Gabriel Pernau

En bici por Marruecos, Argelia, Túnez, Egipto, Jordania, Israel, Palestina, Siria, Líbano y Turquía

"¡Quítate la camiseta"!


MEDENÍN-HOUMT SOUK, 70 km. (bici)
En una hora y pico me planto en la costa, empujado por un viento intenso que me lleva a través de un terreno desolado. El otoño avanza, pero hace calor. La temperatura no ha dejado de subir desde que llegué a Túnez. Si ayer llegamos a veintinueve grados, hoy alcanzaremos los treinta y cuatro. “Ya se sabe, el siroco”, me comentará un pescador.
Ante mí tengo el Golfo de Bou Grara, que, pese a su nombre, es casi un mar interior. Ocupa una lámina de agua de cuatrocientos kilómetros cuadrados entre el continente y la isla de Djerba, la de las quinientas mezquitas. Hace más de dos mil años contaba con dos salidas al mar. Sobre la oriental, desaconsejada para la navegación a causa de su escaso calado, los fenicios construyeron un dique y más tarde los romanos una calzada, de modo que la isla se convirtió en una península, y el golfo, en un puerto casi inexpugnable.
Gightis es un insignificante y remoto punto en el mapa que difícilmente llama la atención de quien visita un país que se jacta de contar con atractivos tan seductores como Cartago. Pero el azar lo ha puesto en mi ruta, y una frase que he leído en la guía me ha decidido a detenerme: “El sitio está desierto, frente al mar. La impresión de soledad es total”.
Igual de desierto está el acceso al recinto. En la taquilla no hay nadie. Bueno, sí: tras un edificio suenan unos dulces sones musicales, y allí encuentro, a las once de la mañana, al encargado, pegándose una dilatada siesta matinal.
Camino hacia la costa, y detrás de una colina, veo a un hombre que se protege del sol con un sombrero de paja. Es Mohamed, el responsable del lugar. Es arqueólogo y tiene 45 años. Hace dos días que no pasaba un turista por aquí, y tiene unas ganas locas de hablar. Me cuenta la historia de un puerto fenicio donde los romanos asentaron una base naval y una ciudad de quince mil habitantes llamada Leptis Sirta, la pequeña Sirta, porque la grande, la magna, se encontraba en Libia.
El sitio es como lo imaginaba: solitario, con los restos de un templo en lo alto de la colina que desciende, suave, hacia un mar casi blanco.
Mohamed hace dieciocho años que trabaja aquí y se lamenta de que sólo dispone de tres hombres, y de que, cuando hallan algo importante, las autoridades enseguida se lo llevan a El Bardo o a otros museos.

-Se gasta poco en cultura –se duele mientras paseamos sobre viejos mosaicos-. El dinero sirve para hacer hoteles, y como Gightis está mal señalizado, vienen pocos turistas. ¿Ve esas piedras amarillas? Los romanos las trajeron del Sáhara, y esas otras, más oscuras, procedían de Egipto. Y las columnas que faltan se las llevó la gente para construir sus casas -explica sin descanso. Baje por aquí; le mostraré las conducciones por donde pasaba el agua caliente de las termas.

Una vez abajo, un sitio oscuro, me levanta por los sobacos para que pueda ver unos conductos sin ningún interés.

-¿Quiere volver a verlos? -pregunta.
-Ya los he visto, gracias.

-Si quiere nos podemos quedar un rato –propone mientras yo me pregunto por qué se querrá quedar aquí.
-Prefiero salir -le respondo, incómodo.

Mohamed me conduce a la sombra de unas palmeras para protegernos del sol, insiste en que me quite la camiseta, lo que no hago, y luego me pregunta si estoy “cortado”.

-¿Cortado? –digo yo, comenzando a recelar.
-Sí; que si le han hecho la circuncisión. A mí me la hicieron de pequeño. Es una celebración importante en la vida de un musulmán. Dios dice que debe hacerse, y también se practica por motivos sanitarios, para que no se acumule líquido en el prepucio. ¿Quieres que te la haga? ¡Ja, ja, ja!

El tipo se está poniendo insolente. Me dice que es soltero, y cuando le pregunto si está casado y si tiene hijos, suelta: “¿Niños? Los niños son para comérselos, ¡ja, ja, ja, ja, ja!”.
A este hombre le debe haber tocado el sol en exceso. Se ha desprendido del recato árabe, pero aunque le dejo claro que vivimos en aceras distintas, insiste en que pase la noche en su casa.
Me despido de él y salgo hacia Jorf por un llano poco habitado y sin vegetación ni agricultura, con casas de una sencillez extrema.
En Jorf, la carretera queda cortada al llegar a un embarcadero. Djerba está en la otra orilla. Compro empanada rellena de verduras a dos niños casi negros y embarco.
La travesía es breve. El transbordador El Jazira surca, a media carga, unas aguas encalmadas, y el motor de la nave ahuyenta a negros cormoranes que se sumergen en las profundidades. Con nosotros van un coche con matrícula francesa, de las cercanías de París, una furgoneta cargada de calabazas y un anciano que conduce un ciclomotor con el casco ajustado encima del turbante.
En Adjim, un pueblecito de pescadores, me siento a comer en un local con cinco mesas. Dos hermanos bigotudos cocinan detrás de un mostrador. El más grueso me ofrece brik, una empanadilla igualita a las que hacían nuestras abuelas, con forma de media luna pero de un palmo, rellena de patatas, salsa de tomate, alcaparras, perejil y un huevo sin batir. El cocinero monta la pieza con todos los ingredientes crudos, huevo incluído, la cierra delicadamente con la ayuda de un tenedor, la pone a freír en un cuenco, y en pocos minutos tengo mi brik listo para comer.
Por si los referentes que me hacen sentir cerca de casa no bastaban, los hermanos inician una discusión de aúpa por algo que uno de ellos ha hecho mal. Cuando les pido bebida, bajan la voz por unos momentos, pero enseguida retoman una de esas disputas apasionadas que, más que hacer temer que acabe mal, demuestra lo mucho que se quieren.
Que los habitantes de Djerba sean tan viscerales como españoles, italianos o griegos no debería sorprenderme a estas alturas del viaje. Al fin y al cabo, la isla fue invadida por la mayoría de grandes civilizaciones mediterráneas. Por aquí pasaron griegos -Homero se refiere a este lugar como “la tierra de los lotófagos” en La Odisea-, fenicios, romanos, judíos, vándalos, bizantinos, árabes, catalanes, españoles y turcos.
No puedo evitarlo, me emociona encontrar pequeños rastros de nuestro pasado común a más de mil kilómetros de casa. Siento un pequeño placer al comprobar que mundos que se tienen por opuestos comparten reacciones humanas, alimentos tan insignificantes como una empanadilla o las trampas para pescar que se vendían a la entrada de Adjim, iguales a la que mi hermano Jordi y yo usábamos de pequeños.
Pero hay algo que me desconcierta todavía más: es lo distinta que es la costa del interior del país. Medenín y Adjim, separados por apenas cuarenta kilómetros, se parecen lo mismo que una zanahoria y una salchicha. La primera, polvorienta y rural, parece encontrarse a cuatrocientos kilómetros del mar. Y el sitio donde estoy, espontáneo y abierto, está en algunos aspectos más cerca de Nápoles o de Marsella que del pueblo donde he pasado la noche.
Djerba ha vivido siempre asomada al mar. Su historia está llena de peculiaridades que han configurado una comunidad singular, poblada por los mercaderes más prósperos del Magreb. La isla se benefició tanto de los contactos marítimos como terrestres. Fue un importante puerto de salida de las mercancías que transportaban las caravanas, aceite, oro, especias, pescado seco o esclavos, pero también tierra de acogida. Aquí buscó refugio una comunidad judía, una secta de fanáticos musulmanes que fueron reprimidos en todo el norte de Africa o infinidad de corsarios que convirtieron el lugar en su campo de operaciones. Para unos era un sitio apartado donde vivir sin problemas; para otros se encontraba lo bastante cercano al canal de Sicilia como para perpetrar sus ataques sin preocuparse de que nadie les viniera luego a buscar.
Llego a Houmt Souk después de cruzar la isla de sur a norte por una carretera llana como una mesa de billar. Ante mí tengo el imponente castillo de Bordj El Kebir, que se levanta donde antes hubo otra fortaleza, obra, cómo no, de los romanos, que el almirante Roger de Lloria se encargó de restaurar y reforzar en 1289. La estructura actual, erigida en el siglo XV por un sultán, fue reforzada más tarde por corsarios turcos y por los españoles.
¿Qué buscaban los españoles tan lejos de las costas peninsulares? Los hombres de Barbarroja habían hecho de Djerba un fortín inexpugnable, una verdadera isla de piratas desde la que sembraban el terror en el Mediterráneo occidental. A los mandos de Dragut, los corsarios habían tomado el peñón de Argel, Túnez y Bizerta. Así que Carlos V y Andrea Doria constituyeron una alianza y, en 1560, españoles, napolitanos, franceses y caballeros de la Orden de Malta atacaron Houmt Souk.
Pero la expedición fue un fracaso estrepitoso. Con la ayuda de los turcos, Dragut masacró a cinco mil españoles, y con sus cráneos hizo una pirámide junto al fuerte que nadie se atrevió a tocar hasta que, en 1848, el Bey de Túnez mandó enterrarla.
El montículo todavía existe, y una placa recuerda la triste suerte de aquellos hombres.
A escasos metros, en una costa baja y rocosa, pequeñas barcas de vela latina se deslizan sobre unas aguas lisas al impulso de un suave viento terral.
A continuación está el puerto, reservado a embarcaciones de recreo, a veleros para pasear a turistas y a barcas de pesca de mayor calado. Por el suelo hay centenares de ánforas atadas a cabos, una forma de pesca del pulpo que inventaron los griegos.
Desde una barca, un pescador me recrimina a gritos, brazos en alto, que le haya sacado una fotografía. En eso, los habitantes de Djerba se diferencian poco del resto de musulmanes. Los fieles de Alá aborrecen las fotos. La religión prohibe la reproducción de figuras humanas o de animales, los seres que el Todopoderoso ha creado.
Y no será porque los isleños estén poco acostumbrados a la diversidad religiosa o a la visita de extranjeros. En otoño hay poco turismo, pero cuando el calor aprieta, su aeropuerto se llena de charter cargados de turistas y de inmigrantes que vuelven a casa a pasar las vacaciones o a asistir a bodas.
Ante la bonita iglesia blanca, con dos campanarios, que encuentro en una plazuela, un tendero explica que “la comenzaron a construir los malteses, pero la acabaron los franceses. Aquí hay muy buena convivencia entre todos”.
También el sitio donde duermo está casi vacío. Hace más de trescientos años que el Hotel Arisha hospeda a viajeros. En este antiguo caravanserai reposaban las caravanas y sus preciadas cargas al finalizar sus travesías por el desierto. Es un edificio cuadrado, con un gran patio central, hoy lleno de flores. Antaño, la planta baja se reservaba para los animales de tiro, mientras que en las cuarenta habitaciones que hay en las dos plantas superiores se alojaban las personas.
El Hotel Arisha ha sido remozado en fechas recientes. Han pintado las paredes de un atractivo color naranja, han puesto juegos de cama y muebles decorados con motivos geométricos, pero el alma del lugar, el espíritu de los miles de viajeros que descansaron en sus alcobas, pervive. Incluso la llave para acceder a mi habitación, rudimentaria y de formas toscas, parece del siglo XVII. Mide quince centímetros y pesa por lo menos doscientos gramos.
Hasta que me duerma, esta noche soñaré despierto imaginando las aventuras que las cuatro paredes que me rodean podrían explicar. Historias de sufrimiento y de heroísmo, de miserias y de riquezas, de ventiscas y de insolaciones, de asaltos y de muerte, de alegría por haber llegado hasta Djerba sanos y salvos.

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