Gabriel Pernau

En bici por Marruecos, Argelia, Túnez, Egipto, Jordania, Israel, Palestina, Siria, Líbano y Turquía

Por tierras de Abdelkrim



TARGUIST-ALHUCEMAS, 74 km. (bici)
Hoy es jueves, el día en el que, iluso de mí, esperaba llegar a Melilla. Mi plan era más que precipitado: en la ciudad autónoma tenía que embarcarme en el ferry de Trasmediterranea de las dos y media de la tarde para así llegar a Almería a tiempo de pillar, un minuto antes de la medianoche, otro ferry que, seis horas más tarde, me dejaría en la costa argelina.
Mis intenciones son, ahora, más realistas. Me conformo con llegar mañana a Melilla, saltar a la Península y, pasado mañana, subirme al fast ferry que cubre el trayecto Almería-Orán.
Quiero hacer mucho en poco tiempo. Comienzo a mentalizarme de que éste será el viaje de las renuncias, y me sabe mal. Para infundirme ánimos, me repito lo que me dijo Hamid: “Tú no puedes hacerte a la idea de la constancia que hay que tener en Marruecos para conseguir algo”.
La carretera atraviesa fértiles valles donde crecen cereales, olivos e higueras, granados y chumberas. Dispersas por el territorio, hay multitud de casas pintadas de bellos colores, azul o verde, muy frecuentes en la decoración bereber, aunque mi preferido es un muy intenso azul añil. Son douares, la construcción de planta cuadrada característica del Rif. Cada vivienda es una pequeña fortificación. Las escasas aberturas exteriores disponen de trabajadas rejas de hierro forjado y todas las estancias dan a un patio central, al que vierten sus aguas los tejados.
Más vistosa es la ornamentación de algunos de los vehículos que me adelantan, decorados con inifinidad de adhesivos, flores de plástico que cuelgan de los parabrisas y cortinas de colores.
La carretera es casi toda de bajada, y, a buena velocidad, adelanto a una adolescente que vuelve de la fuente en un burro cargado con dos recipientes de plástico llenos de agua. El animal se asusta al verme aparecer de forma repentina en su campo de visión, tuerce a la derecha con un movimiento brusco y casi se despeña por un barranco.
La chica sonríe, sin embargo. Impertérrita, ha dominado su montura a la perfección.
El mar resplandece en la lejanía, y, a medida que bajamos, el terreno se torna más áspero e ingrato. En el valle y junto a la carretera crecen eucaliptos, pero fuera de esta línea verde, el entorno está arrasado. A la entrada de un pueblo, unas docenas de mulos pacen entre hierbajos mientras sus propietarios discuten precios en el mercado semanal.
Ya en el llano, un viejo desdentado con birrete de color verde, me señala la ruta más directa a Alhucemas.

-Allez, allez! –me despacha-. Y buena ruta.

Las facciones del anciano responden al arquetipo del rifeño que la prensa satírica española de fines del XIX y principios del siglo XX repitió, en forma de caricatura, hasta la saciedad: cara chupada, piel cetrina y arrugada, ojos oscuros y pequeños en unas órbitas aún más profundas y oscuras, nariz aguileña…
Los marroquíes y los rifeños nunca han gozado de muy buena reputación en la Península. En el libro La imagen del magrebí en España, Eloy Martín Corrales concluye que tenemos una visión “ennegrecida” de nuestros vecinos del sur desde la Reconquista y, en especial, desde el siglo XVI, cuando “los corsarios musulmanes llenaron de esclavos (europeos) los puertos del sur del Mediterráneo”.
El màximo distanciamiento entre ambos mundos fue durante la guerra de Marruecos. El conflicto se desencadenó en junio de 1921, nueve años después del inicio del protectorado español, cuando las tropas rifeñas mandadas por un arrojado Abdelkrim atacaron Annual de forma inesperada y mataron a veinte mil soldados. Las crónicas hablan de ríos de sangre, de cabezas cortadas, de olas de resentimiento desencadenadas y de unas consecuencias que nadie supo o pudo prever.
Abdelkrim no era ni un ignorante jefe tribal ni alguien de quien se hubiera podido sospechar. El líder de los insurgentes gozaba de toda la confianza de los colonizadores. Se había criado con ellos, era uno de los suyos o, mejor, uno de sus moros domesticados. Hijo de buena familia y hombre de estudios, dirigió el suplemento árabe del diario El Telegrama del Rif y trabajó al servicio de la metrópolis como subinspector de Asuntos Indígenas.
Abdelkrim sostuvo la guerra con España durante varios años. Para combatir los refuerzos enemigos que llegaban del norte, el líder rifeño buscó la ayuda y el reconocimiento de las potencias europeas y, pese a su desigual suerte en el ámbito diplomático, su nombre y su causa pronto obtuvieron resonancia internacional.
Francia no pudo mantenerse al margen de un conflicto que amenazaba con contaminar a la vecina y muy productiva Argelia. Así que ante el anuncio de la inmediata caída de Fez, París firmó un acuerdo con Madrid para lanzar un contraataque de gran envergadura, el mariscal Pétain se hizo cargo del mando militar conjunto y medio millón de hombres desembarcaron en Africa apoyados por casi medio centenar de escuadrillas de aviones de combate.
El 27 de mayo de 1926, Abdelkrim se rindió. Los franceses lo capturaron en Targuist. El orgulloso jefe de los Beni Ouriaghel, el hombre que fue a la guerra para reclamar la independencia de su tribu y acabó proclamando la república independiente del Rif, fue deportado a la isla de Reunión. En esa colonia francesa pasaría dos décadas. Cuando, en 1947, el gobierno galo le autorizó a viajar a París, el incombustible guerrillero aprovechó una escala técnica del avión para fugarse. Refugiado en El Cairo, hizo numerosos y enardecidos llamamientos en favor de la lucha por la independencia en el norte de Africa. Abdelkrim rechazaba la presencia colonial europea, pero también el dominio árabe. Así que cuando Marruecos se vio libre de la dependencia extranjera, su hostilidad a la monarquía alauí le impidió regresar al Rif.
Mohamed ben Abdelkrim El Jatabi murió en El Cairo a los 81 años de edad, y quizá para ganarse a los rifeños, quizá para apoderarse de un mito, Hassan II mandó repatriar su cadáver a Marruecos.
El hombre era ya una celebridad, considerado uno de los precursores del nacionalismo magrebí y un teórico del enfrentamiento armado. Desde Europa, en cambio, Abdelkrim fue durante mucho tiempo la personificación misma del diablo, poseedor de los peores defectos que podía tener un africano.

Alhucemas se abre a poniente de una extensa bahía de aguas azules y de una costa inusualmente llana.
A la entrada de la ciudad, dos policías me dan el alto. Se trata de uno de esos controles en los que, hasta hace pocos años, los agentes pedían dinero al primero que pasaba con la excusa de que le faltaba un documento o de que un intermitente le hacía la perla. Ahora, la mordida sólo se practica con los marroquíes y con los inmigrantes que en verano vuelven a sus aldeas.
Con seriedad, un agente hojea mi pasaporte mientras el otro observa a distancia la bicicleta. La forma rutinaria de pasar páginas se torna en caras de sorpresa al descubrir la cantidad de visados con caracteres árabes que lleva estampados, y con las más amplias sonrisas y buenos deseos, se me abren, como por arte de magia, las puertas de la ciudad.
El lugar es lo bastante grande y moderno como para que en las próximas horas no eche en falta ninguna comodidad. La villa es un centro turístico que en agosto atrae hasta sus playas a peninsulares, melillenses y marroquíes. En un céntrico hotel de la calle Mohamed V –el abuelo del actual rey-, el recepcionista presume, con un desparpajo tan rifeño que casi parece andaluz, de que habla español, francés, inglés e italiano.

-¿Y esta foto? -pregunto señalando el póster que tiene a su espalda.
-Esto es el Alcatraz marroquí. Sí –aclara al ver mi cara de extrañeza-, el peñón de Alhucemas. Aquí había una cárcel española.

Ahora recuerdo. Es uno de los otros perejiles, uno de esos pedruscos que por su diminutez, ni aparecen en la mayoría de mapas. El peñasco que muestra la foto medirá poco más de cien metros y se eleva, como un bajel anclado cercano a la costa, veinte o treinta metros sobre el nivel del mar.
Aquí viven todavía unos cuantos militares –prosigue el señor-. Les traen la comida y el relevo en helicóptero una vez por semana desde Melilla.

-Es como Alcatraz, sí, pero el peñón no es marroquí –le provoco.

Ahmed, que así se llama mi recepcionista, no muerde el anzuelo. Cambiando de tema, dice que España tiene cosas buenas y cosas malas, y vuelvo a animarme al ver el cariz que toma la conversación. Los últimos días sólo he conocido a una persona que fuera mínimamente crítica, y parece que he encontrado a otra dispuesta a hablar: “España tiene cosas buenas como el fútbol –decepción; sólo hablaremos del Real Madrid y el Barça-, y cosas malas –¡esto se anima, esto se anima!-, como los toros”.
No hay tu tía. No le arrancaré ni una opinión crítica, ni contra España, ni contra Europa, ni contra las injusticias del mundo, ni contra sus gobernantes. Nada.
Le digo que España tiene otras cosas malas, además de los toros, pero él aguanta el tipo. No le moverán. Soy un extranjero, su huésped. Por nada del mundo diría algo que pudiera molestarme. Ahmed se siente responsable de mi bienestar hasta que me marche. Así le han enseñado que se debe comportar y así se comportará.
Subo a mi habitación y, tras una rápida ducha, salgo a comer, pescado frito en el más que correcto restaurante La Brise du Mer.
A las cuatro y media abre el Cyber Club de la calle Mohamed V, uno de los numerosos cafés cibernéticos de Alhucemas, y a esa hora ya hay un hombre que juega al ajedrez electrónico, dos chicos que, en un rincón, ocultan la pantalla de miradas indiscretas y una mujer hierática como una estatua que teclea el ordenador sin perder la compostura. Mientras unos se divierten y otros se conectan al mundo, yo mando mensajes, leo cuatro noticias en un diario y pago.
Bajo paseando hasta un bonito mirador sobre el mar. A la derecha se extiende la bahía de Alhucemas, y en la misma mano, algo más cerca, un acantilado coronado por casitas y una mezquita. A sus pies está la hermosa playa del Quemado, así bautizada después de que, en 1922, una plaga de langostas arrasara la región y los vecinos de lo que era un pequeño puerto quemaran montañas de rastrojos para combatir la invasión.
A lo lejos, descubro el peñón, un diminuto islote coronado por edificios blancos. La visión impresiona. Debe ser una tortura vivir un temporal de levante allí dentro, verse obligado a soportar, día y noche, la estampida de un mar embravecido chocando una y otra vez contra las rocas, soportar el enloquecedor ulular del viento sin tener un lugar silencioso en el que resguardarte.
La isla y dos islotes cercanos pertenecen a España desde 1673, cuando una escuadra comandada por el príncipe de Montesacro la ocupó con el propósito de expulsar a unos corsarios que la habían convertido en su base de operaciones. En una superficie rocosa y algo más grande que un campo de fútbol llegaron a vivir más de trescientas personas.
España posee otros minifundios en la zona, como el Peñón de Vélez de la Gomera, que nada tiene que ver con el apellido Vélez, con gomas ni con gomeras. El nombre es una derivación castiza de la antigua ciudad de Bades, que se encontraba en la costa, y a la que se añadió el nombre de la comarca.
Vélez de la Gomera es uno de aquellos sitios sin otro interés actual que el de poder colocar sobre él una bandera. Fue ocupado en 1508. La invasión se justificó por la existencia de piratas que saqueaban las costas andaluza y levantina. Añádase a ello que en 1496 Fernando el Católico había prohibido a sus súbditos practicar el corso, y que su esposa Isabel encomendó a sus sucesores no cejar en “la conquista de Africa e de puñar con la fe contra los infieles”.
Los referidos infieles, o fieles de Mahoma, recuperaron la isla en 1522 y degollaron a toda su guarnición, pero pocas décadas más tarde, los españoles la volvieron a recuperar e instalaron en ella una prisión. El peñón, que está a pocos metros de la costa, fue asediado varias veces. Tan peligrosos como los rifeños resultaban las epidemias de peste y de fiebre amarilla. En ocasiones, la situación de los reclusos hacinados llegó a ser tan extrema que se permitió a los prisioneros que lo desearan probar suerte en tierra firme, donde quizá tendrían alguna esperanza de sobrevivir.
La tercera y última posesión española en la costa oriental marroquí son las islas Chafarinas, ese archipélago del que tanto habíamos oído hablar de pequeños y que nunca, hasta ahora, habíamos sabido encontrar en el mapa. La más grande de ellas mide novecientos metros de largo por quinientos de ancho. Se llama El Congreso, mientras que sus hermanas pequeñas fueron bautizadas en 1848, año de su incorporación al reino, como Isabel II y El Rey. Se encuentran veintisiete millas al este de Melilla, y están pobladas por miles de aves migratorias y por unos cuantos soldados de paso.
En el puerto de Alhucemas, centenares de gaviotas revolotean, excitadas, bajo un amarillento cielo crepuscular mientras unos carpinteros de ribera apuran los últimos minutos de sol para calafatear cascos viejos con brea o para montar grandes esqueletos de madera a golpe de martillo.
Vuelvo a la ciudad ya de noche por una empinada cuesta. En las plazas hay corros de gente charlando, grupos de chicas que pasean cogidas del brazo, padres que persiguen a chiquillos que se escapan y multitud de personas que come pipas. Estoy en Marruecos, pero la costumbre de salir a pasear o a tomar el fresco recuerda escenas similares vistas en Andalucía, a las noches de tiovivo y manzanas azucaradas de mi infancia o a las madrugadas de cafés espresso y gelatti de Italia. Y aquí la gente lo hace junto al Instituto Español de Alhucemas, en cuya fachada todavía reinan el viejo cartel de la Misión Cultural Española en Marruecos, Colegio Jovellanos y el escudo preconstitucional.
En el hotel encuentro a Ahmed. El recepcionista y sus amigos se interesan por mi viaje, y les cuento el fastidio que me supone tener que ir a la Península para, al cabo de unas horas, volver a cruzar el Mediterráneo en dirección a Argelia. Uno de ellos jura y perjura que la frontera está abierta, que por lo menos tiene que estarlo para un europeo. Y otro, como no queriendo llevar la contraria, quizá para verme contento, le da la razón.

-Pero es mejor que no vaya a Argelia –aconseja un tercero-. En Marruecos los comerciantes te arrastran a su tienda para que compres, pero no te hace daño. Allí es distinto.
-En todas partes hay gente mala –respondo. Y en esto me dan la razón.

-Pero Argelia... -insiste el más escéptico, con cara de preocupación.

Por el hall del hotel Maghreb el Jadid pasan dos mujeres que llaman poderosamente la atención. Visten ropa occidental, van maquilladas de forma vistosa y su perfume se huele a tres metros. Al rato entra una chica sola, cubierta por un grueso abrigo de cuero rojo, y a los cinco minutos una mujer gruesa que hace equilibrios sobre altos tacones, antes de ponerse a despotricar porque el ascensor no funciona. Luego llegan algunos hombres, adolescentes en su mayoría, muy repeinados y discretos.
Pregunto qué pasa arriba, si hay alguna fiesta de la que no me he enterado, y Ahmed responde de forma concisa: “Van a la terraza del cuarto piso. Ya sabe: un hombre, una mujer...”.

2 comentaris:

  1. Y aquí la gente lo hace junto al Instituto Español de Alhucemas, en cuya fachada todavía reinan el viejo cartel de la Misión Cultural Española en Marruecos, Colegio Jovellanos y el escudo preconstitucional. ghazaouet

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  2. Y otro, como no queriendo llevar la contraria, quizá para verme contento, le da la razón. click

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