima y otros cambian el abrigo por un batín de seda. Todos sin excepción se cubren la cabeza, con sombrero de alas, con sombrero cilíndrico forrado con piel de borreguillo, con la tradicional kipá de tela o con unas de cartón que reparten en la entrada.
Las mujeres van de la forma más austera, con sandalias, una falda de color claro, jersey de lana de cuello alto y un pañuelo anudado en el cogote.
Me siento en un banco al fondo de la plaza, urbanizada en 1967 después de que fuera demolido el barrio musulmán que ocupaba este vasto espacio. Junto a la puerta Dung se congregan dos centenares de jóvenes con camisas blancas, que, en un momento dado, se cogen de las manos, forman un gran corro y comienzan a cantar con entusiasmo. Luego forman hileras y corren paralelos al muro una, dos y tres veces, hasta fundirse, alborozados, con el formidable barullo.
“Como son tan pocos, deben cantar para hacer más ruido”, bromea, en castellano, un joven cura español con alzacuellos. El religioso acompaña a un grupo de valencianos que visitan la plaza.

-¿Qué le parece el espectáculo? -pregunto a una española que hablaba con ellos.
-¡Es maravilloso! –responde la señora Antonia, extasiada-. ¿Y a ti, te gusta?

-No soy creyente, pero estoy impresionado.
-¿Verdad que sí?

-Jerusalén significa tanto para tanta gente, que sólo por eso ya es importante.
-¡Aleluya! Con lo que dices ya hay bastante. ¡Demuestra la grandeza de Cristo Nuestro Señor! ¡Aleluya!

La señora Antonia lleva dieciocho años en Jerusalén, donde trabaja en un monasterio franciscano. El único idioma que habla es el castellano. ¿Hebreo o árabe? ¿Para qué? Vive en Jerusalén, el centro del mundo. ¡Aleluya!
Transcurrida una hora desde el inicio del sabbat, la plaza va quedando desierta. Ha comenzado la fiesta semanal judía, el día durante el cual los ultraortodoxos ni siquiera encenderán una bombilla.
Para mí también comienza a ser hora de retirarse.
En la recepción del albergue conozco a Günther, un forzudo alemán con el cuerpo lleno de tatuajes y la cabeza rapada al cero con aspecto de profesional de lucha libre o mercenario que asusta. Le acompaña un hombre de piel oscura con quien habla en ruso.

-¿A qué se dedica? -le pregunto al no identificarle ni como peregrino ni como turista.
-¿Yo? Soy asesino profesional, ¡jo, jo, jo! ¿Tú eres español? Pues yo conozco a miembros de ETA. Son muy buena gente.

-Los terroristas no suelen ir contando lo que hacen –replico sorprendido.
-Yo no soy una persona normal, ¡jo, jo, jo! También conozco a miembros del IRA, de Yihad Islámica, de Hamás y de las principales organizaciones terroristas internacionales.

Günther revela que, por motivos profesionales, ha vivido en Rusia, Chechenia, Kazajstán, Congo, Sudáfrica... Dice hablar nueve idiomas a la perfección, entre ellos el mongol, el kazajo, el inglés, el francés y el ruso. “Y sin acento alemán. Si la gente con la que tratas ignora de dónde eres, tienes menos problemas -afirma de forma enigmática-. Con el árabe es más difícil: lo entiendo muy bien, pero no lo hablo de forma gutural, como ellos”.

-Pero, ¿a qué te dedicas? -le insisto, un poco mosca por sus amistades y sus viajes a tantos y tan poco pacíficos países.
-Bueno, controlo para la ONU que las ayudas que se distribuyen en Palestina y en Egipto lleguen a sus destinatarios y no se queden en manos de las mafias. Es un trabajo aburrido, peligroso a veces –dice, omitiendo el motivo de sus viajes anteriores.

-¿Y quién controla al controlador?
-A mi no tienen que controlarme –responde con sequedad-. Tengo mi sueldo y basta. Yo no toco dinero... ¡Bah! El mundo está podrido. ¿Sabes? En América todo el mundo esnifa coca y China está haciendo su imperio traficando con drogas.

Günther va hacia la nevera y corta dos inmensos pedazos de queso que deglute a mordiscos mientras un muchacho bajito y con melena rubia se suma a la conversación. Es sueco y trabaja en un hospicio. Habla del fascinante atractivo de Jerusalén, capaz de atrapar a sus visitantes como una telaraña. El nórdico es un fervoroso creyente; el presunto exmercenario también, dice al regresar de la nevera.
Uno dice que la Biblia es un libro de historia que nos explica cosas del pasado; para el alemán, las sagradas escrituras nos avanzan cómo será el futuro. Para el más joven Jerusalén es tierra de santos; para el otro, la encarnación del mal.
En sólo unos minutos, en el hotel Tabasco se ha creado un ambiente místico.
Ahora es Lothar el recepcionista quien habla. Apaga la música new age que tenía puesta y, todo pesimismo, vaticina. “El mal vive en Jerusalén y no hay futuro”.
Jerusalén. Qué ciudad tan extraña. Tierra santa y de promisión, tierra de esperanza y de asilos, tierra de odios y de acogida. Tierra cambiante donde todo es provisional menos la fe de sus habitantes y la de quienes la visitan.
Voy a acostarme. He disfrutado de Jerusalén y me he emocionado siendo testigo de la devoción de judíos, cristianos y musulmanes en una ciudad que todos consideran santa. Contemplar cómo unos dan cabezazos contra un muro, otros se arrodillan cinco veces al día en dirección a una pequeña ciudad de Arabia y unos terceros recorren el camino que un hombre agonizante siguió, hace dos mil años, ha sido una de las experiencias más asombrosas que he vivido nunca. Pero renuncio a mis planes de visitar Belén mañana. Mi cuota de religiosidad está más que satisfecha.
Ahora tengo ganas de conocer lo que se esconde más allá de esta urbe tan excepcional.

-¿Y su familia no tiene miedo de que viaje usted solo por países como Argelia? -me ha preguntado, en el Muro de las Lamentaciones, un señor con un marcado acento alemán.
-Sí, -he reconocido-. Pero sobre todo están angustiados por que haya venido a Israel.

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