Gabriel Pernau

En bici por Marruecos, Argelia, Túnez, Egipto, Jordania, Israel, Palestina, Siria, Líbano y Turquía

Mohamed las prefiere tapadas


ZARZIS-MEDENÍN-GABES-TÚNEZ, 63 km. (bici), 76 km. (autobús), 405 km. (tren)
Mi estancia en Túnez tiene las horas contadas. Hoy, me toca desandar el camino hecho los últimos cinco días y regresar a la capital para mañana poder subir al avión que me dejará en Egipto.
No puedo entretenerme, por lo tanto. A las seis y cuarto he salido de Zarzis y a las cuatro y diez de la tarde, sin falta, tengo que estar en Gabés. A esa hora sale el último tren.
Llego a Medenín casi de un tirón. Será porque sus calles rebosan de gente, pero el pueblo parece más grande y lleno de vida que el sitio aburrido que conocí a la ida. Existen pocas cosas más tristes que una ciudad vacía. Y esta sentencia vale sobre todo en las aglomeraciones árabes, tan muertas de noche, tan eléctricas durante el día.
Mientras espero el autobús para Gabes, desayuno por tercera vez y me aseo un poco. “Se le ha quedado papel en la barba”, me advierte, con discreción, un hombre mientras desfila por delante nuestro una procesión de todo terrenos franceses en cuyo interior viajan parejas próximas a la tercera edad con destino al desierto.
Selim vuelve a casa después de trabajar quince días seguidos en Djerba, en la construcción de un hotel. El empresario le debía dos días de fiesta, que aprovechará para descansar en Hafsa, junto a su familia.

-¿Así que en Túnez el día de descanso semanal es el domingo? -le pregunto.
-Sí, pero en el sur la gente es muy religiosa y tradicional, y algunos también se toman el viernes. Además, ahora viene el Ramadán. Ya sólo falta una semana -cuenta con alegría, no sé si por fervor religioso o porque se acerca un mes de celebraciones.

El viaje hasta Gabés será rápido y, una vez en la ciudad, sorpresa: la mayoría de tiendas están cerradas. “En Gabes no se trabaja los lunes. No tiene de qué sorprenderse; en Europa pasa lo mismo”, me dirá más tarde un hombre.
En la estación de tren, encuentro al hombre que me atendió a la ida, al maquinista y a un amigo durmiendo sobre los bancos. “¿Ya ha visitado Djerba?”, me pregunta, con lagañas en los párpados, al verme llegar. Y con mucha pereza, casi a cámara lenta, factura mi equipaje y me entrega un documento con tres sellos que, una vez en la capital, me permitirá recuperar la bicicleta.
Son tan solo las dos de la tarde. Tanto correr y al final me han sobrado dos horas. Compro algo de comida en una tienda atiborrada de sacos de legumbres.
El anciano tendero pregunta por mi viaje y se emociona cuando se entera de que voy a Egipto. “Le gustará. Es mucho más barato que Túnez”, promete, asociando placer a economía.

-¡Vaya! Creía que a los árabes no les interesaba el dinero.
-A los árabes no, pero a las mujeres árabes mucho, ¡ja, ja, ja!

Del mismo parecer es el hombre al que encuentro en un café. “El matrimonio es una estupidez –afirma-. Las mujeres sólo dan problemas; si se divorcian de tí, se quieren quedar con todo, y eso sin contar con la infidelidad”. Por todo ello prefiere tener amigas, o, en concreto, una amiga que la próxima semana vendrá de Francia para estar con él.
El señor habla despacio. Tiene 50 años, viste un polo Lacoste y se conserva en buena forma. Es propietario de una empresa que abastece a los barcos que recalan en el puerto y de unos olivares que su padre compró a un judío que se marchó a Israel. “El aceite tunecino es el mejor del mundo –afirma tajante-. Nosotros recolectamos las aceitunas directamente del árbol y extraemos el aceite con prensas antiguas. En España y en Italia, en cambio, la fruta se recoge del suelo después de haber apaleado los olivos con bastones o bien de haberlos sacudido con vibradoras. Eso altera la acidez del producto”.

-¿Y por qué no lo venden en Europa?
-Porque el negocio mundial del aceite está controlado por los judíos, igual que todos los bancos de Europa y que la economía tunecina.

-Veo que no le gustan mucho los judíos...
-Los tunecinos sí. Amamos a nuestros judíos. Ellos saben que pueden volver cuando quieran –asegura.

De los otros judíos, de los de Israel, no habla.
Charlamos más o menos de los mismos temas de los que anoche estuve conversando con Said. Los puntos de vista son casi opuestos. Admite que muchas cosas que algunos consideran singularidades propias de su cultura no son más que síntomas de atraso. Los derechos de la mujer, por ejemplo, son “distintos” que en Europa, dice, pero “¿acaso en España no fue pecado hasta hace poco que el hombre viera el sexo de su esposa? Cierto, tenemos un camino que recorrer, pero no se puede cambiar todo en un día. Hace menos de cincuenta años que somos independientes”.

-Y sobre el famoso tema del yihab, que tanta polémica causa en Francia: ¿a tí qué te provoca más, ver a una mujer desnuda o una cara de bellas facciones que se insinúa detrás de un velo? –me interroga.
-Pues de entrada, una mujer desnuda...

-Ohlala! No eres nada romántico...
-... aunque reconozco que en algunos casos la mujer tapada despierta un gran misterio.

-¡Eso es! ¡Misterio! Esa es la clave –sentencia con ojos pícaros.

A diferencia de Said, el señor se siente a gusto dentro del actual sistema tunecino. Ben Alí le parece un buen presidente, y el país va bien gracias a él. ¿Para qué quieren una democracia? Por supuesto que hay gente insatisfecha, reconoce, pero es imposible contentar a todo el mundo.

-Mira –dice-; ¿permites que te tutee? La política es como el fútbol: si un entrenador consigue triunfos es porque tiene carácter, ¿por eso tenemos que llamarle dictador?

-¿Y Sadam Hussein?
-Él sí lo fue, cometió muchas barbaridades. Pero Estados Unidos no se saldrá con la suya en Iraq –pronostica-, porque han derrocado al líder y detrás está el pueblo, que defenderá a su país. Yo haria lo mismo. Soy un patriota, dispuesto a morir por mi patria si fuera necesario.

Las cuatro menos diez. Tengo que marcharme. Le pido cómo se llama, y él me pide que ponga Mohamed. “Es el nombre de mi padre. Hemos hablado de cosas comprometidas y con los datos que te he dado, podrían deducir quién soy”.
Y Mohamed me dice adiós de forma larga y ceremoniosa.
A las cuatro y diez, puntual, el tren se pone en movimiento. Voy de espaldas a la locomotora que arrastra el convoy. Es una sensación extraña. Por la ventanilla veo de dónde venimos, no adónde vamos. Es como si, al volver hacia el norte, hubiera comenzado a rebobinar la película del viaje. De nuevo las mismas palmeras, los mismos olivos...
Viajar. Es fácil hacerlo cuando dispones de un pasaporte que te abre las puertas de casi todos los países del mundo. Mohamed podría hacerlo. Es una persona curiosa y con interés por las cosas del mundo. Ha conocido Francia, España, Italia, Escandinavia, Bélgica o Alemania. Le gusta conocer otras culturas, pero dejó de hacerlo. No piensa volver a atravesar el Mediterráneo. Considera indigno tener que rogar, como si fuera un pedigüeño, que le den un visado. En tono sereno y firme, ha afirmado: “No quiero visitar un país donde no soy bienvenido”.
Sus palabras me han entristecido, pero puede que yo hiciera lo mismo si estuviera en su lugar.
La arabofobia resucita en Europa, si es que algún día estuvo muerta. Hace poco oía en la RAI a un político italiano que, a raíz de la aprobación de una ley que permitirá a los extranjeros votar, decía: “¿Cuánto tiempo falta para que Italia tenga un presidente negro y con el Corán bajo el brazo?”.
Para frenar la inmigración, Europa blinda sus fronteras y se cierra a todas las influencias que puede recibir. Pero, si echamos el candado, ¿qué pensarán de nuestra democracia Mohamed y todos los otros Said del norte de Africa? ¿Qué autoridad moral tendremos para convencerles de que nuestro sistema es válido, también para ellos? Y más aún: si las elites preparadas, esas que sienten curiosidad por ver y conocer nuestras ciudades y nuestras formas de vida, desisten de visitarnos, si los que pueden ejercer de puente entre las dos orillas renuncian a conocer nuestro mundo, ¿qué posibilidad hay de que algún día puedan liderar la transformación que sus sociedades a todas luces necesitan?
En Sfax el tren se llena, y hasta que lleguemos a Túnez pasaré un buen rato contemplando una de las primeras escenas de coquetería femenina de que soy testigo en más de tres semanas. La protagonista es una joven soldado vestida de uniforme que se mesa su larga cabellera negra sin descanso, se deshace el moño, sacude la cabeza con los ojos entrecerrados y su pelo oscuro ilumina el vagón entero.
A las diez de la noche llegamos a la estación central de Túnez, y cuando por fin recupero la bicicleta, el resto de pasajeros han desaparecido ya. En el vestíbulo sólo queda el treintañero con aspecto de emigrante que venía en mi vagón. Iba solo, con una americana raída y una bolsa de plástico como único equipaje. Y aquí está ahora, aturdido, tratando de orientarse, en el centro de la plaza Barcelona. Nadie le espera. Debe ser la primera visita a la gran ciudad de esta ánima en pena, en busca de su gran sueño capitalino o quien sabe si más lejano.

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