Gabriel Pernau

En bici por Marruecos, Argelia, Túnez, Egipto, Jordania, Israel, Palestina, Siria, Líbano y Turquía

ARGELIA. "¡Zi-daaaaa-nee!"

GHAZAOUET-ORAN-MOSTAGANEM, 190 km. (ferry), 184 km. (taxi), 79 km. (autobús)
Comienza a clarear en el exterior del ferry. Sentado en la butaca en la que he dormido, a punto de llegar a Ghazaouet, vislumbro una mar blanca y un cielo neblinoso. El ojo de buey está tan empañado como mi mente. Estoy a punto de pisar Argelia, un país que trata de salir del torbellino sangriento que la ha arrasado la última década. Entre ciento cincuenta mil y doscientas mil personas han muerto de forma violenta a manos de guerrilleros islamistas y de las fuerzas gubernamentales. Las cifras de algunas de las matanzas producen escalofríos: cuatrocientos muertos en Relizane en 1997, cien en Sidi Hamed durante el Ramadán de 1998... Y hace sólo unas pocas semanas, diecinueve campesinos, entre ellos trece niños, fueron asesinados a hachazos en un pueblecito al oeste de Argel.
En webs especializadas en viajes se informa de que la situación ha mejorado, pero que el sudeste debe ser evitado a toda costa, puesto que allí fueron secuestrados decenas de turistas, de viaje por el desierto, hace menos de un año. En el norte persisten las acciones armadas contra el gobierno, pero también ocasionales e indiscriminados ataques con bombas a la población civil.
En los foros cibernéticos internacionales resulta dificil dar con alguien que haya estado en el país en los últimos meses. Y si cuelgas en una página web una demanda del tipo “busco información reciente de Argelia”, las respuestas que recibes –en general, de gente que no lo ha visitado ni lo visitará jamás- te dicen cualquier cosa menos guapo: que si estás loco, que no vayas... Algo parecido, sólo que en lenguaje más diplomático, aconseja el ministerio de Asuntos Exteriores: “En Argelia está en vigor el estado de emergencia desde 1993. Se recomienda no viajar, salvo por razones imperativas, profesionales u otras”.
Me acojo a las “otras” razones para emprender este viaje en apariencia tan arriesgado, aunque algo me dice que Argelia ya es lo bastante seguro como para transitar por él. Y a la fuerza deben pensar lo mismo los escasos pasajeros que me acompañan. Somos unas treinta personas para una tripulación de cincuenta y cinco tripulantes. “La línea es ruinosa –se lamentaba, hace unos meses, un operario de Trasmediterránea en Barcelona-; sólo se mantiene por presiones del gobierno español”.
Entre los pasajeros hay dos modestos empresarios españoles que van a Orán por negocios. No hablaron mucho, anoche, cuando los conocí, imagino que por prudencia. Con cara de susto, contaron que tienen que verse con unos argelinos. Quieren comprar una casa, establecerse y ver si pueden montar “algo”. Eso es lo que dijeron: algo.
Las palabras de uno de ellos fueron poco tranquilizadoras: “¿A ver cómo tienes de grandes los huevos?, ¡jo, jo!”, bromeó uno de ellos.
A baja velocidad, nos acercamos a una costa tan abrupta como la marroquí, aunque en la distancia aquí todo parece más ordenado. La proa del ferry apunta a un pueblo pequeño situado en la ladera de una montaña, con una iglesia blanca que sobresale sobre los tejados.
Sólo desembarcar, mis temores desaparecen. Como advertían los hombres de negocios, los trámites aduaneros se resuelven con rapidez. La policía es minuciosa, pero de trato agradable, y a todas las personas a las que me dirijo hablan a ritmo sosegado.
En la parada de taxis, varios Peugeot familiares con veinte años a cuestas aguardan la llegada de pasajeros. Cargo la bicicleta en el coche de Abdalá, el único que tiene baca, y con las siete plazas –más la del conductor- ocupadas, arrancamos en dirección a Orán.
Con nosotros viaja el muchacho que me ha advertido que no pague más de quince euros por el trayecto, dos mujeres jóvenes calzadas con unos bonitos zapatos de piel y tres hombres.
Vuelvo a sentirme animado, a bordo del siete plazas. Ya no queda en mí ningún rastro de los temores e incertidumbres de los últimos días. Es una sensación que, las próximas semanas, se repetirá en otros países. Los gobiernos y la burocracia imponen un sinfín de trabas y requisitos que cumplimentar para que puedas visitar su país, pero, una vez cruzada la frontera, incluso la policía colabora para que todo discurra de forma armoniosa y sencilla, como queriendo demostrar que, ya que hemos venido a este mundo a sufrir, hagámosnos las cosas fáciles.
Y todo es tan distinto a Marruecos... Ghazaouet parecía un pueblecillo pesquero francés, con sus tejados inclinados, sus plazas con plátanos e incluso con algunas chicas con los hombros al aire. Y ahora sólo veo viñedos, olivos y naranjos, campos de maíz y caminos con cipreses alineados que conducen a señoriales villas en lo alto de una colina. Desde luego, el paisaje verde y domesticado por la mano del hombre que nos acompaña recuerda más a la Toscana que a los áridos páramos que rodean a Melilla y Nador.
Junto a la carretera hay árboles con la parte inferior de sus troncos pintada de blanco, viejas cavas, abandonadas unas, todavía operativas otras. Ya no hay colonos que cuiden lugares como Caves J. Poveda, ni paladares que saboreen los caldos que aquí se elaboraban. Las viñas son pequeñas y muchas están descuidadas.
Argelia fue una potencia vitivínicola, bajo dominio francés. En 1954, llegó a ser el cuarto productor mundial. Sus viñas ocupaban cerca de cuatrocientas mil hectáreas y producían diecinueve millones de hectolitros anuales, la mayoría de ellos para la exportación.
Los franceses introdujeron el cultivo intensivo y métodos modernos, aunque la vid existía desde tiempo inmemorial. Crecía de forma salvaje en las colinas, y fenicios y cartagineses no hicieron más que extenderla.
Los españoles ocuparon Orán en 1509 y durante más de dos siglos estimularon la producción. Vinos cocidos, aguardientes y licores eran objeto de comercio por parte de quienes tenían la exclusiva de las bebidas fermentadas y destiladas, los judíos sefarditas. Era un buen negocio, en especial a partir del momento en que las costas argelinas comenzaron a estar pobladas por gentes de la más diversa procedencia: capitanes y marinos de origen cristiano convertidos al Islam, esclavos o cautivos a los que no se dejaba marchar hasta que alguien pagara su rescate, jenízaros (mercenarios turcos), los españoles de los presidios, los cristianos de los consulados de mar, los comerciantes judíos o los renegados de las ciudades.
Se cuenta que el mismo día en que los franceses desembarcaban en Argelia, el 14 de junio de 1830, las tropas descargaban su equipo de campaña y su munición, pero también barricas procedentes de Marsella, Toulon y Menorca. La filoxera había arrasado los campos de Francia, y, en tres décadas, los viñedos argelinos multiplicaron por diez su extensión.
Pero todo eso acabó en 1962, cuando Argelia obtuvo la independencia y millones de colonos se trasladaron a la metrópolis.
En la actualidad, se conserva una quinta parte de los viñedos que había a mediados de los años cincuenta. La producción no alcanza a la novena parte. Se hacen vinos de hasta quince grados, apreciados por los amantes de los caldos fuertes y que también se usan para cocinar.

-¿Bebes vino, Abdalá? –le pregunto al conductor.
-Un poco, para tomar el aperitivo -responde con la boca pequeña.

En el interior del vehículo se respira buen humor. En comparación a Marruecos, la gente es menos rígida, más espontánea. Abdalá ríe a menudo y a pleno pulmón. Es un hombre algo rechoncho, de pelo blanco y bigote pequeño.
Eso sí, al llegar a un control de carretera, se pone serio. “Vigilan que no entre contrabando de Marruecos”, susurra mientras pasamos junto a gendarmes vestidos de verde y armados con ametralladoras.
¿Y las relaciones con los marroquíes? “No amigos”, responde, escueto.
Junto a la carretera se ve a infinidad de hombres que hacen trabajos de mejora y limpian los márgenes. Parece como si esperaran una visita del presidente, bromeo, a lo que el taxista replica: “Sí, el grand patron visitará Orán y sus alrededores dentro de unas semanas”. El grand patron es Abdelaziz Buteflika, y para cuando llegue todo tiene que estar en perfecto orden de revista.
Entrando a Orán, Abdalá esconde el radiocassette del coche en un bolsillo de su americana, y al verse descubierto me pregunta:

-¿Hay muchos robos, en España?
-Sí, más o menos como en todas partes –digo antes de darme cuenta de que sus palabras son una advertencia-. ¿Y en Orán también?

-Más o menos como en todas partes. Pero en cuanto lleguemos a la estación central de taxis, vigila.

Me despido de Abdalá y de mis compañeros de viaje, y me voy a dar un garbeo por la ciudad.
La segunda aglomeración urbana del país conserva la fortaleza española y la iglesia de la Santa Cruz, pero también manjares que me resultan de lo más familiar. Los oraneses comen cocas, un embutido parecido a la sobrasada y reivindican la invención de la paella. Alegan que el término deriva de la baiya árabe, un plato que elaboran con arroz y frutos del mar.
En el pasado, Orán debió ser una gran ciudad. Hoy, en cambio, asusta. Asusta la contaminación y la marginalidad que reina en sus calles, los vigilantes de los parkings armados con palos, la suciedad y las fachadas de edificios centenarios que amenazan ruina inminente, las esvásticas pintadas en las paredes, el poco respeto que hay por los semáforos o las masas proletarizadas que desfilan con ímpetu, en el caos más absoluto, por sus calles. Todo Orán es un gran rumor en el que se confunden gritos, frenazos y tenderetes donde venden música rai con los altavoces atronando a plena potencia.
En esta Nápoles del sur, la gente se mueve como a espasmos, gesticula, se toca, protesta, se critica... Son tan diferentes de los marroquíes, tan cándidos ellos, que no me extraña que entre ellos se caigan mal, mutua y rematadamente mal. Porque, más que hablar, las personas chillan. E incluso cuando hablan-chillan son de una agresividad que apabulla. Paras a alguien por la calle para preguntarle por el centro, y lo primero que hace es agarrarte por el hombro, darte media vuelta, ajeno por completo al hecho de que está a punto de tirarte la bicicleta, para a continuación explicarte hacia dónde tienes que ir con el habitual volumen de voz oranés. Y claro, tú, que acabas de aterrizar, disimulas el pánico que sientes del mismo modo que hacen los ingleses cuando te les acercas a menos de metro y medio.

-¿Has comprendido? -me chillan con gesto burlón los dos chavales a quienes me he dirigido dándome un golpe en la espalda.
-Sí, sí, sí. Muchas gracias.

-¿Y tú de qué equipo eres, del Madrid o del Barça? -preguntan.

Su reacción cuando les digo que del Barcelona es antológica, para grabarla: al que pregunta se le encienden los ojos mientras sus labios pronuncian las sílabas mágicas que, dichas en el orden adecuado, componen, a oídos argelinos, una sintonia celestial: “¡Zi-daaaaa-nee!”.
Me quedo pasmado en medio de la acera mientras los dos chavales se esfuman, entre la multitud, cogidos del hombro y riéndose a carcajada limpia.
No menos pacífico es el tráfico, una corriente desbordada que policías de gestos teatrales tratan de dirigir a base de cortos y musicales pitidos. Abundan los Renault y Citroën con matrículas francesas y cristales oscuros, que sus jóvenes y orgullosos propietarios, nacidos en la patria de la libertad, la igualdad y la fraternidad y educados en los suburbios de París o Marsella, conservan limpios y relucientes como una patena.
Orán es sin duda exctante, me digo mientras, en la cornisa costera, contemplo los ferries procedentes de Europa y los mercantes que ocupan el puerto. Pero la ciudad es tan excesiva como la historia del país. El comercio es numeroso, pero está desfasado y mal abastecido. La ciudad está degradada. No queda ni rastro del Orán precolonial.
Al desembarcar en Argelia, en la primera mitad del siglo XIX, los franceses se convirtieron, sin quererlo, en los primeros colonizadores de la historia. Sus inicios fueron titubeantes. Pretendían reprimir a los corsarios, cobrarse unas deudas impagadas que el país tenía con Francia y abrir nuevos mercados para los comerciantes de Marsella. Pero, una vez ocupada la capital, pronto se dieron cuenta de que el control del puerto de Argel era insuficiente para garantizar su permanencia en la plaza, y las tropas se expandieron hacia el interior y hacia el oeste, donde toparon con la férrea oposición de Albdelkáder.
La potencia colonizadora y el sultán firmaron la paz en septiembre de 1847. Para modernizar sus nuevos territorios de ultramar, París los dividió en tres departamentos, Argel, Orán y Constantina, al mando de los cuales puso a prefectos recién llegados de Europa. Y así nació el proyecto de construir una pequeña Francia en el norte de Àfrica, a golpe de leyes y de piqueta.
A primera hora de la tarde, subo a un autobús hacia el este. Jilali, el hombre que se sienta a mi derecha, trabaja en la construcción. La falta de viviendas es uno de los problemas más graves de la ciudad, explica mientras salimos de la ciutat, con la compañía de bloques de pisos gigantes y refinerías de petróleo. Para hacerle frente, el gobierno ha traído a cinco mil trabajadores chinos, lo que parece un despropósito en un país con una tasa de paro cercana al treinta por ciento.

-El problema es que en Argelia faltan arquitectos –intenta aclarar.
-Pues, ¿por qué no traían arquitectos? -pregunto aún más desconcertado.

Se encoge de hombros.
Jilali se presenta como “artesano”, lo que significa que se dedica a poner baldosas en baños y cocinas. Viste moderno, gafas de sol amarillas y cazadora tejana, y le gusta el presidente Buteflika. Está convencido de que los atentados –a los que en ningún momento se refiere de forma directa- terminaron en 1997, que había un problema y que el presidente supo afrontarlo.

-¿Y te llamas Jibrail (Gabriel en árabe)? –me pregunta contrariado- Yo soy un hombre religioso, ¿sabes? Jamás pondría tu nombre a un hijo. Jibraïl fue quien comunicó la palabra de Dios a Mahoma; es casi divino. ¿Tú llamarías Dios a tu hijo? Pues es lo mismo. Mohamed o Mahoma ya es otra cosa, puesto que él sí que era humano”.

Jilali me invita a pasar la noche en su casa, gesto que agradezco, pero prefiero seguir hasta Mostaganem.
Como en Orán, casi todo en Mosta, como conocen esta ciudad los locales, te remite a la época de la colonización. Los franceses la ocuparon en 1833 y en poco tiempo aniquilaron la urbe existente en pos de lo que entendían era el único modelo de civilización posible. Derribaron palacios, murallas, y mezquitas, y en su lugar trazaron calles alineadas, construyeron un puerto y nuevos barrios, colegios, plazas con plátanos, cámaras de comercio y hospitales, y la dotaron de un empalme ferroviario que la conectaba a la línea Argel-Orán.
Hoy, los franceses han desaparecido de Mosta, y la frase “el beaujolais es un río que bebe en las fuentes de Mostaganem” no es ya ni un recuerdo del pasado. O eso creía yo.
Me alojo en un hotel que está... casi como los galos lo dejaron. Todo, absolutamente todo lo que hay en el Hotel El Djaza’ir te retrotae a los años cincuenta y sesenta: las desgastadas sábanas, los agujereados manteles del restaurante, los amarillentos tapetes de punto que cubren las mesillas, la pintura descascarillada de los marcos, las lámparas de araña e incluso el hombre que está al frente del negocio, un señor de unos 70 años que se expresa a voces pero en un francés sin acento, y que, para más señas, fuma Gauloises.
Al oírle hablar con un cliente, tengo una sospecha.

-¿No habla usted árabe? -le pregunto.
-No.

-Entonces, usted es francés...

Jacques asiente, y de muy mala gana dice que en la ciudad quedarán diez o quince compatriotas suyos, y no más de ciento cincuenta en toda la provincia. Pero ahí se planta. No se deja arrancar ni una sola palabra más. Intento que me cuente cosas que, por edad, tiene que saber sobre la época colonial y la descolonización. Le sugiero que el país debe haber cambiado una enormidad, y todo lo que obtengo es un gesto elocuente y el silencio.
En su mirada me ha parecido ver un rayo de luz cuando le hablaba del pasado, que era también su juventud, ese tiempo en el que los franceses trabajaron para crear una sociedad que ellos creían mejor, aun sin contar con la opinión ni el apoyo de muchos de los que tambíen eran ciudadanos del país. Este fue, acaso, su error. Pero, ¿por qué se quedó Jacques en Mostaganem? ¿Qué le retuvo? ¿Por qué razón no siguió los pasos de tantos centenares de miles de colonos que se instalaron Francia? Quién sabe. Quizá para cuidar a unos padres enfermos, quizá para conservar unas propiedades, quizá persiguiendo un amor imposible... Jacques se llevará este secreto que con tanto celo guarda a la tumba.

-Disculpe –le pido antes de salir del hotel-: en mi habitación se ha terminado el papel higiénico...
-¡Pues utilice agua, ohlala!

Sentado en un café del centro, nadie me toma por extranjero. Mi pelo negro y mi tez morena me sitúan en el centro de la paleta de colores que uno encuentra en el norte de Argelia. Con razón anteayer la chica del ferry me tomó por argelino. Junto a sirios y libaneses, los habitantes de este país son uno de los pueblos más mezclados del Mediterráneo. Sirva de ejemplo el censo que se realizó en Orán en 1849: había más de once mil españoles, cerca de cinco mil judíos, cuatro mil seiscientos franceses, dos mil setecientos argelinos, mil italianos y otras quinientas personas sin clasificar.
Al anochecer, los comerciantes cierran puertas de forma precipitada y en media hora las calles quedan muertas. A partir de este momento, la ciudad se transforma. Personajes marginales, tenebrosos e intimidantes, se apoderan de la noche. Hombres con la cara sucia, espectros vestidos con ropas viejas, chillan desde el suelo donde están sentados, increpan a los automovilistas e incluso lanzan improperios a un par de agentes que están en el bar.
Comienza a llover, y entonces recuerdas las advertencias recibidas –“vigila por la noche”- y decides ir a cenar. Pero no hay restaurantes a la vista. Todo cuanto encuentras son pastelerías y salones de té, y tú caminas a paso vivo por las resbaladizas aceras, metes los pies en agujeros que las rácanas farolas te ocultan hasta que alguien te pone en el camino correcto. Comes, y al volver a la calle una niña de 10 años te aborda, escoltada por dos quichillos algo menores. “Vigila con los niños”, te han alertado también. La pequeña dice algo que, te justificas, te suena a cuento chino. Sabes que pide, que debe querer dinero, y, sin embargo, te resistes a parar. Temes que una sombra salida de la nada se abalance sobre tí. Y te vas.
Pero la niña no perdona. De repente, a tu espalda oyes su voz infantil transformada. Un sonido grave lanza sobre tí una maldición. Y sus palabras te duelen en el alma.

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  1. A primera hora de la tarde, subo a un autobús hacia el este. Jilali, el hombre que se sienta a mi derecha, trabaja en la construcción. ghazaouet

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