Gabriel Pernau

En bici por Marruecos, Argelia, Túnez, Egipto, Jordania, Israel, Palestina, Siria, Líbano y Turquía

Mosaicos romanos


TÚNEZ-HAMMAMET, 114 km. (bici)
Las dos últimas semanas y media han sido estresantes. Entre bicicleta, autobuses y minibuses, taxis de todos los colores y ferries, llevo recorridos dos mil quinientos kilómetros. Dentro de unos días subiré, en esta misma ciudad, al avión que me llevará a Egipto. Podría aguardarlo sin moverme o, mejor, buscarme un hotel junto al mar y aprovechar las comodidades que me brinda este país.
Pero no me apetece quedarme parado, así que bajaré hacia el sur sin prisas, con tiempo para visitar el país, descansar, comer bien. Y también me acercaré a la frontera libia, por si las moscas.
Para comenzar, me voy a El Bardo, el museo nacional de Túnez y el más importante del Magreb. En las salas de dos bellos palacios de los siglos XVI y XIX se guarda la principal colección de mosaicos romanos que existe. Los hay del tamaño de una mesa de jardín y otros de cien metros cuadrados, pero lo que más me llama la atención son los restos de un naufragio descubierto en 1907. Corresponden a una nave romana de cuarenta metros de eslora, cargada con anclas de trece toneladas y con las bodegas llenas de piezas de plomo, fundidas en Hispania, a modo de lastre. El bajel había salido de Atenas sobre el año 80 antes de Cristo y se dirigia a Roma. A causa de una tempestad, el capitán puso rumbo sur para evitar el siempre complicado paso de Messina. Acabó naufragando cerca de Túnez. Alrededor del pecio, desparramados sobre el fondo marino, los buzos encontraron obras de arte de bronce y de mármol.
Al salir del museo me dirijo a Sidi Bou Said, un pueblecito inmaculadamente blanco que se levanta al norte de la bahía de Túnez. Desde la colina en la que se halla clavado, el Djebel Manar, o montaña del Faro, los cartagineses advertían con facilidad la llegada del enemigo.
La vista sobre la única entrada marítima a este inmenso golfo es espléndida. Admiro el paisaje con la única compañía de unos enamorados que mordisquean el shawarma que han comprado en el pueblo, un follonero grupo de turistas y tres chicos tunecinos que, cogidos de la cintura, contemplan con la vista perdida el horizonte. A nuestros pies queda un moderno puerto deportivo, la albufera que acoge el principal puerto del país y, algo retirada, la ciudad, que de este modo quedaba protegida ante un posible ataque por mar.
Pese a tan privilegiada situación, ni Túnez ni la vecina Cartago se libraron de invasiones y saqueos. La próspera colonia fenicia fue aniquilada por los romanos, que no soportaban que nadie les hiciera competencia, y, Túnez, la ciudad que la sucedió, fue saqueada en numerosas ocasiones, que por algo era una de las capitales del Islam. No llegaba al esplendor de El Cairo, Bagdad o Córdoba, pero en el siglo XV contaba con cerca de cien mil habitantes. A su puerto llegaban mercancías de Oriente y Africa con destino a Europa y a los países más occidentales del Magreb.
La ciudad fue siempre considerada la llave que abría o cerraba las puertas del Mediterráneo. Sidi Bou Said era como la guardiana del imperio, además de santuario sufí.
En la actualidad, es un pueblo encantador, de tranquilas calles peatonales, paredes encaladas, puertas y ventanas pintadas de color azul claro y patios llenos de flores. En los días punta del estío recibe a más de cien mil turistas, mientras el resto del año sólo quedan artistas y familias bien.
Yo también me voy, pero sólo arrancar, palidezco: el plato central de la bicicleta, el que más uso, baila como un condenado. Quizás anteayer recibió un golpe, con tanto cargarla y descargarla en taxis y autobuses. Tendré que andar con cuidado a partir de ahora, porque queda mucho camino por delante.
La carretera baja hacia el sur paralela a la costa, por los pueblos de Kram y la Goleta, ¿y después? “Tiene que tomar la otra carretera”, me advierte un autoestopista. “Por cierto –dice en un tono de voz más reservado-: ¿puede ayudarme? Llevo tres días sin comer y durmiendo en vagones de tren”. Me cuenta que es del sur, que vivía en una residencia de la capital hasta que le expulsaron. Y ya se sabe qué sucede en los países mediterráneos, que sin amigos, ni casa ni trabajo...
Le doy dinero suficiente para dos comidas y sigo por una carretera que queda cortada por el canal de salida del puerto. En diez minutos, un transbordador me deja en la otra orilla y con la compañía de multitud de camiones, en poco más de una hora me planto en Hammam Lif.
“Habla usted un francés muy raro”, advierte el hombre del restaurante que he escogido para comer. Y yo digo que sí, bastante raro, tanto, que en Argelia les sonaba a marsellés.
“¿Le pongo chatsuca?”, me pregunta mientras señala una salsa rojísima. “Está hecha de guindilla, tomate y huevo; los tunecinos la ponemos en todas las comidas”.
Seguro que está muy rica, pero mi estómago exige prudencia.
En pocos minutos, unas nubes bajas y negras cubren el cielo, se desata un viento del norte que arranca toldos y tumba mesas y cae una tromba, primero de agua, luego de granizo, tan atronadora que impide mantener cualquier conversación. La calle se convierte en un torrente, los coches se detienen con las luces encendidas y los viandantes se guarecen del chaparrón en soportales de las tiendas mientras corro a proteger la bicicleta.
Pregunto a gritos si es normal un aguacero de esta intensidad, y el hombre asegura que no, pero que, si ha empezado, casi seguro que dura toda la tarde.
El Mediterráneo tiene estas cosas. Los que hemos nacido junto a este mar ya nos lo sabemos de memoria. Aquí no es como en los países del interior o del Atlántico, que ven venir las precipitaciones con anticipación y que, una vez éstas comienzan, van dejando caer su preciosa carga de forma dosificada, sin alterar el ritmo de las gentes, templando caracteres y humedeciendo la tierra.
Nuestro mar es plácido y tranquilo, casi un lago, dicen quienes lo contemplan desde la distancia. Pero bajo esta apariencia mansa, más allá de las calas rocosas llenas de pinos, se esconde una bestia adormecida que, mientras los niños juegan a hacer castillos de arena en la playa y los padres duermen la siesta bajo una sombrilla, acumula fuerzas de forma callada, sin mostrar jamás sus intenciones. Hasta que, en el lugar y el momento en que uno menos se lo espera, descarga toda su energía con una mala leche inaudita.
Los marineros son quienes mejor conocen este mar traicionero. Cuando comenzaba a practicar windsurf en l’Escala con vientos de tramontana, mis amigos pescadores se indignaban al verme salir hacia la playa tan pancho, con todos mis trastos. “¡Estás loco!”, decían alarmados. Y los marineros que han aprendido a navegar en velero en el Cantábrico descubren, estupefactos, lo difíciles, fatigantes e imprevisibles que pueden llegar a ser estas aguas.
Por fortuna, mi chaparrón dura poco más de media hora, y al cabo de un rato más me decido a proseguir. La carretera ha quedado hecha un asco, con charcos que cubren las ruedas, así que, pese a que llevo alforjas estancas, me dirijo al hotel más cercano. Pero el sitio es triste y está junto a la carretera, y como ya tengo los pies empapados, pedaleo doce kilómetros más hasta el siguiente hotel. Y al final, como me da pereza parar, sigo hasta Hammamed.
Ha quedado una tarde espléndida. El sol vuelve a lucir y el viento ha amainado. Un bonito arco iris se eleva sobre los olivos, animándome a avanzar. Paso por Grombalia, localidad vinícola donde un monumento rinde homenaje a los vendimiadores en un entorno plagado de viñas. Y más allá, en Turki, unas mujeres caminan por las calles cubiertas por finas telas blancas que, desde los hombros, les caen rectas hasta los pies.
Entro en Hammamed después de la puesta de sol. Algo apartados del centro se levantan esos grandes complejos turísticos que, según protestaba el señor del restaurante, después del 11-S y de la guerra de Iraq, sólo se llenan a costa de reventar precios, a 160 euros la semana, todo incluído.
Estamos en temporada baja, y, sin que lo pida, la recepcionista del primer hotel que encuentro me hace un descuento del veinte por ciento. Un camarero con pajarita me entrega un zumo de frutas de bienvenida, que saboreo tumbado en un sofá.
No parece haber mucha gente, por aquí. De las doscientas habitaciones que debe haber, no más de diez estarán ocupadas. Al llegar he visto a una muchacha italiana que trabaja de animadora y a una alemana de mediana edad que ha recogido las llaves y ha subido en compañía de un joven tunecino.
Se ve todo muy apagado. La tarde se vislumbra poco prometedora

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