Gabriel Pernau

En bici por Marruecos, Argelia, Túnez, Egipto, Jordania, Israel, Palestina, Siria, Líbano y Turquía

Madrugada alhucemeña



ALHUCEMAS-NADOR-MELILLA-ALMERÍA, 154 km. (autobús), 22 km. (bici), 180 km. (ferry)
¡Pipipí, pipipí, pipipí! ¿Qué es eso? ¡Pipipí, pipipí, pipipí! Oh, no... el despertador. Qué sueño, por favor... ¡Pipipí, pipipí, pipipí! Son las cuatro de la madrugada; tengo que levantarme. ¡Pipipí, pipipí, pipipí! No puedo quedarme dormido. Debo estar en Melilla a primera hora de la tarde. ¡Pipipí, pipipí, pipipí!
A tientas, llego a la estación empujando la bicicleta por las todavía oscuras y solitarias calles de Alhucemas. A hora tan intempestiva como la presente abre la oficina de la compañía de autobuses.
Compro galletas y un zumo de frutas en un tenderete de comida y, soñoliento, me siento junto a un hombre vestido con babuchas y una elegante chilaba blanca. Enmedio de la oscuridad, un invisible aparato de radio nos trae noticias de un mundo lejano. Un locutor de Radio Exterior de España informa, con voz cansina, de la inminente renovación de los Pactos de Toledo y de la tercera reforma de la Ley de Extranjería, medidas con las que se pretende que los españoles tengan mejores coberturas sociales y regular el flujo de extranjeros que se instalan en el país.
La silenciosa madrugada alhucemeña es quebrada primero por la llegada de una furgoneta de la Sûreté Nationale, de la que se bajan un policía de paisano y un chaval de 12 años con las manos esposadas, y diez minutos más tarde, por la súbita irrupción del coche de línea que nos llevará a Nador. De repente, todo el mundo se moviliza. Del vehículo, aún en movimiento, salta el revisor, que de forma autoritaria reparte órdenes, abre maleteros y expide billetes. Tres vendedores de bebidas abordan con sus cestos a los pasajeros que bajan a hacer pis mientras el hombre de la oficina y el conductor descargan cajas de aceite para automóvil, calzoncillos, cintas de cassette y material hospitalario. Los paquetes salen del maletero volando y caen al suelo de cualquier forma.
Cargo yo mismo la bicicleta y corro a buscar asiento junto a una ventanilla. El policía de paisano y el joven reo que custodia han tomado ya posiciones unas filas más adelante, y con una ocupación casi del cien por cien, este autocar, que hace al tiempo funciones de transportista y de furgón policial, arranca con el mismo ímpetu con el que ha llegado.
Engranando velocidades con la celeridad de un fórmula 1, el conductor nos aleja de Alhucemas mientras un sol perezoso comienza a despuntar sobre la bahía. Mar y cielo se funden en una fantástica sintonía de tonos plateados.
Enfilamos hacia el sur, remontando el curso del esmirriado río Nekor y el embalse Abdelkrim por una ruta malísima. La carretera es tan estrecha que, cuando nos cruzamos con algún vehículo, éste tiene que retroceder para dejarnos paso. Las cabezas de los numerosos pasajeros que intentan dormir van pegando tumbos a izquierda y derecha. Nadie dice nada; hay pocas ganas de hablar.
Al cabo de una hora larga, superamos un puerto de montaña, giramos hacia el este y el terreno se torna más amable. A través del frío cristal veo tierras de cultivo y edificios bereberes con cenefas geométricas en las fachadas. Talamagait, Kassita, Midar... Las casas de los pueblos por los que pasamos, de hasta cuatro pisos, se levantan como setas aisladas, con las paredes a los cuatro vientos, como queriendo preservar la independencia familiar.
Por delante del vehículo cruzan viandantes despistados, ciclistas y conductores de viejas Vespino y Derbi Variant. Y a diferencia de lo que sucede en el centro, sur y occidente del país, no hay banderas marroquíes ni retratos del rey en las calles.
Ya en Nador, al ir a bajar del autobús, un hombre mayor señala mi riñonera y hace un gesto con la mano, explícito, simulando el robo de una cartera. “Shukran”, agradezco.
Me voy directo al banco. En el estatal Banco de Marruecos, me atiende el director de la oficina en persona, que anota mis datos en un documento para que una chica los introduzca en el ordenador. La oficinista tiene dificultades, y él la aparta de forma suave pero firme de la pantalla y completa el trabajo. “Monsieur  Gabriel -me llama- ya puede pasar por caja”.
El cajero es una de aquellas personas con nervios de acero y meticulosidad puntilllosa capaz de exasperar a cualquiera. Ya se sabe, a la hora del cierre no puede faltar ni un céntimo.
Me desespero tras la reja que me separa del contable, viendo todo lo que hay que hacer para que me dén mis sesenta y cinco euros. A saber: rellenar otro documento, contar los dirhams que el director ya había contado, sacar un fajo de euros de la caja y extenderlos sobre una mesa, apartar los billetes que me tiene que dar, volver a amontonar los euros restantes, contarlos, guardarlos en un sobre y devolverlos a la caja, escribir en el registro la salida de mi suma. Y vuelta a empezar con las monedas...
Estoy de los nervios. Y aún tengo que llegar a Melilla. Dentro de dos horas sale el ferry para Almería.
“Todo legal”, me ofrece la mano el director una vez finalizado el enojoso trámite. Recojo los ocho dirhams que me han sobrado, doy las gracias al policía que se ha quedado vigilando la bicicleta, y me incorporo a una autovía de dos carriles en dirección a la ciudad autónoma.
Repaso los sitios adonde tengo que ir cuando llegue: a la caixa, al súper, a correos, al quiosco y, sobre todo, a información turística, por si fuera verdad aquello de que la frontera argelina está abierta. Pedaleo junto a una albufera que los españoles bautizaron como Mar Chica y que los marroquíes llaman Sabkhat Bou Arg, dejo atrás el desvío que conduce al Cabo de las Tres Forcas y el puerto de Nador, y llego a la frontera.
Será cosa de dos minutos, me digo, un simple formulismo. Al fin y al cabo, hoy es viernes, día festivo del calendario musulmán, aunque el oficial en Marruecos sea el domingo.
¿Dos minutos? Cuando digo que vengo de Tánger, ya la tengo liada. He cruzado el Rif: soy sospechoso. Y voy en bicicleta: sospechosísimo, pues.

-Vacíe las bolsas -ordena un policía.
-¡Qué! ¿Dónde?

-Aquí; en la acera.

Me pongo nervioso. Con lo que me cuesta hacer las alforjas de forma ordenada cada día, con lo meticuloso que intento ser para evitar la suciedad, y me dice que lo vacíe todo en el suelo. No hay duda: la he cagado. Quizá aún pueda dar con un remedio, de todas formas: busco en la riñonera la carta de presentación escrita en árabe que me escribió Kamel, el traductor jurado palestino que conocí en Barcelona, para salir indemne en situaciones como ésta, pero no la encuentro. La debo tener al fondo de la alforja derecha, con las guías y los mapas.
Rabioso, maldigo mi imprevisión, y el policía se percata de mi estado. “¡Bingo! –debe pensar-; hoy encuentro un alijo y me apunto un mérito ante mi superior”. Y ya no es sólo él quien me apremia para que descubra, por fin, el contenido de riñonera y alforjas. Se unen a nosotros otros dos agentes, que, en cuanto abro cierres y cremalleras, violan la intimidad de mis escasas pertenencias. Lo revuelven todo, la pastilla de jabón, los pins que llevo a modo de obsequio, el tabaco: y esto qué es, y eso para qué sirve... Se aprovechan de su autoridad. Para ellos es como un juego, un juego cruel.
“¿Seguro que no tiene nada que declarar?”, insisten sin disimular lo que se divierten.
Tengo que pararlos, evitar que la situación –o alguna de mis cosas- se escape de mis manos. Abro la bolsa estanca donde llevo la documentación, revuelvo papeles y por fin encuentro la carta de Kamel.
El policía del bigote lee el papel con interés y me lo devuelve, ya sin reír pero con cara de desdén. “Dejadlo, chicos”, parece que ordena. Y de forma milagrosa, los policías se alejan un metro de mí y de la bicicleta.

-Vigile con el pasaporte -me advierte uno.
-¿Acaso no son ustedes policías? –respondo.

-Sí, pero pasa mucha gente por aquí, y en un descuido...

Mi descuido ha sido perder la calma, no haberme sabido mantener firme, ponerles las cosas tan fáciles.
He perdido mucho tiempo, entre bancos y fronteras. Sólo falta hora y media para la salida del ferry.
Ya en Melilla, pido por la oficina de turismo a un policía municipal, que me manda a la Delegación del Gobierno.
La sede de este organismo es moderna, con una decoración a base de grandes espacios abiertos sin tabicar, puertas transparentes y profusión de maderas claras. En su interior reina el ambiente de sano compadreo propio de una ciudad pequeña donde todo el mundo más o menos se conoce.
“¿A Argelia, quiere ir? Ay, chiquillo; ¿qué quiere ir a hacer, usted, allí?”, pregunta, entre sorprendida e incrédula, con un acento muy andaluz, la mujer que atiende en la entrada, tapando con una mano el auricular del teléfono.
Le cuento mis intenciones, y viendo que la cosa se alarga, dice a su interlocutor: “Juani, ahora te llamo”.
Desconoce si la frontera está abierta. Un árabe que aguarda en una silla cree que sí, mientras que los jóvenes funcionarios que hay en el interior aseguran que sólo se permite el paso por razones laborales o humanitarias.
Me suena el móvil, pierdo la llamada, y al ir a devolverla, mi teléfono deja de funcionar. “No sufra”, me tranquiliza la señora, que llama a sa amiga Juani, experta en celulares, y en dos minutos vuelvo a tener el aparato en funcionamiento.

-Oiga, pero con el visado argelino que usted tiene debería embarcar en el puerto de Alicante, no en Almería -me advierte un funcionario.
-¿Y de dónde lo ha sacado? –comienzo a desesperar.

-Mire, aquí en su pasaporte pone Alicante.

Y, en efecto, pone Alicante, que es donde me expidieron el visado. Pero, ¿y si tiene razón? Durante una hora trataré de contactar con la embajada alicantina de Argelia, sin obtener más comunicación que un persistente tu-tu-tu, tu-tu-tu.
No tengo más tiempo. El ferry parte en menos de una hora.

-¿Su nombre? -pregunta el taquillero del puerto para hacerme el pasaje.

Le doy mi nombre, pero, sea porque mi apellido le suena extraño, sea por mi morenez, me toma por marroquí.

-Venga –manda saleroso-; déme el pasaporte porque no sé cómo se pone el acento –bromea-. Vaya, si es Pernau -se sorprende nada más abrirlo.
-Sí, ¿verdad que es fácil?

-Cuídese -aconseja en el momento de entregarme la tarjeta de embarque.

Subo por la rampa de los coches y, sin necesidad de que abra el maletero, un perro de la Guardia Civil olisquea alforjas, ruedas y riñonera, y embarco en el Ciudad de Badajoz.
Me dejo caer en un banco y –“¡buf!”- suspiro. He llegado por los pelos. Las dos y media, ya. El barco, libre de sus amarras, se separa del muelle y encara la bocana del puerto.
Siempre con prisas... Este viaje es estresante. He pasado por Melilla casi sin verla. En las afueras de la ciudad había una plaza polvorienta por lo menos igual de degradada que algunos de los peores sitios que he encontrado en Marruecos, con decenas de inmigrantes indocumentados que dormían en bancos rodeados de una insufrible cantidad de basura y cajas de cartón. He visto también infinidad de militares, casas cuarteles encerradas detrás de un muro de tres metros y kilómetros de alambradas, un club marítimo muy concurrido y un bonito teatro del año 1928.

-!Ding, dong! Señoras y señores pasajeros: la compañía Trasmediterránea les da la bienvenida a bordo. Les informamos que el restaurante permanecerá abierto hasta las tres menos cuarto de la tarde -se anuncia por los altavoces.

Ni siquiera tendré la posibilidad de ver Melilla desde el mar, porque estoy hambriento. “¡Ding dong!”. És el último aviso para ir a comer, advierte una amable señorita, en castellano, francés e inglés. Megafonía no facilita ni una información en árabe pese a ser ésta la lengua de por lo menos un tercio de la población melillense y de una parte muy significativa del pasaje del ferry. Los precios de los menús y los productos de las tiendas, en cambio, sí se anuncian en árabe, porque a la hora de pagar, en eso sí, todos somos iguales.
El barco viaja casi vacío. En su interior se respira un aire menos opresivo que en los últimos días. Hay chillidos espontáneos, mujeres que discuten en voz alta, chicas con camisetas de tiras y militares de paisano que se estrechan la mano de forma patosa, sin poder disimular su aire marcial.
Navegamos en un mar encalmado mientras la costa africana se desvanece lentamente por el horizonte. En menos de dos horas asomará por nuestra proa la vieja y opulenta Europa. Me encuentro entre dos mundos, diría Alí Bey. Y es verdad que en pocos sitios del planeta formas de vida tan opuestas chocan con tanta brutalidad. Pero, ¿cómo se puede entender esta lejanía a pesar de tanta proximidad? ¿La religión lo explica todo, como desde siempre lo hemos querido ver? ¿Cómo es posible que, desde 1492, los europeos y nuestros vecinos del sur hayamos circulado casi siempre por caminos paralelos pero en sentido opuesto, sin llegarnos nunca a encontrar? ¿Cómo es posible que la renta de un país sea casi trece veces superior a la del otro? ¿Cómo esperar que tan abismal desproporción sea aceptada con normalidad por los más pobres? Y nosotros, los del norte, ¿hasta cuándo seguiremos viviendo de espaldas a esta realidad? O todavía más: ¿hay alguna esperanza de que algún día caminemos juntos?
Preguntas y más preguntas. Siempre haciéndote preguntas. Viajas para conocer y encontrar respuestas, y por cada interrogante que logras responder, otros diez quedan abiertos.
Quizá las dos chicas árabes de las camisetas de colores y acento andaluz que se pelean con el televisor para poder ver su telenovela favorita encuentren algún día respuestas.
A esta hora, la única certeza es que la primera etapa del viaje se acaba. Nos dirigimos hacia el país de la “reprimida morería” a la que se refería Lorenzo Silva en su libro Del Rif al Yebala. En pocas horas, Marruecos no será más que un recuerdo lejano que sólo tu cuaderno de notas podrá hacerte recordar.
Argelia me aguarda, pero ¿podré entrar?

2 comentaris:

  1. En su interior se respira un aire menos opresivo que en los últimos días. ghazaouet

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  2. Hola amigo... ¿Me permitirías usar esta foto de la bici y los carteles de carretera para un manual de traducción que estoy escribiendo?
    Gracias.

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