Gabriel Pernau

En bici por Marruecos, Argelia, Túnez, Egipto, Jordania, Israel, Palestina, Siria, Líbano y Turquía

Ramadán, segundo día


ALEJANDRÍA, BALTIM, 150 km. (bici)
La conversación de ayer con Antonio me dejó tocado. El mensaje que me transmitió este doctor en Economía Política no es el que esperaba encontrar en la otrora cosmopolita y, según creía, tolerante Alejandría. Presuponía que una sociedad que ha sido siempre diversa habría encontrado, después de tanto tiempo, algunas de las claves para la convivencia. Pero ese hombre docto y viajado, que se declara fan de Bush y de Isabel la Católica, me hablaba de inminentes guerras santas, de recelos, desconfianzas y matanzas. Yo me resistía a creer que ése es el devenir que nos aguarda en Europa.
Antes de iniciar el viaje creía tener algunas ideas sobre lo que es el mundo árabe, y suponía que en dos meses por el norte de Africa y Oriente Próximo éstas se reafirmarían. Vine hasta aquí con la confianza de encontrar muchos puntos en común con los países del Mediterráneo norte, y salvo algunas menudencias, hoy sólo soy capaz de ver diferencias, sociedades cerradas y mujeres con velo. Cada una de las sociedades por las que transito es tan compleja, que tengo la sensación de estar arañando sólo la superficie, de que nunca llegaré a ver qué se esconde dentro.
Sin duda llegué a Marruecos con una idea demasiado formada de cómo tenían que ir las cosas. Y los prejuicios nunca son buenos compañeros, sean éstos negativos o positivos. Me doy cuenta del error infantil que cometí al presuponer que el viaje sería así o asá.
La vida nunca es como la esperábamos. Aunque ésta es también la gracia del viaje, que no lo escribes tú, sino que tiene un guión escrito que sobre la marcha el camino te va dictando.
Y la señora de la limpieza que no deja de rechistar... El día que llegué ya me dejó claro que ella había hecho la cama y fregado el suelo: “Money”, repetía, mientras movía los dedos índice y pulgar para que le soltara la pasta. Le dije que le daría el dinero el último día. Y ahora, justo después de recoger mis cosas y dejarle unos billetes sobre la mesilla de noche, descubro que me ha deshinchado los neumáticos. La muy...
Decimos adiós a Alejandría sin la locura de tráfico de los últimos días. Se oye, eso sí, el permanente concierto de claxons que interpretan coches, furgonetas y camiones. ¡Pip, pip! ¡Mec, mec! ¡Moc, moc! En Egipto, que debe ser el país más ruidoso del mundo, lo importante no es que te vean, sino que te oigan. Los propietarios equipan sus vehículos con bocinas de una potencia inaudita. Los motos montan cláxones de coches, los coches de camión, y los camiones, aparatos ensordecedores que parecen sirenas de barco. Será por eso por lo que los conductores circulan con las luces apagadas: para no fundir sus viejas baterías.
El larguísimo paseo marítimo, paralelo a una sucesión de edificios art déco y neoclásicos, conduce a una zona de baños de principios de siglo adonde vienen a romper olas de un metro, y, quince kilómetros más allá, en Montaza, se levanta un imponente palacio de los años veinte, con profusión de ventanas, porches y galerías, torres, glorietas y escaleras. Fue la residencia de verano del rey Fuad, el mismo sitio en el que el actual presidente recibe a los altos dignatarios extranjeros que le visitan. El complejo está rodeado por casi cincuenta hectáreas de jardines que me autorizan a recorrer en bicicleta mientras decenas de jardineros hacen su trabajo.
Cerca de aquí, hacia el este, está la bahía Abú Qir, donde la flota de Napoleón fue derrotada en 1798 por el almirante Nelson, y donde, sólo un año más tarde, salió victoriosa contra los turcos que comandaba Mustafá Pacha.
Me interno en el norte del delta siguiendo una señalización deficiente, y casi siempre sólo en árabe. Durante un rato me acompañan fábricas de pesticidas, refinerías y pozos de petróleo sobre el mar, hasta que llego al lago Idku, menor de lo que señala el mapa a causa de la sobreexplotación que sufre el Nilo.
La relación de los egipcios con el río ha variado con el paso del tiempo. Antes de la construcción de Asuán, el agua era un bien caprichoso, abundante o escaso según la estación. Pero desde que la presa regula el caudal, el país ha dejado de valorar el precioso bien líquido que fluye hacia el norte desde lo más recóndito del continente africano. Su consumo ha aumentado hasta límites insostenibles. Los augurios más pesimistas prevén que, en cincuenta años, Egipto, Sudán y Etiopía habrán multiplicado su población por cuatro. Si por entonces no se han tomado medidas drásticas, faltará agua.
Antonio, que, por fanático que sea, es también doctor en Economía Política, lo decía claro: “Egipto podría ser autosuficiente con el millón de barriles de petróleo que produce. El problema es que nuestros recursos, de petróleo y de todo, son para cuarenta millones de personas, no para setenta”.
Lo que no faltan son palmeras. A finales de octubre ha comenzado ya la recolección de dátiles. Los hombres se encaraman a los árboles con un cinturón de cuero que los mantiene sujetos al tronco por la cintura y, una vez en la base de la copa, cortan grandes racimos que dejan caer al suelo.
Circulo por una autopista que no aparece en el mapa, y al cruzar el puente sobre el brazo izquierdo del Nilo me asaltan las dudas. Podría girar a la izquierda e irme a Roseta, la ciudad donde se encontró la piedra grabada que permitió descifrar la escritura jeroglífica. Sería una forma de acortar la etapa de hoy. Si no, debo seguir recto, avanzar por el delta y confiar en encontrar un hotel, algo incierto a la vista del tamaño de los pueblos que he pasado.
 “Salam aleikum”, saludo a un soldado que vigila el “kubra”. Pero el muchacho no entiende nada de lo que le digo. Igual suerte corro con el hombre vestido de paisano, con pinta de jefe, que, echado en el asiento trasero de un todo terreno, lee el periódico.
Finalmente, me conducen ante un joven oficial de ojos azules, que deja el libro sagrado que leía para atenderme. Con aires de general, el militar coge el mapa que le muestro, se pone las gafas y lo estudia durante unos minutos, pensativo, mientras sus hombres le rodean en silencio. Al fin habla, en inglés, despacio: en Sidi Salim, donde quería ir, no hay hotel, de modo que debo dirigirme a un lugar que se llama Balim, o eso me parece entender a mí.
La carretera pasa por los últimos palmerales, donde una grúa carga palmeras en un trailer con destino a Europa, y se interna en un desolado mar de arena. La cinta de asfalto se pierde en un horizonte límpido como los cielos tramontanales, y yo pedaleo titubeante durante media hora con la única compañía de unos pocos coches americanos de los años cincuenta y de algunos camiones, siguiendo un canal y las obras de un oleoducto.¿Seguro que voy bien? La brújula indica que sí, pero según el mapa tendría que haber encontrado algún pueblo, cruces, más curvas, algo.
Pero no hay nada, ni pueblos ni vegetación.
Estoy desconcertado. A lo lejos me parece adivinar la presencia de unas velas. La liamos: el lago Burullus tendría que estar a mi izquierda, no a la derecha. Recorro diez kilómetros más y por fin comprendo. Estoy siguiendo una carretera nueva. He estado avanzando por la estrecha lengua de arena, de más de setenta kilómetros, que, por el norte, separa a la inmensa laguna del mar.
Ello significa que mi destino no es un inexistente pueblo llamado Balim, sino Baltim. Y no me faltaban cuarenta kilómetros para llegar, como el general que custodiaba el puente aseguraba, sino más del doble.
Pero la presencia de las velas blancas que se mueven, esbeltas y silenciosas, detrás de unas casas de barro, a pocos metros de la carretera, es tan seductora, que me olvido de prisas. Abandono el asfalto, paso junto a chozas, abrevaderos y encañizados, y alcanzo la orilla. Estacadas a tierra descansan dos barcas de diez o doce metros de eslora pintadas de verde, rojo, amarillo y azul, mientras una veintena de velas triangulares surcan unas aguas aceitosas a escasa velocidad. ¡Qué maravilla! Tienen mástiles altísimos, de por lo menos veinte metros, finas botavaras y una forma sorprendente: son anchísimas y de poco calado, con la cubierta cerrada para poder guardar las artes de pesca en su interior.

-¿Faluchos? -le pregunto a un hombre con túnica blanca que me contempla.
-La; barca.

-¿Barca? -repito.

Esto sí que es curioso. Ahora resulta que los veleros del norte del delta se llaman barca. Y no es, ésta, palabra que venga del árabe, sino del latín. Un indicio más de la herencia, en buena medida aún por descubrir, que los intercambios entre los pueblos mediterráneos han dejado en lugares tan apartados como la orilla norte del lago Burullus.
El señor me propone ir a dar un paseo en velero. ¿Ahora?, le pregunto desencajado. Me busco excusas como que no tengo tiempo o que va a oscurecer, pero la tentación es tan grande, el sitio tan encantador –la superficie del agua rizada, las cañas inclinadas por el viento, el piar de los pajaritos-, que no me hago suplicar.
De un brinco, salto a la barca antes de que se arrepienta, y cuando ya espero que suelten amarras, el señor me dice que a ésa no, que suba a la pequeña canoa que hay al lado, a la que ellos llaman falucho. Tengo una pequeña decepción, pero da lo mismo. Detrás mío viene un niño armado con una caña de cuatro metros, que me lleva a pasear un rato y me devuelve a tierra.
Varios niños descalzos saltan, alegres, a mi alrededor. Les regalo unos pins, y me lo agradecen tanto que el señor de la túnica blanca, emocionado, insiste en que me quede a cenar con ellos. Muy serio, agradezco la invitación e intento explicarle que debo seguir hasta Baltim. Y el señor, sonriente, parece comprender.
“¡Balim, Balim!”, me gritan los niños del embarcadero, que me siguen, divertidos, mientras abandono el pueblo.
La carretera pasa ahora por otros pueblos sin nombre que no figuran en el mapa y que hasta la reciente construcción de este eje viario debieron permanecer en el más absoluto aislamiento. Son de una sencillez extrema, sin luz ni agua corriente, con madres sentadas en cuclillas a las puertas de sus casas sacando piojos a sus retoños. Las mujeres llevan ropas de vivos colores, un pañuelo en la cabeza que les cae sobre los hombros y, encima, un sombrero de paja chato. Muchas de ellas son de piel y ojos claros, y las supongo descendientes de europeos, de esclavos cristianos o bien de marinos naufragados, siglos atrás, en estas peligrosas costas. O, quién sabe, ¿por qué no pudieron ser ellos los primeros pobladores del lugar?
La lengua de arena que separa la laguna salada de Burullus del Mediterráneo se estrecha hasta convertirse en una franja de treinta metros, con una playa a mi izquierda y el lago, que es un parque natural, pegado al asfalto por el otro lado. ¿Y Baltim? Todo recto, indica un hombre que pesca con una pequeña red sujeta por dos palos.
En el horizonte, atisbo unas alturas que apenas sobresalen sobre la infinita planicie y, media hora más tarde, cruzo el puente bajo el que las aguas de la laguna se funden con las del mar. Estoy en El Burg, un pueblo pesquero bastante grande rodeado de agua por tres de sus costados. La playa que da al mar interior está infestada de barcas con mástiles que pinchan el cielo, mientras que en el puerto multitud de barcos a motor aguardan el momento de hacerse a mar abierto.
A las cuatro y media de la tarde, el sol se acerca al ocaso. Los conductores detienen sus vehículos y sacan fiambreras del maletero mientras un hombre escala una duna de cincuenta metros con una alfombra verde sobre la espalda. Todo el mundo corre hacia sus casas. Yo también; no quiero que la noche me caiga encima.
En el cruce de la carretera que conduce al pueblo más septentrional de Egipto, sucede algo que no acierto a entender: dos muchachos sostienen, alegres, una pancarta mientras otros hacen señas a los vehículos para que se detengan. Pregunto por el funduk a un hombre, que me indica hacia allí y me entrega una bolsa con alimentos. Ahora comprendo: los baltimeses están aquí para entregar comida a los que, por motivos laborales, romperán el ayuno lejos de sus familias. Un gesto espontáneo y generoso que me enternece. Para mí, también es el mejor regalo que me podían hacer, porque sólo he comido cinco dátiles desde las seis de la mañana.
Ya en el pueblo, un ciclista me acompaña hasta un complejo turístico frente al mar.
La recepción del Hotel Cleopatra está llena de clientes henchidos de felicidad. Son los ocupantes de un autocar de El Cairo que mañana, a las cuatro y media de la madrugada, iniciará el largo camino hacia La Meca, adonde llegarán dentro de tres días. Los peregrinos van acompañados de un periodista de la televisión anglófona Nile TV y están impacientes. Caminan de un lado a otro dejando pasar el tiempo. Hablan, diría que de trivialidades, reunidos en grupos, llaman por teléfono o salen a la calle y vuelven a entrar. No pueden estarse quietos. Se nota que es el viaje más importante de sus vidas, de los que han hecho y de todos los que harán.
“Aquí estoy yo, Dios; presente ante vosotros, delante de vosotros”, gritarán cuando vean la Kaaba a lo lejos, en un gesto de ofrecimiento a Alá que culminará su vida de creyentes en la ciudad donde nació el profeta. Y no estarán solos. Junto a ellos habrá dos millones de fieles como ellos, vestidos con sábanas blancas sin costuras, procedentes de todos los rincones del planeta.
Una vez aclarado que aunque hablo inglés no soy americano, los camareros insisten en que me siente a comer en una gran mesa alargada que han dispuesto en el centro del comedor para los peregrinos. Pero me da reparo. No voy muy presentable, que digamos, después de ciento cincuenta kilómetros.

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