Gabriel Pernau

En bici por Marruecos, Argelia, Túnez, Egipto, Jordania, Israel, Palestina, Siria, Líbano y Turquía

"Señor, ¿quiere un dulce?"


BALTIM-DAMIETA-PORT SAID, 88 km. (bici), 61 km. (autobús)
La alegría ha desaparecido del rostro de mis anfitriones. Cuando he bajado todo el mundo dormía, algunos en recepción, enrollados con mantas hasta la cabeza para protegerse de los mosquitos. Sobre las mesas del comedor hay restos de comida, botellas medio vacías, servilletas y manteles sucios. Son los rastros del pantagruélico ágape nocturno que se ha servido mientras yo dormía, imprescindible para poder soportar un largo día de ayuno sin que las fuerzas flaqueen.
Al regresar de mi paseo matinal por la playa, los veo aparecer con unas ojeras horrorosas y cara de pocos amigos. Por su aspecto diría que han descansado mal. Sus cuerpos todavía no se deben haber habituado al rigor que impone el mes del Ramadán. Tienen sueño, pero la vida sigue, y hay que trabajar.
A las ocho de la mañana, soy el único que come, bebe y fuma, a salvo de miradas indiscretas, tras una celosía. Aunque en lo del tabaco, alguno se salta la norma. A la terraza del hotel llega un hombre que esconde un cigarrillo tras la palma de la mano.
Algo cansado, me subo de nuevo a la bicicleta. El viento sigue soplando a favor, empujándome a través de un casi deshabitado mar de dunas, levantando remolinos de arena que se deshacen con la misma rapidez con la que se han formado. Lo que permanece invariable es la poca fiabilidad de mi mapa. En él no aparecen ni la carretera que seguiré durante buena parte del día ni un par de ciudades de tamaño considerable, nuevas e industriales.
Tras dos horas de camino, cruzo un par de canales y el paisaje recupera el verdor y los palmerales de ayer. Las casas de té que hay junto a la calzada están desmanteladas por falta de clientela. “Salam aleikum”, grito dos veces sin obtener respuesta en una que parece estar abierta. Sobre una mesa, ha quedado una partida de dominó a medias, así que me siento a esperar.
Me siento en una silla hasta que aparecen dos mujeres mayores, que me sirven un té y galletas y se sientan junto a mi mesa. Me observan con curiosidad; quieren saber de mí. Es la primera vez que me encuentro en una situación como ésta. Me gusta poder hablar con ellas, contarles, con mucha mímica y pocas palabras, que viajo en bicicleta, que ayer salí de Alejandría y que hoy espero llegar a Port Said. Ellas se pegan un hartón de reír, y mientras lo hacen, para mis adentros me pregunto si harían lo mismo de estar sus maridos aquí.
Una vez colmado de atenciones femeninas, me despido de las damiselas, me subo a mi montura y, tras pasar junto a refinerías de petróleo, una planta de gas natural instalada por Unión Fenosa y algunas fábricas, llego a Damieta.
La ciudad está situada en la desembocadura del brazo oriental del Nilo y tiene una cantidad inusitada de carpinteros. El centro es un batiburrillo de calles y más calles llenas de carpinterías y tiendas donde se fabrican y venden sillones, armarios, cajoneras, estanterías, perchas y espejos, colgadores y marcos, con multitud de almacenes de madera y aserraderos. Con los muebles que veo en una hora se podrían amueblar varias ciudades como ésta, no precisamente pródiga en bosques.
Tal vocación carpintera es una herencia del pasado. Egipto ha importado la madera del extranjero, mayormente de Líbano y Turquía, desde el tiempo de los faraones.¿Y dónde iban a parar esos troncos procedentes de las islas y las costas del mar Egeo que ya vieron Ibn Battuta en el siglo XIV y Potocki cuatrocientos años más tarde? Pues a puertos como el de Damieta, el segundo en importancia del país, que con el tiempo se especializó en el trabajo de la madera y en su venta río arriba.
Y ahora a comer, que no quiero que me pase como ayer. Pero, ¿cómo hacerlo en una ciudad que está de ayuno sin ofender a nadie? Si, sólo llegar, me he detenido a beber agua y un señor me ha reñido: “¡es Ramadán!”, me ha recriminado, aunque luego ha visto que era extranjero y se ha disculpado.
Los restaurantes tienen las persianas echadas, pero el dueño de un local que sirve comidas preparadas me permite pasar al interior y comer un plato de legumbres y otro de verduras al módico precio de dos libras, unos veinticinco céntimos de euro.
A las dos de la tarde tomo un autobús que pasa junto a un lago el doble de grande que Burullus, pero sin pescadores ni veleros y, en menos de una hora, estoy en Port Said.
La ciudad se fundó en 1859 con motivo de la construcción del canal de Suez, el fenomenal atajo que ahorraba a los barcos que abandonaban el Mediterráneo tener que dar un inmenso rodeo alrededor de Africa. Su apertura deparó a Port Said décadas de prosperidad. El comercio y los servicios florecieron, y más aún a partir de 1976, cuando el gobierno convirtió la zona en puerto libre de impuestos. Convertida en la Andorra del norte del continente, los egipcios acudían a ella para comprar ropa a bajo precio o electrodomésticos que en el resto del país no encontraban.
Port Said tiene más de medio millón de habitantes, que hoy se hunden en la decadencia. El 1 de enero de 2002, y sin que mediara aviso previo, el gobierno le retiró el estatus de puerto franco. La medida entraba en vigor al día siguiente y, de la noche a la mañana, centenares de comerciantes de vieron abocados al cierre.
Durante tres días hubo violentos disturbios, y el presidente Mubarak acabo concediendo un período de transición de cinco años. Pero la ciudad estaba ya tocada de muerte. Port Said, rodeada de agua, no tiene nada más que el canal. Sus barrios periféricos son infames, simples agrupaciones de bloques de cemento que ni las banderitas, farolillos, cintas y luces de colores del Ramadán consiguen alegrar.
El centro ya es otra cosa. En su rectilínea cuadrícula se conservan edificios de madera de la segunda mitad del siglo XIX, de cuatro y cinco pisos, con grandes pilastras que, desde la calle, sostienen amplias galerías que ocupan todas sus fachadas. Pero su estado de conservación es pésimo. La humedad y falta de mantenimiento corrompen unas estructuras que amenazan con salir volando al primer vendaval. Sí que ha sido restaurada, en cambio, la blanca sede de la Compañía del Canal, con sus cúpulas y arcos.
Port Said huele a mar y a ciudad portuaria. Las sirenas de los barcos retumban por sus calles al caer la noche. Y allí está también el canal. Al torcer una esquina, dos manzanas más allá, veo una escena impresionante: la enorme y afilada proa de un mercante recortada sobre el cielo, avanzando, a poca velocidad, detrás de unos edificios.
Corro hacia allí, subo unas escalones a pares, y ante mí se abre el canal, una de las obras de ingeniería más importantes de todos los tiempos. En su salida al Mediterráneo mide algo más de un kilómetro de ancho. A los pies del paseo marítimo que lo bordea hay restaurantes con terrazas, embarcaciones de pesca, prácticos que acompañan a los petroleros y plataformas que cargan coches hasta la otra orilla, donde está Port Fuad, un perfil plano sobre el que destacan dos minaretes.
Hello. Where are you from?”, me saluda un chico de uniforme mientras observo embelesado la popa de un navío que sale a mar abierto. El guardia se llama Ashif Butros, y bebe Seven Up a escondidas. “Los cristianos comemos durante el día –se justifica-, pero sin que nos vean para no ofender a los musulmanes”. Ashif trabaja para la Lebanon Security, una empresa que se encarga de la vigilancia del nuevo paseo marítimo.
“¿Eres cristiano?”, me pregunta.
Ashif lo es, y se decepciona al escuchar que estoy bautizado pero que no soy creyente. Las buenas personas tienen que ser religiosas. Si no crees, no puedes ser buena persona.
Lo mismo sucede con los mahometanos. Para ellos, es mucho peor que no creas en ningún dios que declararte cristiano, porque, al fin y al cabo, las tres religiones monoteístas beben de las mismas fuentes.
Ha anochecido ya, y las calles guardan un silencio escrupuloso. Caminando hacia la salida del canal, paso junto a unos gatos que remueven entre la basura mientras el viento levanta unos toldos y del cielo caen cuatro gotas gordas. Me he quedado casi solo.
Junto a un muelle en el que está amarrado un barco procedente de Chipre unos vendedores ambulantes me ofrecen pirámides y Nefertiti de plástico, camellos de peluche, “antigüedades”. “¿En qué nave está enrolado?”, me pregunta un anciano.
Más allá está el monumento a Ferdinand-Marie de Lesseps, o lo que queda de él, porque se han llevado la estatua del francés que dirigió la construcción del canal, y sólo han dejado el pedestal.

-Esto es para usted –me dice un niño rubio con gafas, hablando inglés norteamericano, mientras me ofrece un churro grueso y húmedo, bañado en miel-; es por el Ramadán.
-Gracias. Hablas muy bien inglés.

-Es que mis papás son americanos.

El papá se acerca y me tiende otro churro, o katayet, que, igual que los turrones que comemos por Navidad, sólo se venden durante este mes.

-Me llamo Sam -se presenta.
-¿Sam? –respondo sorprendido. Su aspecto árabe no encaja con su nombre.

-Mi nombre es Hossam, pero en Ohio mis compañeros me llaman Sam.

Sam nació en Port Said, pero hace ya años que vive en Estados Unidos. Es ingeniero, y trabaja en el diseño de coches de la casa Honda, explica. Ha vuelto a casa para pasar estas fechas con los suyos. Le acompañan sus dos hijos y su mujer, yanqui de nacimiento, rubia y embarazada por tercera vez.
Le pregunto si encuentra su país muy distinto, y contesta que Egipto ha mejorado mucho, que hace unos días le sorprendió lo mucho que había cambiado Alejandría, pero que, claro, hay diferencias todavía, sobre todo en la mentalidad de la gente. “Me gustan los States –asegura-. Sólo me pesa el presidente que tenemos”.

-Y su mujer, ¿no ha tenido problemas en su país, después de convertirse al Islam?
-¡No!, en absoluto. En occidente se dicen muchas cosas sin conocer, pero en nuestra religión hombres y mujeres son iguales. Lo que hay son formas distintas de hacer. Es algo difícil de entender pero que hay que aceptar. Puedes preguntarle a ella y ella te responderá.

Pero ella no responde porque nadie me la presenta.
Regreso sin prisas hacia el hotel, disfrutando de una ciudad con el encanto de los lugares de paso, con gentes acostumbradas a tratar con forasteros, a presenciar peleas nocturnas y a orientar a marineros borrachos.
Port Said no engaña, se muestra tal como es. Si acaso engañan los comerciantes. Al lado de una bonita joyería hay tiendas donde venden baratijas made in China, porcelanas baratas, zapatos de la marca Loutto y unas aún más falsas zapatillas Nike. Los siguientes cuatro comercios parecen haber cerrado las puertas para siempre. Tiempos de crisis.
A mí me engaña una señora que vende ropa hippy y bisutería cerca del puerto. Quiero comprar un anillo para Sandra. Le prometí que le traería uno de cada país que visitara, y hasta ahora no he faltado a mi palabra. En Alhucemas le compré uno de plata, en Argel uno bereber y en Túnez una pieza rematada por una piedra azul.
Los dos anillos que compraré en Port Said son bonitos y brillantes.

-¿Son de plata? -pregunto, incrédulo por el bajo precio de la mercancía.
-Por supuesto -confirma, muy segura, la mujer.

A Sandra también le gustarán, dentro de un mes y medio. Incluso cuando descubra que son de plomo niquelado.

Cap comentari:

Publica un comentari a l'entrada