Gabriel Pernau

En bici por Marruecos, Argelia, Túnez, Egipto, Jordania, Israel, Palestina, Siria, Líbano y Turquía

Hotel Caroline



TARGA-JEBHA, 73 km. (bici)
Antes de abandonar Targa, charlo un rato con el vecino, que ha venido a estacar su asno delante de mi casita. Le pregunto cosas de la comarca, del Rif. “No –me corrige-; el Rif se encuentra a unos setenta kilómetros hacia el este. Targa está en la Cabilia marroquí. Aquí somos gente tranquila, con buenas relaciones con los rifeños. Nosotros somos buenos marineros, y por esta razón muchos patrones españoles nos contratan como pescadores. ¿Sabía que por aquí pasaron los romanos?”, pregunta con orgullo al marcharme.
Nubes altas y grises cubren el cielo, pero no parece que vaya a llover. Mejor así, porque la carretera es aún más accidentada que ayer.
La ruta que sigo nunca fue tierra de paso. El terreno es demasiado abrupto para moverse con facilidad, la tierra, demasiado pobre. Ahora mismo, a mi derecha se levanta un pico de 1.700 metros, y, según el mapa, tras él debe estar el Jebel (montaña) Bouhalla, de 2.100. Por allí detrás discurría la ruta de las caravanas que, integradas por mercaderes y peregrinos, se dirigían hacia las ricos zocos de El Cairo, Damasco o Bagdad o hacia las ciudades santas de Medina y La Meca.
Integraban las caravanas unas decenas de hombres y centenares de camellos. El viajero solitario podía sumarse a la extensa comitiva. Cuantos más hombres hubiera, mejor, puesto que más fácil sería salir airosos de un posible asalto de las tribus bereberes que poblaban las montañas.
Amin Maalouf cuenta en su fabuloso relato histórico León el Africano la cantidad de ataques que sufrieron al cruzar el Magreb, a finales del siglo XV, los moriscos expulsados de España camino de Fez o de Tlemcen. Los andaluces musulmanes no sólo tuvieron que soportar la angustia que sufre quien ha sido expulsado de su patria y desposeído de sus bienes. Creyéndose a salvo en una tierra más pobre pero gobernada bajo su misma fe, aun tuvieron que ver cómo se les llevaban lo poco que habían podido salvar.
Más afortunados fueron los musulmanes de Al Andalus que se dirigieron a Salé, Tetuán, Argel o Túnez, pues llegaron a sus destinos sin contratiempos. Los que optaron por permanecer en la Península, en cambio, corrieron una suerte dispar. Algunos aparentaron convertirse al cristianismo para, de este modo, conservar sus posesiones, grupos que siguieron fieles al Corán se refugiaron en las montañas y una minoría de los hombres más ricos de Granada, no precisamente los más piadosos, se cambiaron de chaqueta, besaron la cruz y devinieron grandes de España.
Voy recordando historias leídas en casa mientras sigo, dale que te pego, montaña arriba, arrastrando quince kilos de equipaje, doce de la bicicleta más algún litro de agua. Hay buena visibilidad y el tiempo es ideal para rodar, sin frío, viento ni calor. Los días de levante, en cambio, dicen que son terribles. La humedad se condensa en las montañas y un manto de niebla impenetrable se instala en la zona durante días, dificultando la navegación y la vida cotidiana.
Las subidas es lo que me mata. Antes de salir de Barcelona, sustituí los piñones del cambio para poder afrontar las cuestas con mayor soltura. Probé la bicicleta por los alrededores de casa y me quedé con la duda de si no habría exagerado al montar una relación tan corta.
Hoy puedo dar fe de que el cambio fue acertado. Las rampas son tan infernales, que hay momentos en los que avanzo a siete, seis e incluso cinco kilómetros por hora. Al principio me distraigo con el paisaje, pero al rato ya estoy con la vista clavada en el asfalto, contando las latas que algún bebedor de cerveza anónimo ha arrojado desde el coche, saludando con un leve movimiento de cabeza a las mujeres que bajan del monte con dos asnos cargados de hierbas mientras yo sudo la gota gorda.
Hay tan poco tráfico... A primera hora me han adelantado cuatro o cinco furgonetas blancas, de esas que hacen de taxi comunitarios entre pueblos rurales, y dos o tres camiones, pero hace ya una hora que me he quedado solo. Todo lo que oigo son mis jadeos en los momentos de mayor esfuerzo y el lejano runrún de las pequeñas barquitas que recorren el litoral, al pie de los acantilados. Y la carretera sube y sube… Primero he llegado a los cuatrocientos metros sobre el nivel del mar, en la siguiente cala he vuelto a bajar hasta la playa y ahora estoy por encima de los setecientos. ¡En menos de veinte kilómetros!
Llegando a un collado, a cien metros de distacia, distingo, a contraluz, el perfil de una persona. Me acerco lentamente a esa figura que me observa, pero... ¿qué hace? Ahora me da la espalda, agita los brazos con vehemencia y grita a alguien a quien no alcanzo a ver. Qué comportamiento tan extraño…
¿Extraño?, me alarmo. ¡Aquí pasa algo! Bajo dos piñones, me pongo de pie sobre los pedales y acelero con todas mis fuerzas, pendiente arriba. Necesito velocidad, pasar por el puerto tan rápido como pueda. Estoy a menos de cincuenta metros.
El hombre deja de gritar a su compañero, que por lo visto no le oye, y ahora corre, apresurado, hacia la carretera. Trata de cortarme el paso, pero consigo pasar primero. ¡Buf!
Ruedo ya a buena velocidad, cuesta abajo, y, al volver la cabeza, mis temores se confirman: acabo dejar atrás un vertedero, y el hombre, ahora veo que andrajoso, y su amigo barbudo viven de lo que sacan removiendo la basura. El perro de los vagabundos me persigue con poca convicción, mientras uno de ellos masculla en francés que me detenga, que no tenga miedo.
Llego a Bou Hamed con el ritmo cardíaco acelerado. Me he librado de un posible lío. ¿Y si la situación vuelve a repetirse?
Del interior de una de las alforjas saco el pequeño bote de spray paralizante que compré para este viaje, de esos que usan algunas mujeres contra los violadores. A partir de ahora irá siempre en mi bolsillo. No sé si me atreveré a usarlo ni si servirá de algo. Igual con los nervios me da por dispararlo al revés, me pego un roción en la cara y, en lugar de paralizar al bandido, soy yo el que se queda medio ciego. Pero por lo menos iré más tranquilo.
En Bou Hamed puedo estar tranquilo. Es un pueblo más que una aldea. Hay talleres mecánicos, sitios donde dormir, comercios y un mercado callejero de pescado al que ha venido a proveerse un camión de matrícula marroquí con la marca Industrias del Mar inscrita en los costados.
El aspecto de la gente es muy poco marroquí. El uso del pañuelo entre las mujeres está mucho menos extendido que en las ciudades, numerosas muchachas podrían pasar por europeas y, algo soprendente: se ve una cantidad insólita de gente rubia.
¿Descienden de pescadores venidos siglos atrás de tierras lejanas, de cristianos capturados por los árabes o de marineros naufragados en estas costas que no pudieron regresar a sus hogares y se acabaron fundiendo con la población local?
Una posible respuesta al enigma la encontraré dentro de dos días en Alhucemas. Según el dueño de un hotel, los marroquíes rubios son descendientes directos de los normandos que en los siglos X y XI se adentraron en el Mediterráneo procedentes de Escandinavia. Caprichos de la genética y la escasa mezcla de la población local con otros pueblos habrían permitido que algunos rasgos físicos de los belicosos guerreros nórdicos sobrevivieran en el norte de Africa mil años después de su paso camino de Constantinopla.
Sigo unas horas más sobre la bicicleta, avanzando por una carretera abierta sobre laderas que caen a plomo sobre el mar. Cada pocos kilómetros, en cada cabo, hay un destacamento militar, y en cada uno de ellos tres o cuatro jóvenes militares dejan escapar las horas mientras aguardan una posible invasión de tropas extranjeras.
Los núcleos habitados escasean. Algunos se encuentran en las hondanadas que hay en las desembocaduras de los oueds, torrentes que sólo llevan agua en épocas de lluvias. Otros, en cambio, son pequeñas aglomeraciones de casitas dispuestas de forma caótica, como si una mano gigantesca las hubiera lanzado desde el cielo y ya nadie se hubiera preocupado de volverlas a ordenar. A muchas aldeas se accede por empinados senderos de cabras, porque cabras son casi todos los animales que uno ve. El daño que estos rumiantes hacen, combinado con la tala indiscriminada de árboles para alimentar los fuegos domésticos, es terrible. Los pueblos, las montañas que rodean los pueblos, los valles deshabitados que hay entre pueblo y pueblo, todo, está lleno de caminos abiertos por las cabras que no conducen a ninguna parte. Los matorrales casi han desaparecido y los pocos árboles que resisten son auténticos supervivientes, con hojas sólo en la parte superior de sus copas. ¿Y cuál es la consecuencia de todo ello? Que la tierra está desprotegida en caso de lluvia torrencial, y en un territorio casi desprovisto de tierras cultivables, todo esto no hace más que agravar la extrema pobreza de una población cada día más numerosa.
Ruta poco transitada, pueblos pobres e ignorantes. Zona de paso de las caravanas, gentes ricas e instruidas. Ésta es una de las lecciones que recibe León el Africano, en la novela de Amin Maalouf, al atravesar el Atlas: “Tienes que saber, joven visitante, que el mejor regalo que el Altísimo puede ofrecer a un hombre es hacerle nacer en una alta montaña atravesada por la ruta de las caravanas. La ruta trae el conocimiento y la riqueza, la montaña ofrece la protección y la libertad”.
En Jebha hay puerto, edificios de varios pisos, algunos centros oficiales, calles rectas con las casas alineadas, dos carreteras y… “Salam aleikum. ¿Funduk?”. Sí, en Jebha incluso tienen un funduk, una fonda u hotel. El pueblo también tiene puerto, el primero que encuentro desde Tánger. En sus dos pequeños muelles amarran seis traineras, una veintena de botes y una Zodiac equipada con dos motores de cien caballos. Las embarcaciones más viejas tienen los nombres escritos en letras latinas; las más nuevas, en árabe.
Justo enfrente, está el sitio donde voy a pasar la noche.
Todo en el Hotel Caroline tiene un aire francés, desde el nombre a los toldos de colores y los balcones de hierro forjado. Es perfecto. “¿Quiere ver la habitación?”, me pregunta un hombre de piel oscura con bigote y de unos 30 años. Me da lo mismo, pero insiste y le sigo escaleras arriba.
No hay habitaciones sino tres dormitorios sin puertas. En el de la izquierda, un hombre nos contempla desde debajo de una gorra, y en el de la derecha yace una chilaba de gruesa tela de color marrón con un hombre en su interior.

-¿No tienen habitaciones individuales? –pregunto.
-No; pero puede estar tranquilo –responde el recepcionista-: en el Hotel Caroline, todos los clientes están registrados, y dormiré en la cama que está junto a la suya.

Será necesaria media hora larga para rellenar el formulario con todos mis datos que el gobierno marroquí requiere a todo huésped y para entender lo que me dice Hamid, que habla como una ametralladora y en un susurro de voz que un radiocassette a todo volumen me impide comprender.
Una hora más tarde, Hamid sube a ducharse mientras descanso tumbado sobre la cama. Igual de acelerado que antes, me cuenta que hizo la carrera de Medicina y que ahora prepara su tesis doctoral.

-¿Y trabaja en este hotel, habiendo concluído sus estudios?
-Así es Marruecos; es el precio que te obliga a pagar el Estado para poder hacer una carrera si no eres de una familia rica. Para conseguir algo hace falta mucha constancia y fuerza de voluntad. Éste es un hotel muy malo, ya lo sé, mi jefe es un tirano que me paga poco, me hace trabajar dieciocho horas y aun no está contento. ¡Pero yo no quiero estar toda la vida sirviendo cafés! Cuando reúna el dinero suficiente, me voy.

Para animarle, le digo que con la carrera de Medicina puede optar a una plaza de médico del Estado. Pero la cosa parece ser más complicada. “Oye: Marruecos no es como tu país –me corta-. Cuesta mucho conseguir un trabajo oficial. No tenemos democracia, el gobernante sólo vela por sus intereses. Por eso la gente está desesperada, porque nadie se ocupa de ella”.
Me fijo en la extremada delgadez de su cuerpo cuando se pone la camisa y le sonrío cuando se disculpa por tener que vestirse delante mío. Sus posesiones se limitan a una pequeña bolsa de tela medio vacía que esconde debajo de la cama, el cepillo de dientes y la pastilla de jabón que deja sobre una mesa, una camisa y un pantalón colgados en el marco de la ventana y cuatro cosas más que tiene bajo el colchón.
“¿Y tú, de qué trabajas?”, me pregunta.
Cometo la imprudencia de decir que soy periodista, un ataque de sinceridad que, cuando viajas, suele reportar más inconvenientes que ventajas. Pero el médico recepcionista se limita a comentar que tendría que aprender a escribir bien francés e inglés. Estas lenguas, junto con el castellano, afirma, son las únicas universales, las únicas con las que puedo ganar dinero.
Le discuto afirmación tan tajante, pero el joven médico no tiene tiempo para más. Tiene que volver a la recepción.

-Después del trabajo seguiremos discutiendo -se despide.
-¿Y eso cuándo será?

-A las doce.

Me temo que me encontrará durmiendo.
Salgo a dar una vuelta por las cuatro calles de Jebha, donde se conservan casas de aire colonial, los restos de un farol fabricado en Sevilla en 1914 y una mezquita en construcción con un minarete de siete pisos, que, cuando esté terminado, será el más alto de la comarca.
A la hora de cenar, vuelvo al Hotel Caroline.
Le pregunto a Hamid qué tienen para comer, y me responde con otra pregunta: “¿Qué quieres? Tu di y yo iré a comprar y te lo cocinaré. Aunque llevará algo de tiempo”.

-¿Cuánto vas a tardar?
-Una hora.

-¡Una hora! Estoy hambriento. ¿Y algo que requiera menos tiempo?
-Hay dos platos, el de cincuenta dirhams y el de treinta, que en media hora puedo tenerlo listo.

-Entonces, ponme el de treinta.

Hamid pide dinero al propietario y se va de compras. Me quedo a solas en el bar, ante un televisor que sintoniza un canal vía satélite que sólo da música árabe. En pantalla no aparecen cantantes con velo ni músicas religiosas, sino chicas maquilladas y algo ligeras de ropa entonando sensuales melodías o chicos con tupé vestidos con tejanos.
Al cabo de un rato llega Hamid con unos hombres, que se arremolinan junto a un transistor. Hoy es día de competiciones europeas, de fútbol, claro. En Marruecos el deporte balompédico despierta pasiones, y como prueba, los nombres de los dos únicos bares de Oued Laou, un pueblo por el que pasé ayer: se llamaban Café FC Barcelona y Salon de Thé Real Madrid.
Los contertulios hablan del Real Madrid, el Deportivo, de Ronaldo, del Barça, del Galatasaray o del PSC Eindhoven con una familiaridad chocante, como si hablasen del equipo de Chauen o de Nador. Sin duda, para ellos Europa está mucho más cerca de lo que para los europeos está el Magreb.
Devoro de un tirón un plato de patatas fritas, arroz amarillo y albóndigas, todo bañado en aceite crudo, y al terminar, los hombres del transistor me invitan a unirme a ellos. En el descanso del partido, explican que de Jebha también parten numerosas pateras y que aquí recalan a menudo barcos españoles e italianos para cargar toneladas de droga. Qué remedio les queda, se lamentan, si el turismo es casi inexistente. Bueno sí, a veces vienen turistas aficionados a la pesca submarina. El verano pasado, por ejemplo, se hospedaron en el hotel Fernando, Ismael y Carlos, que sacaban unos meros enormes que luego Hamid asaba en la azotea. Pero eso fue la excepción.
El encuentro se va a reanudar, anuncia la voz de un locutor español, y las sillas se acercan aún más a la mesa donde está la radio. Me voy a la cama. Con las exiguas fuerzas que me quedan, no resistiría una discusión con el incombustible recepcionista.
Mañana abandonaré el litoral desolado y salvaje que he seguido los dos últimos días. Subiré al Rif por la única carretera existente, la misma que se usa para bajar la droga de las montañas.

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