Gabriel Pernau

En bici por Marruecos, Argelia, Túnez, Egipto, Jordania, Israel, Palestina, Siria, Líbano y Turquía

Soli no cree en Israel


JERUSALÉN-TEL AVIV, 73 km. (bici)
“¿Qué te ha parecido, Jerusalén? ¿No crees que todo el mundo está un poco loco?”.
Es Lothar, que ha venido a verme antes de que me vaya. Debía hacer rato que me esperaba. Ayer supo que soy periodista y, mientras desayuno en el comedor-cripta del hotel Tabasco, me cuenta una premonición fantástica, algo que tengo derecho a saber.
El alemán sabe cómo será el fin del mundo, el apocalipsis. Lo saben él y los centenares de médicos de una red, esparcida por todo el mundo, con quienes el alemán querría contactar. Y, por supuesto, un periodista como yo debe estar al corriente de tan extraordinaria profecía. Por eso me la cuenta: “Los videoclips musicales, con toda su carga de violencia, sexo y perversión, nos anticipan lo que va a suceder. Son señales. La Biblia es un libro tecnológico, y la producción y la industria gobiernan el mundo cuando la prioridad de los gobiernos tendría que ser ayudar a la gente. ¿Y el Vaticano qué hace, mientras? Amontona dinero gracias a las multinacionales del tabaco y del alcohol. De verdad, Gabriel: nos acercamos al fin. Habrá una gran explosión y ésta se producirá en Jerusalén”.

-¿Y eso cuándo sucederá? -le pregunto, muy serio.
-El fin de todo será en 2012.

En la cartulina que ha pegado en una pared, encima de su altar, el alemán ha dibujado Jerusalén en el centro del planeta, y en órbita alrededor de él giran como satélites las palabras drogas, dinero, industria... “¿Ves el mundo? –con las manos, el recepcionista dibuja un globo terráqueo perfecto en el aire- ¡Puf! Ya no existe; se ha esfumado. Eso es lo que pasará”.
El hombre se queda más tranquilo después de revelarme su secreto.
Me voy a ver a una persona con más contacto con la vida terrena. Es un periodista, Joan Cañete Bayle, corresponsal de El Periódico en Jerusalén  Es joven, y se siente a gusto en la ciudad. Por supuesto que hay momentos angustiosos, reconoce. Sufre durante los desplazamientos, cuando teme verse enmedio de una emboscada o en el punto de mira de un francotirador. Pero casi más insoportable és el asedio constante al que él y sus compañeros se ven sometidos desde el bando hebreo. En el clima de crispación extrema que se respira en el país, resulta casi imposible tener un criterio objetivo, dice. Periodistas, cooperantes y diplomáticos europeos son acusados de ser propalestinos, y a menudo tachados de antisemitas.
Joan se defiende: “La situación es de guerra civil. Pero cuando vives aquí y te das cuenta de la desproporción de fuerzas a favor de los israelíes, y de que, a pesar de los ataques suicidas, las víctimas son en su mayor parte musulmanes, reconoces quién es el agresor. Informamos de todo, de los que se inmolan en un autobús y de las represalias, pero el estado de Israel nos trata de forma injusta y recibimos multitud de presiones. Una vez, en la frontera me acusaron de espía y me dejaron en calzoncillos. Y a otro corresponsal español, muy crítico con el gobierno de Sharon, le montaron una página web en la que le acusaban de ocultar el Holocaustro y de hacer apología del terror. La primera imagen de la web era una muñeca con un cinturón de explosivos”.
Cañete me orienta sobre cómo moverme en esta minúscula y codiciada porción del planeta. Voy a topar con numerosas carreteras cortadas, controles militares y la imposibilidad de acceder a algunas zonas. Me recomienda visitar los territorios ocupados, para que entienda mejor de qué me habla. “De todas formas, –me tranquiliza-, ten en cuenta que un día cualquiera en Ciudad de Méjico mueren más personas asesinadas”.
Es un consuelo, me digo. Pensaré en ello cuando me estén apuntando.
Es mediodía. Sólo existe una vía directa hacia Tel Aviv, pero es una autopista, y por allí no puedo pasar en bicicleta. De modo que debo dejar Jerusalén en dirección a Ramala, adentrarme en Cisjordania y luego incorporarme a una carretera que me conducirá a la costa.
“Yo por allí no me metería; podrían dispararte”, me aconseja un veterano ciclista a quien encuentro pedaleando por las calles, desérticas a causa del sabbat. Sigo adelante, de todas formas. Por algún sitio tengo que abandonar esta ratonera.
A los pocos kilómetros encuentro un check point, lleno de soldados armados, alambradas y con bloques de hormigón atravesados sobre el asfalto. No hay las habituales colas de los días laborables y, sin detenerme, me encuentro circulando por tierra cisjordana, sobre una carretera plagada de socavones y, como que aquí no es fiesta, calles atestadas de mayores y niños que vuelven de clase. El paisaje tiene ese aire de campo de minas que transmiten las televisiones de todo el mundo con demasiada frecuencia. Por todos lados hay charcos y polvo, viviendas de cemento inacabadas, montañas de escombros. Los taxis, con matrículas de color verde, llevan a ocho o nueve personas en su interior.
Alguien me silba y, al girarme, veo a un chico que me amenaza con una piedra. No pasa nada, pero estoy intranquilo. La sensación de que en cualquier momento puede suceder algo es constante. Hay muchos cruces, además, y pocas señales. Pregunto por la carretera de Tel Aviv en una gasolinera, y al cabo de un cuarto de hora veo el acuartelamiento militar que me habían anunciado, una fortaleza presidida por una gran bandera israelí, plagada de antenas y cámaras de televisión.
Llego a la altura de la autopista y, sin importarme si puedo circular por ella, me meto dentro saltando un badén. Numerosos accesos a la vía rápida están cerrados por montículos de tierra, no fueran a tener los árabes la tentación de utilizarla.
Supero otro check point y dejo atrás los poco autónomos territorios palestinos, y de repente todo cambia. Aqui ya no hay torres de vigilancia, cuarteles y zanjas, sino caminos bucólicos en los que florece la genista, jóvenes jinetes con sombrero de cuero, reservas naturales a las que las familias acuden con relucientes todo terrenos y viveros de plantas de cuyo interior salen señoras cargadas de flores.
Los pinares me acompañan hacia el llano, mientras sobre el horizonte se recortan los rascacielos de Tel Aviv, inmensas torres de cristal que han proliferado en las últimas décadas gracias a las inversiones de multinacionales como Sheraton, Hilton, Carlton o Toyota.
Los barrios periféricos están bien urbanizados, con numerosas zonas verdes y avenidas generosas. La capital financiera de Israel tiene un aire californiano, con hombres rubios vestidos con shorts que podan setos, locales de comida rápida y casas con aire acondicionado rodeadas de césped.
De nuevo junto al Mediterráneo, después de diez días de separación forzosa, me siento a descansar en el paseo marítimo. Sopla viento de poniente, que aquí viene de mar, y que como el levante de nuestras costas, es húmedo y racheado. Unas docenas de tablas de windsurf se deslizan, paralelas a la costa, levantando estelas de espuma, mientras los tripulantes de un velero arrían la mayor en la bocana del puerto deportivo.
El contraste entre esta realidad y la de este mediodía es tan turbadora que me llego a preguntar si no he sido teletransportado a otro planeta. La visión de los jóvenes bronceados jugando con las olas podría ser la imagen de cualquier país próspero, pero no hay que ir muy lejos para descubrir que es casi una ficción. Al pasar por unas sombreadas terrazas frente al mar, un detector de metales se interpone en mi camino y me recuerda que estoy en Oriente Próximo. “Lo siento”, se disculpa el hombre al verme contrariado, “pero es mi obligación”.

-Las apariencias engañan -asegura Soli una vez me he instalado en el hotel en el que trabaja-. Tampoco para los judíos la vida es fácil. Setecientas mil personas viven muy bien, pero el resto, unos cinco millones de personas, tienen grandes dificultades para llegar a fin de mes. Muchos hoteles han cerrado a causa de la debacle del turismo, y todo está carísimo. Son necesarios tres mil shekels al mes para vivir (unos ochocientos euros). ¿Y quién da trabajo a alguien de más de cincuenta años como yo? Nadie, te lo aseguro, Gabriel. Si me dices que en Barcelona hay trabajo, me vengo contigo ahorita mismo.

Soli vivió en la abundancia la mayor parte de su vida, y ahora sufre para evitar el deshaucio. Aunque nacido en Egipto, vivió cuarenta y cinco años en Venezuela. Pertenecía a una de las dos mil familias judías del país, gente rica, dice. Salomón –éste es su verdadero nombre- fue a una universidad privada, se hizo ingeniero textil y se casó con una mujer riquísima. Su suegro, rumano, había levantado un imperio de la nada. Llegado a Sudamérica en los años diez, había comenzado vendiendo sostenes de puerta en puerta, y con los primeros ahorros compró su primer terreno, a los que siguieron otros muchos. Al cabo de los años, había amasado una verdadera fortuna.
A Soli todo le iba viento en popa, rodeado de propiedades, coches y servicio doméstico.
Pero las cosas se torcieron. Se divorció de su rica esposa y con la crisis de los años noventa se arruinó. No pudo hacer lo que muchos compatriotas suyos, que se refugiaron en Estados Unidos. Emigrar a Israel, la opción que los de su clase denostaban, fue su única salida.
Y aquí sigue desde hace cuatro años, cobrando una mísera pensión y limpiando habitaciones.

-¡Que si los judíos americanos quieren vivir en Israel? –repite, incrédulo, mi pregunta este israelí forzoso-. ¡No! Aquí vienen sólo de visita. ¿Por qué iban a venir? Están mucho mejor en Estados Unidos.

Soli no cree en Israel. Nunca creyó en la viabilidad del estado hebreo, pero menos ahora. “Muchos judíos nacidos aquí emigran. La gente tiene miedo, se siente insegura. A las seis de la tarde, se encierran en casa hasta el día siguiente. Date cuenta que estamos rodeados. El día que Irán, Iraq, Jordania, Siria, Libia y Egipto se pongan de acuerdo, nos aplastarán como a escarabajos. Y en Israel cada día hay más árabes. Para que no se nos coman, el gobierno deja entrar a los rusos sin asegurarse de que son judíos. Demuestran que lo son con un certificado falso, y ya son un millón. Pero tres cuartas partes de ellos son cristianos. De manera que si a los algo más de cinco millones de israelíes le restas musulmanes y cristianos, te quedas con sólo un millón de judíos”.
Seguramente exagera las cifras, este egipcio-venezolano-israelí, pero una parte de razón debe tener. Un vistazo a las librerías rusas de la calle Allenby corrobora la existencia de numerosos rusos que no son judíos. En todas venden tantos libros de cristianismo como de judaísmo, e idéntica situación se repite en ciudades como Haifa o Afulá.
La identidad nacional y social de Israel es compleja, con unos orígenes que se adentran en los túneles más profundos de la historia. En otra librería, un cartel colgado en la puerta anuncia que “se hablar (sic) castellano, yidish y cordobés”, lo que es una forma muy sui generis del propietario de reivindicar sus ancestros sefardíes. Lástima que esté cerrada. Los descendientes de los judíos expulsados de la Península constituyen el segundo colectivo en importancia del país. Son religiosos y radicales, muy celosos de sus costumbres. Paradójicamente, el ladino, el idioma judeoespañol que conservaron durante los cinco siglos que vivieron en el norte de Africa y en Estambul, se pierde a marchas forzadas. Un sefardí cincuentón a quien conocí en el Muro de las Lamentaciones me aseguró que, en su casa, sólo su abuelo, de 88 años, todavía lo habla.
El hebreo se impone como vehículo de comunicación único entre todos los habitantes. ¿De qué modo, si no, se entenderían gentes llegadas de Polonia, Hungría, Alemania, Gran Bretaña, Francia, Estados Unidos, Venezuela, Marruecos, Túnez, Etiopía, Yemen o Turquía hace menos de una generación?
A la que se va el sol, el centro de Tel Aviv queda tan aburrido como los pueblos de Marruecos o de Túnez. Mientras en un cajero automático dos sin techo se aprestan a pasar la noche sobre un lecho de mantas y cartones, en un supermercado que abre las veinticuatro horas del día un vigilante recorre mis sobacos y mi entrepierna con un detector de metales. En el interior, unos rusos compran botellas de vodka y dos bellas etíopes hojean revistas del corazón.
Compro el Jerusalem Post y me siento en una solitaria terraza de una de las principales avenidas de Tel Aviv. Un joven camarero de aspecto asiático me sirve un plato picante mientras me dispongo a leer el periódico. Veamos qué dice: un anuncio insertado por una organización femenina avisa que “la civilización occidental, tal como la conocíamos, está en peligro de extinción si los musulmanes toman el poder”. Otro, éste de una entidad llamada Víctimas del Terrorismo Árabe, insta a la necesaria “separación de judíos y árabes basado en la ley de la Torá para garantizar la supervivencia del estado judío”. Una separación, añaden, que no se basa en el racismo, sino en el realismo.
Y en una entrevista al presidente portugués, Jorge Sampaio, el periodista pregunta sobre la posibilidad de que Portugal devuelva las propiedades requisadas a los judíos... ¡en 1497!
Madre mía; en qué país más extraño me encuentro.

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