Gabriel Pernau

En bici por Marruecos, Argelia, Túnez, Egipto, Jordania, Israel, Palestina, Siria, Líbano y Turquía

Puro Mediterráneo


IZMIR-DIKILI, 135 km. (bici)
Cansado y con sueño. Así llego a la monumental estación de autobuses de Izmir. Tengo el cuerpo roto, y el recinto es... para perderse. Hay ciento cincuenta muelles para que los vehículos descarguen pasaje y equipajes, unos cuantos bares y un incesante hormigueo de gente.
No hay tiempo que perder. Mi autobús ha llegado a las nueve de la mañana, más tarde de lo que preveía, con lo que ya he perdido tres horas de sol. Y los días son desesperadamente cortos, a finales de noviembre.
Desayuno en una cafetería, me visto de ciclista en un lavabo y arranco. El camino a seguir es fácil, pero me pierdo en un cruce de pasos elevados. Salto un terraplén arrastrando la bicicleta, y ya estoy en la carretera.
Izmir se encuentra al fondo de una profundísima bahía con forma de ele. Aquí se dice que nació Homero, aunque el mismo honor se lo disputan otras seis ciudades. Lo que con toda certeza hay en la antigua Esmirna son soldados de la OTAN, como atestiguan los numerosos vehículos militares que se ven.
Los próximos días tendremos la compañía constante del mar, del Egeo primero, y del de Mármara antes de llegar a Estambul. Pero los primeros veinticinco kilómetros, por una autovía de tres carriles atestada de camiones, son un suplicio urbanizado difícil de soportar. El tema es tan decepcionante que estoy tentado de esperar a que llegue el día 27 tumbado en una playa.
Por suerte, la cosa mejora. Sólo quedan cinco horas de luz solar, pero a pesar de ello, en el kilómetro cuarenta me detengo en un bonito merendero. El dueño es de Trabzon, una ciudad del Mar Negro cercana a Georgia, y le hace mucha gracia saber que estuve allí en 1996. Devoro en un santiamén la carne picada que ha colocado y prensado en un pincho con los dedos, hasta dejarla convertida en una especie de cirio con formas geométricas, y salgo volando.
El señor del restaurante me ha dicho que hay treinta kilómetros hasta Bérgama, pero llevo ya veinticinco y aún estoy lejos.
La costa es una sucesión de pequeñas bahías. Las desembocaduras de los ríos, llenas de cañaverales, se confunden con las aguas marinas, increíblemente quietas y en cuyo fondo picotean unos flamencos.
El litoral ofrece un refugio seguro cada pocos kilómetros. Junto a la carretera mismo se amarran barcazas y cargueros de cincuenta metros sin necesidad de diques de protección. Con razón los griegos poblaron estas costas, tan favorables para la navegación y para fondear sus naves cuando el meltem, el furioso viento del norte, arreciaba sin compasión.
El paisaje es puro Mediterráneo. Por mi derecha desfilan un cementerio rodeado de cipreses y olivos milenarios que rebosan aceitunas. Saco la cámara para hacer una foto, pero... la pila se ha terminado. En mala hora.
El pueblo de Çandarli aparece ante mí como una imagen congelada. Se levanta junto a una bahía sin movimiento, con una playa de piedra gris, callejuelas de piedra, una pequeña fortificación, casitas pequeñas y blancas y lo que parece un campanario emergiendo sobre ellas. Las gentes, muy tranquilas, hablan en voz baja, y por un momento me siento transportado a la muy cercana Grecia.
Yo no me marcho sin hacer unas fotos. Quiero capturar esta imagen, llevarme su luz y color por dondequiera que vaya, como diría Serrat. De esta forma, cuando esté en casa, con sólo mirarla podré regresar a Çandarli cuando quiera.
Un señor me acompaña, servicial, por varias tiendas del pueblo, pero no tenemos suerte. No hay pila. Me conformo con sentarme en un banco junto al mar, embobado por tanta quietud, tratando de retener esta belleza en mi memoria.
Sigo hasta el pueblo siguiente, convencido de que será todavía más bonito. Recorro los últimos quince kilómetros del día por una carreterita deliciosa que sortea olivos y modestas casas de campo mientras los perros ladran a mi paso.
Cuando de repente, al doblar una curva, una aparición espantosa anuncia el tipo de sitio que me espera. Horrendos bloques de apartamentos me reciben a mi llegada a Dikili, que no es el pueblecito de pescadores que esperaba sino una localidad turística. Maldigo mi mala suerte mientras salgo de la carretera para regar un árbol. Y, encima, al volver a la bicicleta, un neumático bajo indica que acabo de pinchar. ¡Mierda! ¿Por qué no me habré quedado en Çandarli!
Sustituyo la cámara con la última luz del día mientras en el pueblo estallan petardos y fuegos artificiales.
Entro en Dikili a oscuras, y Tom, un hombre de 27 años, me ofrece una buena habitación. El recepcionista se alegra de tener un huésped europeo. El año pasado visitaron el pueblo cincuenta mil turistas, de los que sólo cincuenta eran extranjeros, asegura.
Ceno en un restaurante cercano que me aconseja, el único, dice, donde tienen pescado fresco. “Es donde van los políticos”, añade para avalar su recomendación.
De regreso al hotel, me aclara que Tom es su “nombre inglés”. El turco soy incapaz de retenerlo. “No te preocupes; a todo el mundo le pasa”, me disculpa.
Sentados ante un té de manzana, cuenta que es de un pueblo de Anatolia. Estuvo allí hace unos días, con motivo del Ramadán, y tuvo una experiencia “mágica”: le pidió a su padre que le hiciera una lista con las seis personas más pobres, y él compró una bolsa con alimentos para cada una de ellas. Fue casa por casa a entregarlas y las familias le prometieron que si algún día él necesitaba algo, ellas serían las primeras en ayudarle. Tom se sintió muy feliz. “Estaba más cerca de dios”, afirma golpeándose el pecho.
Por ahora se conforma con llevar el hotel, pero Tom ambiciona algún día poder trabajar de guía turístico, que para eso estudió. “Ve a Lesbos -me recomienda-; es precioso”. Los turcos tienen muy limitado el acceso a la isla pese a que se encuentra a una quincena de kilómetros de la costa. Y tampoco a los griegos se les permite pisar el continente. Sólo un mes al año se autoriza a unos y otros a cruzar esta exigua frontera marina. Durante ese tiempo, los helenos vienen a Turquía de compras y los turcos de origen griego aprovechan para conocer la tercera isla más grande de Grecia, probar el que se considera el mejor aceite del país y visitar a los familiares que aún conservan.
Lesbos y la práctica totalidad de islas del Egeo pertenecen a Grecia desde 1920, cuando se firmó el tratado de Sèvres. Dicho pacto suponía la desaparición del imperio otomano y concedía a Atenas la soberanía de, entre otras, Lesbos, Chíos, Icaria, Samos, Kos y Rodas, pero también de la franja litoral de la península anatólica. En Turquía, el expansionismo griego despertó un movimiento nacional que, bajo la batuta del joven general Mustafá Kemal, el futuro Ataturk, reintegró a la nueva república todos los territorios continentales y masacró a parte de la población griega. En 1923, el Tratado de Lausana estableció el intercambio de población en aras de evitar conflictos futuros. Un millón y medio de griegos abandonaron Turquía y cuatrocientos mil turcos renunciaron a seguir viviendo en Grecia.
Pero por lo visto el intercambio no fue total. En pueblos como Çandarli o Dikili, numerosas familias siguen siendo griegas a pesar de que hablan turco. Y, para asegurarse de que no olvidarán sus raíces, los repetidores de televisión de Lesbos apuntan hacia esta disputada costa.
“¿Europa? Pues claro que estaremos en la Unión Europea, en cuatro o cinco años –afirma Çaril, desbordando optimismo-. ¿El conflicto de Chipre? Está a punto de resolverse. El problema es que los griegos quieren toda la isla, y nosotros creemos que puede seguir dividida. Pero las relaciones entre los dos países han mejorado mucho. Los griegos nos ayudaron cuando Estambul sufrió un terremoto, y nosotros les ayudamos después cuando otro seísmo afectó a Grecia”.

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