Gabriel Pernau

En bici por Marruecos, Argelia, Túnez, Egipto, Jordania, Israel, Palestina, Siria, Líbano y Turquía

Olivos del Egeo


DIKILI-ALTINOLUK, 116 km. (bici)
Tunjai, Tunjai, Tunjai. Este es el verdadero nombre de Tom. A ver si a fuerza de repetirlo no se me olvida.

--Buenos días, Tunjai”, le saludo al bajar a desayunar. “¿Has pasado buena noche, Tunjai?”.
--Sí, responde afable.

Son las siete de la mañana, y Tunjai hace un buen rato que está despierto. En Turquía parece no existir la limitación de horarios. El trabajo de quienes están en el sector privado consiste en hacer acto de presencia. Si hay faena, se trabaja, y si no, el empleado tiene que aguardar en la tienda, el bar o el hotel a que llegue la clientela mientras echa cuentas o saca el polvo. Y lo mismo debe pasar en Siria. El anciano de Qastl Maaf abría a las siete de la mañana, cerraba una hora al anochecer para ir a comer y no echaba la persiana hasta las diez de la noche. No le hacía ninguna falta, puesto que la suya era la única tienda del pueblo. Pero a pesar de ello permanecía al pie del cañón, por si algún paisano necesitaba patatas, cuscús o almizcle.
En los países musulmanes, lo laboral se mezcla con el ocio, las relaciones sociales y las necesidades que uno tiene. Además de ser un sitio donde se compra y se vende, una tienda es también un centro de reunión donde se departe con los clientes, se discute de política internacional, se ve un partido de fútbol o se juega una partida de cartas con los amigos. Si el comerciante tiene sueño, duerme; si tiene que ir a hacer un encargo, avisa al tendero de al lado para que eche un vistazo a su tienda de vez en cuando. Y si no hay nada que hacer, pues pocas cosas hay más placenteras que sentarse en una silla de mimbre en la calle, a ver la gente que pasa, y permanecer allí horas y horas, hasta que alguien reclame su atención.
A mí tampoco me apetece hacer nada, hoy. Estoy todavía cansado del larguísimo viaje en autobús, con pocas ganas de pedalear. Demoro la salida cuanto puedo. Me bajo hasta el mar para ver el puerto y trato de distinguir qué montañas pertenecen a Lesbos enmedio de una costa irregular y accidentada. Pero pocas cosas hay que retengan mi atención. Siento un estraño vacío en mi interior.
Y, como ayer, el pavimento vuelve a ser una tortura insufrible, un conglomerado de piedras y poco asfalto sobre el que yo y mi bicicleta vamos pegando botes, castigando espalda y posaderas.
De brinco en brinco llego a Ayvalik, un coqueto pueblo pesquero de casas bajas por el que, hoy domingo, pasean acomodadas familias venidas de Estambul. Hay gente que va en bicicleta, un puerto deportivo y puestos ambulantes donde venden pescado.
Debería estar circulando por una carretera panorámica, pero no se ve ni rastro de la plaj, la playa. Todo lo que está a la vista son enormes extensiones de olivos que tiñen de tonos plateados las colinas hasta donde intuyo que debe estar el mar.
Ha comenzado la temporada de la aceituna. En los arcenes están aparcadas las furgonetas que han traído hasta aquí a hombres y mujeres que baten las ramas con estacas largas. En otros campos, la recolección se efectúa a mano, con los temporeros encaramados en primitivas escaleras triangulares mientras el patrón, siempre presente, supervisa el trabajo con el cigarrillo en los labios y una moderna chaqueta de cuero sobre el hombro.
¿Cuántos olivos habré visto en cerca de dos meses? Bastantes miles, sin duda. Los había en Marruecos, Argelia, Túnez, Jordania, Israel, Siria y ahora en Turquía. No existe otro árbol que resuma mejor la quintaesencia de este mar. Haz la prueba: fotografía cualquier paisaje ribereño en el que aparezcan unos olivares, y con certeza tus amigos situarán al momento la zona del mundo donde has pasado las vacaciones.
Esta especie, de tronco retorcido y copa redondeada, puebla las costas mediterráneas desde hace miles de años. Los fenicios exportaron el nuevo árbol a los confines del Mediterráneo, donde sustituyeron a los hasta entonces endémicos olivos salvajes. Gracias a este pueblo de navegantes, se comenzó a plantar en el delta del Nilo, Creta, el archipiélago helénico y la península ibérica, luego los griegos clásicos lo llevaron a Sicilia, la península itálica, Túnez y al resto de occidente mediterráneo y los romanos completaron el trabajo.
El árbol poseía numerosas bondades, pero la más apreciable era el aceite que se extraía de su fruto. Con él se aliñaban comidas, se alimentaban lámparas que alumbraban las noches sin luna, se preparaban brebajes curatorios para sanar a enfermos o ungüentos para aliviar heridas. También se usaba para embellecer el cutis o el pelo, con finalidades higienistas e incluso bélicas. Servía para untar el cuerpo de los gladiadores antes de saltar al coliseo, para conjurar malos espíritus, para ofrecer sacrificios a los dioses o para conservar alimentos. En Babilonia, el médico era conocido como asu, o aquel que conocía las virtudes de los aceites.
Tantas eran sus utilidades en la vida cotidiana, que ese líquido espeso y dorado, que se transportaba por vía marítima en ánforas de cerámica y odres de piel, se convirtió en un símbolo de las sociedades a las que beneficiaba. El árbol que prodigaba ese regalo de dioses quedó para siempre asociado a la inteligencia y a la paz, a la purificación y a la fuerza, a la magia y a la virtud, a la fortaleza y a la unidad mediterránea. Por esta razón aparece citado en numerosos pasajes de la Biblia y del Corán, y por ello mismo a los vencedores olímpicos de los juegos clásicos recibían como premio una rama de olivo.
Claro que el rentable producto también tuvo épocas malas. En la Europa medieval, muchos olivares fueron abandonados. El producto, imprescindible para las ceremonias litúrgicas, escaseó tanto que se llegó a considerar dinero en efectivo. Sólo las clases nobles y el estamento religioso lo podían adquirir.
De nuevo fueron los árabes quienes conservaron la tradición heredada de los clásicos. De modo que los campos del sur de Europa volvieron a quedar cubiertos del vegetal más mediterráneo.
Sea porque es domingo, sea por el Ramadán, Turquía parece hoy paralizada. En un restaurante de carretera que encuentro abierto, la señora de la casa me sirve sopa y pollo cortado a dados con salsa de tomate, pimiento y aceite, de oliva, claro. Permanece a mi lado mientras como, mirándome a los ojos en busca de un gesto de aprobación, que le concedo gustoso. Estaba todo buenísimo.
Y sigo, pedaleando como un autómata, con las piernas endurecidas tras más de tres mil quinientos kilómetros de bicicleta, mientras bordeo la bahía de Edremit. El mar vuelve a ser visible, y, tras él, las cimas del parque natural de Kazdagi, verdes bajo un cielo azul.
A la salida de Edrenit, hay familias que limpian el coche y otras que practican la también muy arraigada costumbre occidental de pasar los fines de semana en centros comerciales: “Ya es Ramadán en el bazar Omar”; “grandes descuentos por Ramadán”; “disfrute del Ramadán con nosotros”, parecen incitar al consumo los carteles publicitarios.
Llego a Altinoluk con el último sol, en el momento en el que una barca se retira sobre un mar de cristal. El pueblo es turístico, pero todo sosiego. Hay algunos hoteles y restaurantes abiertos, y tiendas donde venden aceite de oliva en bonitas botellas de vidrio.
La gente es apacible y triste como la música que escuché en la estación de autobuses de Izmir. Son mediterráneos, pero no de ese tipo extrovertido y gritón que encuentras en Valencia, Nápoles o Orán. Pertenecen a esa otra clase de ribereños meláncolicos que proliferan en Grecia, Marruecos o Sicilia.
Tranquilidad, tristeza y melancolía; extroversión, escándalo... Resulta difícil trazar un mapa de los distintos caracteres humanos que habitan junto a este mar. Es casi imposible delimitar dónde termina una forma de ser y dónde comienza la otra. Todo está tan mezclado como la larga y compleja historia de idas y venidas que han alimentado a todos estos pueblos, tan parecidos como distintos, tan cercanos y al mismo tiempo tan lejanos.
Iré a dormir temprano, hoy. El hotel donde me hospedo tiene calefacción y quiero recuperar horas de sueño perdidas. Me apetece poco hablar con nadie o ir de visita. Ayer renuncié sin dificultad a ir a Bérgama, donde hubo una biblioteca que rivalizó con la de Alejandría, y mañana no tengo ninguna intención de ir a Assos, donde se conserva un templo a la diosa Atenea. Sólo por curiosidad, contemplo un mapa de la zona que reseña la presencia, a pocos kilómetros del pueblo, de un monasterio, un teatro griegos o de un templo consagrado a Afrodita.
Estoy ya en tiempo de descuento. Siento que el viaje se apaga con la misma rapidez con la que corren los días. Es la desesperanza del viajero que querría que el trayecto continuara y continuara como una cinta sin fin.

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