Gabriel Pernau

En bici por Marruecos, Argelia, Túnez, Egipto, Jordania, Israel, Palestina, Siria, Líbano y Turquía

Çaril se siente europeo


ADANA-IZMIR, 896 km. (autobús)
Los diarios de la mañana publican fotos aterradoras de los atentados de ayer. “Turquía, bajo el terror extremista”, titula uno de ellos. Las portadas reproducen imágenes impactantes de las víctimas, que los viandantes, ávidos de información, miran con expresión horrorizada en cafeterías, parques, tiendas y paradas de autobús. La gente está preocupada.
Los terroristas han escogido bien las fechas para perpetrar sus masacres. Sabían que, con el país paralizado, les resultaría fácil huir. Al atentar en Estambul, además, no debieron sentir que atacaran territorio propio. Turquía es el país musulmán más occidentalizado. Aquí hay bases norteamericanas y existe un sistema democrático que para si quisieran los defensores de las libertades civiles en numerosos estados de América Latina y de la mayor parte de Asia y Africa. Los turcos tienen temas graves por resolver, como el respeto a los derechos humanos, el continuo hostigamiento contra la minoría kurda, Chipre o el reconocimiento del genocidio armenio. Pero existe igualdad jurídica entre ambos sexos desde 1934 –diez años antes que en Francia-, han tenido como presidenta a una mujer y el actual gobierno islámico nunca ha cuestionado el sistema que tanto ha costado obtener.
Para los radicales, Turquía es un tumor a extirpar, un mal ejemplo que podría propagarse, arrastrando tras de si a los países gobernados por tiranías, que prometen un camino propio hacia el progreso que nunca llegan a hacer realidad.
A menudo el occidental que se acerca a los países musulmanes percibe sólo sumisión y una resignada espera de un mundo mejor. Pero existe también un sector de la población, mucho más amplio de lo que se tiende a suponer, que desea cambios. Pero no cambios que los lleven a Europa o Estados Unidos, sino al bienestar del que nosotros disfrutamos. En cambio, todo lo que reciben de occidente es más opresión, la reiterada negación de su ser. Entonces, si los países más desarrollados decepcionan, ¿quién promete cambios, la revolución incluso, como forma de poner fin a regímenes corruptos que sólo persiguen su perpetuación en el poder? Los islamistas radicales, aquellos que incitan al retorno al pasado, a la esencia, al tantas veces reiterado glorioso pasado del Islam.
Ali Bey conoció La Meca cinco años después de que los wahabitas ocuparan la ciudad y consiguieran dominar buena parte de Arabia. Esta secta radical surgió en los desiertos de la península a mediados del siglo XVIII, y sus principios son dogma para Bin Laden, Al Qaeda y grupos afines. El inspirador del movimiento fue Mohamed Ibn Abd al-Wahab, que intentaba eliminar las innovaciones introducidas en el Islam, por impuras y peligrosas. Rechazó toda mediación entre dios y el creyente, incluidas las prácticas sufíes, las tumbas de los santos o la veneración a Mahoma, a quien consideraban el único profeta, pero nada más que una persona. Según el rígido proceder que propugnaban, el Corán debía regir el sistema de gobierno y de justicia, controlando todos los aspectos de la vida humana.
Abd al-Wahab trató de restituir el culto a la sencillez primitiva de la religión. Su mensaje caló poco en las ciudades, mercantiles, y mucho en las tribus beduinas y en Abdelaziz, el gran jeque de los árabes. A sus órdenes, los combatientes de dios conquistaron la península arábiga, Bagdad, las inmediaciones de Damasco y Basora.
En las tierras ocupadas, cuenta Alí Bey, los wahabitas prohibieron fumar, e incluso el sultán lo hacía a escondidas, con un “cañón de cuero (que) iba a parar a su boca por medio de un agujero practicado en la pared”. Tampoco se podía escuchar música, afeitarse los hombres la barba, vestir sedas o usar utensilios, y la peregrinación a los lugares santos debía realizarse “sin tropas, armas, estantartes ni otros trofeos u ornatos, sin música ni mujeres”. Se restringió la muy extendida costumbre entre los hombres de dejarse un mechón de pelo en medio de la cabeza, se clausuraron o destruyeron las capillas de santos adonde la gente acudía a rezar y los comerciantes de La Meca casi se arruinaron al no poder vender sus rosarios.
Puesto que ellos, según decían, eran los únicos que seguían la palabra de dios, los wahabitas se consideraban a si mismos los únicos musulmanes sobre la capa de la tierra. No tuvieron, pues, ningún inconveniente en devastar Bagdad en 1801 mientras desde lo alto de una torre se les arengaba: “Matad, degollad a todos los infieles (musulmanes) que dan compañeros a Dios”.
La disciplina de los wahabitas, sigue Alí Bey, era “espartana: su obediencia suma; la menor señal de sus jefes basta para imponerles respetuoso silencio o para sujetarlos a los más duros trabajos”.
El cronista, excepcional testimonio de los inicios de un movimiento que está de dramática actualidad, relata que, a la llegada de cinco mil soldados wahabís ante la Kaaba, vestidos con una faja alrededor de la cintura, armados con fusiles de mecha y cuchillos curvos, “todo el mundo echó a correr para dejar expedita la calle”, el sultán se escondió y muchos habitantes tapiaron las puertas de sus casas. “Represéntese cualquiera una multitud de hombres desnudos y armados, sin casi idea alguna de civilización, y hablando una lengua bárbara: semejante cuadro a primera vista espanta la imaginación y parece horroroso. Mas si uno se sobrepone a esta primera impresión, halla en ellos cualidades recomendables: jamás roban ni con fuerza, ni con engaño, excepto cuando creen que el objeto pertenece a un enemigo o a un infiel. (...) Ciegamente sumisos a sus jefes, sufren en silencio toda clase de fatigas y se dejarían conducir al cabo del mundo. En fin, se ve en ellos los hombres más dispuestos a la civilización, si se les supiese dar la dirección conveniente”.
Alí Bey dedica muchas páginas a un movimiento que, en ese momento, combatía sólo las desviaciones del Islam, no a occidente. Habló con algunos luchadores de la guerra santa, en quienes encontró, dice, “mucha racionalidad y moderación”.
Pero no tenía claro cómo acabaría todo aquello. Apuntaba que si relajaran “algo la austeridad de sus principios para adoptar otro sistema más liberal”, podían llegar a tener mucha influencia en los estados vecinos. “Mas si se obstinan en sostener el rigorismo prescrito por su reformador, es casi imposible hagan adoptar su doctrina a las naciones que tienen algún principio de civilización y extiendan su dominio más allá de los límites de sus desiertos; su historia –sentenciaba- sería entonces insignificante para el resto del mundo”:
El viajero dieciochesco concluye mostrando su convencimiento en que la racionalidad y el pragmatismo finalmente se impondrían, y que el movimiento acabaría por abrirse. “El tiempo les enseñará que Arabia no puede existir sin las relaciones comerciales de las caravanas y de la peregrinación. Entonces la necesidad les obligará a aflojar algo su intolerancia respecto de las otras naciones y el comercio con los extranjeros les hará conocer el vicio de la austeridad casi contra la naturaleza: poco a poco se irá enfriando el celo; recobrarán su imperio las prácticas supersticiosas, que son siempre de apoyo, consuelo y esperanza del hombre débil, ignorante o desgraciado, y entonces la reforma del wahabismo desaparecerá antes de haber consolidado su influencia y después de haber derramado la sangre de millares de víctimas del fanatismo religioso”.
Dos siglos más tarde, sin embargo, la apertura anunciada no se ha producido. Ni la intolerancia wahabita ha aflojado ni sus dominios han quedado restringidos a los desiertos. Ali Bey no pudo prever que en el siglo XXI existirían aviones y que, en pocas horas, cualquiera podría trasladarse de un extremo al otro del planeta.

La estación de autobuses de Adana es inmensa, como corresponde a la cuarta ciudad de un país con una red ferroviaria escasa y donde la mayoría se desplaza en transporte público. En las taquillas de numerosas compañías privadas se anuncian en letras de colores los distantes destinos del vasto universo turco adonde uno puede ir: Estambul, Ankara, Balikesir, Aydin, Çanakkale, Bursa, Trabzon o Diyarbakir. En una oficina me dan buenas noticias: les quedan billetes para Izmir. El servicio sale a las nueve de la noche, y tras once horas de viaje, llega al mar Egeo por la mañana. Me perderé toda la costa sur, pero por lo menos me quedaré a unos seiscientos kilómetros de Estambul.
Me quedan sólo seis días para llegar a la antigua Bizancio y Constantinopla, y eso apurando el tiempo al máximo, lo que supone incluir la jornada de mañana y la del miércoles de la semana que viene, que es cuando llega Sandra. Así pues, habrá que correr.
Hoy, de momento, dispongo de todo el día para visitar Adana. El bazar carece del jolgorio y colorido de las ciudades árabes, pero si que tiene la diversidad de gente propia de los países de todo el arco mediterráneo. Anoche conocí a un marinero eritreo, que decía que los árabes eran unos egoístas y a un tendero kurdo que se molestó cuando lo tomé por turco. Y dentro de unas horas conoceré a un kazajo, pueblo con el que los turcos comparten idioma y cultura.
Por supuesto, abundan los señores con las narizotas y poblados mostachos que, según el estereotipo, distinguen a los turcos.
El tema de las narices es tomado a broma por la población local, que incluso organiza concursos de a ver quién la tiene más grande. En cuanto al bigote, por lo visto se cotiza a la baja. “Es cosa del pasado”, me comentarán esta noche.
En lo que el país no parece haber mejorado mucho es en conocimiento de idiomas. Al mediodía, frente a la gran mezquita, pregunto a un hombre si habla inglés.

-Yes.
¿Puede decirme qué cuenta el imán en su plegaria?
-Es la oración.

Ya, ¿pero qué dice?
-Sorry.

No sabe más.
Y dentro de una hora, en un restaurante me desesperaré para que me digan qué más tienen, además de çorba (sopa) y ensalada. El señor dice hablar inglés, pero nada; cocineros y clientes me escuchan como si uno fuera un extraterrestre.
Al final indico con señas que me pongan lo que quieran, y me sirven pollo y una sabrosa ensalada de perejil y cebolla salpimentada con albahaca.
Los árabes no esperan que hables su idioma, pero se esfuerzan en comunicarse con el extranjero. Los turcos, en cambio, tienen la suficiencia de los pueblos que fueron imperio y que siguen conservando un territorio extenso. Si a sus antepasados no les hizo falta tener don de lenguas, si les bastó con imponer la suya, ¿por qué razón iban ellos a hacer otra cosa?
Debe ser por esta misma razón que en el museo arqueológico se exponen sarcófagos bizantinos, capiteles y esculturas de soldados romanos, leones de piedra y pequeños carros hititas sin más carteles que los que hay en turco.
A las cuatro en punto el museo cierra, y cinco minutos más tarde he tomado asiento en el interior de la carpa donde los ricos de la ciudad dan de comer a la muchedumbre. Bajo una gran estructura de lona, una docena de camareros con mascarillas y guantes de plástico llenan bandejas de aluminio que camareros uniformados reparten por ocho larguísimas mesas.
Los comensales son variopintos. Hay familias modestas, con ancianos y mujeres con pañuelo, pero también mucha gente con recursos que se ha apuntado al convite. Eso me tranquiliza. No querría que, por mi curiosidad, algún necesitado se quedara en la calle.
Hay un silencio expectante, una vez las dos mil bandejas han sido servidas. A mi alrededor, el arroz con salsa, la ternera con tomate y el pequeño dulce que tenemos delante despiertan aletargados jugos gástricos y papilas gustativas. Para los que no han comido en todo el día, la espera es una tortura.
El niño que se sienta a mi derecha está impaciente. Tiene unos ocho años, y ha venido solo. Mantiene la vista fija en la carne humeante. La tentación es grande, casi insoportable. Agarra el tenedor, pincha un pedazo y, al verse sorprendido, suelta el cubierto, cruza los brazos y mira el techo en un forzado disimulo. Me pregunta algo, imagino que si ya se puede empezar. “Yok”, le digo; todavía no.
Hasta que no puede más. Creyendo que nadie le ve, un trozo de carne desaparece del plato. Nadie le dice nada, y, sintiéndose amparado, un segundo bocado va a parar a su boca menuda. A partir de aquí ya no hay quien le pare. El niño pierde toda inhibición y se pone a comer.
A las cuatro y treinta y siete minutos, lo hacemos los mayores. Algunos rompen el ayuno con un pedazo de pan; otros con un vaso de agua tras abrir las manos hacia el cielo en señal de agradecimiento. En el inmenso comedor comunitario, el tintineo de cubiertos contra el aluminio apaga el relajante concierto de flautas que sonaba desde una tarima. No hay discursos de nuestros benefactores ni oraciones; sólo ganas de saciar el hambre.
Ocho minutos más tarde, hay movimiento de sillas. Los más rápidos han terminado y en un momento en las puertas se forman colas para salir a la calle.
Fuera, algunos pedigüeños piden limosna a los supuestos pobres. Murat y Burac, dos hermanos, me piden un pitillo justo en el momento en que una mujer suplica dinero. Los adolescentes le dan la espalda y su hijo les escupe en la cara.
“Oh... Turquía problem. Niños, problem. Mujeres, problem... –dicen apesadumbrados por la escena que acaba de contemplar el extranjero. Pero de repente sus caras se transforman- España good. ¡Madrid! ¡Barcelona!”, pronuncian, con ilusión. Les gustaría ir allí, dicen animados, para trabajar de camareros.
El señor que tengo al lado, en cambio, protesta. Parece sirio. Por lo visto en Estambul le ha ocurrido algo desagradable que tiene que ver con miles de millones de liras. Le deben de haber robado, y ahora quiere que yo le diga qué tiene que hacer para regresar a su país. Le doy muestras elocuentes de no comprender, pero él sigue con su perorata, descargando su ira contra los turcos.
Es tarde. Recojo mis cosas en el hotel y me voy a la estación. Allí conozco a un treintañero tímido que va a Konya, su ciudad, a pasar las vacaciones. Çaril es ingeniero industrial y trabaja en el departamento de investigación y desarrollo de la fábrica de autocares Saphir, que exporta su producción a numerosos países. Está contento. Afirma que su país pronto formará parte de la Unión Europea. La incorporación se demorará más o menos, asegura, pero lo que tiene que suceder, pasará.

-¿Quieres ser europeo? –le pregunto.
Soy europeo –replica contrariado, como extrañado de que lo ponga en duda.

Me sorprende su convicción. Çaril parece desconocer la aprensión que sienten los sectores más conservadores del viejo continente, y también parte de los progresistas, ante la posible entrada en la Unión Europea de su país. Ignora la aversión que provoca en mucha gente la posibilidad de compartir presupuestos con un estado musulmán, el miedo de Alemania ante la posible llegada de un territorio que, si no lo ha hecho ya, pronto igualará su población. No sabe que la historia de Turquía aparece en numerosas enciclopedias troceada, que en el tomo de la letra be tienes que buscar el legado de Bizancio, en el de la o el del imperio otomano y en el de la te todo lo que sucedió desde 1923 hasta la actualidad.
Para él, este desconocimiento no es nada. Los temas pendientes se resolverán, como se resolverán el conflicto del Kurdistán o los litigios con Grecia, país con el que Turquía comparte una larga y desavenida trayectoria común. “Pronto estaremos en la Unión Europea”, repite convencido.
El autobús va a ponerse en marcha. Nos aguarda un larguísimo y pesado viaje hacia Izmir. Dormiré sólo cuatro horas, porque cada vez que consiga conciliar el sueño, el súbito frescor del aire acondicionado, la música a todo volumen y las luces del interior encendidas nos indicarán que nos volvemos a detener.
Eso sí: el servicio es impecable. El autocar cuenta con dos conductores que se turnan al volante y con azafata, una señorita con camisa blanca y un pañuelo verde anudado al cuello que, arrastrando un carrito parecido al del avión, reparte bebidas calientes sobre la marcha, mientras avanzamos, a toda velocidad, hacia el Egeo.

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