Gabriel Pernau

En bici por Marruecos, Argelia, Túnez, Egipto, Jordania, Israel, Palestina, Siria, Líbano y Turquía

Petra, la ciudad de piedra


WADI MUSA (PETRA)
Petra, la ciudad de piedra, la de los cañones, la de los palacios y las tumbas monumentales, el escenario de una de las películas de Indiana Jones y el principal reclamo turístico de Jordania.
En medio del desierto y de la nada surgió una civilización efímera pero esplendorosa. Sus habitantes hablaban el nabateo, un idioma que, al igual que el judaico, el palmireno, el mandeo y el siríaco, procede del arameo, la lengua que hablaba Jesús.
En el siglo VI antes de Cristo, las tribus beduinas que poblaban lo que hoy es Petra descubrieron la agricultura. El agua era escasa, pero aprendieron a canalizarla y conservarla en manantiales del tamaño de una piscina olimpica alrededor del cual hicieron crecer bonitos jardines. La ciudad se convirtió en destino de las caravanas que llegaban del sur de la península arábiga después de largas semanas de travesía de un desierto que, en palabras de Ibn Battuta, “quien entre en él, dése por muerto; y quien de él salga, téngase por nacido”. Petra deslumbró a viajeros y a mercaderes, que pagaban un derecho de paso, y, al conseguir controlar nuevas rutas comerciales, sus dominios se expandieron desde el sur de Damasco al norte de Arabia.
Los nabateos se helenizaron con las invasiones de Alejandro Magno, se dejaron influir por su arquitectura y su religión y los romanos incorporaron el territorio al nuevo imperio. Fue el inicio de su declive. La emergente Palmira, en Siria, le tomó el relevo, y la estrella de Petra se extinguió de forma paulatina hasta casi desaparecer.
Están poco aclaradas las razones del fin de Petra. Las caravanas siguieron pasando por allí pero la ciudad jamás volvió a ser lo que había sido. Se suele decir que a partir de las invasiones árabes, entró en un largo periodo oscuro que, salvo una breve interrupción durante las Cruzadas, se alargó doce siglos. Los arqueólogos que han estudiado los escasos recursos de la zona apuntan a una posibilidad que también liquidó a otras civilizaciones: el exceso de población.
Pero el misterio se mantiene. Sus imponentes tumbas de piedra rojiza guardan celosamente el secreto.
Petra fue redescubierta para el conjunto de la humanidad en 1812. A Jean Louis Burchhardt alguien le había hablado de unas fantásticas y muy antiguas ruinas. Conducido por un guía local, este joven arqueólogo suizo encontró, más allá de un desfiladero, una ciudad perdida habitada por beduinos que vivían en edificaciones horadadas en la piedra caliza hacía dos mil años.
La leyenda cuenta que los descendientes de los nabateos se habían resistido a revelar su existencia al mundo para evitar que la ciudad de piedra fuera amenazada por extranjeros. Pero la historia suena demasiado romántica. Lo más probable es que esas gentes humildes no tuvieran nada que revelar al mundo, porque bastante tenían ya con subsistir.
Sea como fuere, los beduinos fueron expulsados de sus casas y de su ciudad. A mediados de los años ochenta, el gobierno jordano les construyó viviendas nuevas y reservó las ruinas para uso exclusivo de los turistas.
Algunos beduinos todavía se acercan al lugar en el que un día vivieron. Pero ya no van a sus casas, sino a vender presuntas monedas antiguas a los extranjeros.
El turismo es escaso, en estas fechas, y las entradas al recinto se venden a mitad de precio. Aun así, a Robert le sigue pareciendo un abuso. Insistente, esgrime su carnet de estudiante ante las narices del taquillero. Éste, sin embargo, se mantiene impertérrito.

-En Europa hay mucha gente que sigue estudiando a los 45 años –protesta el alemán.
-Su carnet está caducado –le dice el otro.

-¡Pues claro, si llevo tres años lejos de casa! En Egipto siempre me lo aceptaron.

El hombre se mantiene firme, y el viajero impenitente acaba por pagar.
“¡Es increíble!”, refunfuña Robert, antes de desaparecer hacia el interior del recinto a grandes zancadas.
Me quedo con Tony, un australiano tranquilo con quien, durante seis horas, visitaré Petra. Vamos a nuestro aire, de forma anárquica. ¿Que todos los visitantes comienzan su recorrido por el impresionante desfiladero de Siq?, pues nosotros nos adentramos en una estrecha garganta detrás de unos franceses, deslizando nuestros traseros por rocas desgastadas por el agua, hasta llegar a un ancho valle donde encontramos las primeras casas, tumbas y palacios excavadas en la roca.
Lo más bello son las fachadas, cuyas partes altas están rematadas con cenefas en forma de escalera que recuerdan una barbaridad a los castillos del Atlas marroquí. Pero a pesar de que están vacíos, no podemos resistir la tentación de curiosear en el interior de todos los templos.
“Es precioso”, suspira una holandesa, que promete volver a Petra en el futuro, de forma tan sincera como, con toda probabilidad, difícil de cumplir.
En el teatro romano nos sentamos en la grada excavada en la roca, con capacidad para siete mil personas, y hablamos con un anciano de ojos transparentes. Dice tener dos mujeres y doce hijos y se deja fotografiar con gesto indiferente.
Desde el decumanus romano, subimos unas empinadas escaleras que conducen a un pequeño museo. Desde allí la vista es excepcional. Shair nos invita a sentarnos en un banco a la sombra y nos ofrece un té. La bebida tiene algo de ritual de bienvenida. El hombre no espera nada a cambio. Simplemente, le reconforta que estemos aquí con él, ver cómo recuperamos fuerzas.
En Petra hay muchas cosas por ver. Arriba, en las montañas, se encuentran más tumbas y un castillo cruzado, pero yo ya tengo suficiente y Tony tiene intención de regresar mañana.
Volvemos al valle y nos acercamos al archifotografiado Tesoro. Es, con diferencia, lo mejor de Petra. Esta tumba de un rey nabateo quizá no es la más grande, pero sí la mejor conservada. Su ubicación, en un punto donde las montañas se juntan hasta casi tocarse, la ha protegido de la erosión causada por el sol y del viento. Ante este templo de columnas dóricas de veinte metros de alto viene la población local a alquilar camellos y caballos, y aquí mismo se dejan retratar los agentes de la policía beduina, con sus amplias telas de color caqui, sus pistolas de época y sus cortos puñales curvos.
El Tesoro es también el lugar escogido por los guías para recitar sus historias.

-Las puertas de los templos eran de piedra y pesaban varias toneladas -cuenta un señor a una familia argentina-. Y si se fijan verán que la tercera columna de la izquierda se ha restaurado.
-Bastante mal, por cierto –puntualiza el padre.

-Los nabateos trabajaban mejor que los jordanos -justifica el hombre con sentido del humor.

Salimos por el desfiladero de Siq, la que fue entrada principal a Petra. Mide poco más de un kilómetro, y es tan estrecho que en algunos pasos apenas pasa una carreta. Conserva un tramo de calzada romana y en la roca aún es visible el sistema de recogida y canalización de las aguas que se escurrían por las paredes.

-Hello!

Tony saluda a una chica japonesa a quien conoció en Damasco y a quien volvió a encontrar en Palmira. Durante unos minutos, cuentan experiencias, comparan precios y servicios de los hoteles en los que se alojan.

-Es una chica muy valiente –cuenta el australiano con admiración al continuar-. Viaja sola y está encantada. Sólo en Israel tuvo un problema. En el monte de los Olivos se le hizo de noche y dos hombres le dieron un susto.

A la hora de la cena, el malhumorado de Robert está más tranquilo. Ha disfrutado con la visita, asegura mientras Tony bebe su medicina, un cuarto de litro de arak, un licor de anís de setenta grados que ha rebajado con agua.
Después de cenar, bajo a la plaza donde ayer conocí al alemán. Sólo la cafetería sigue abierta. La lleva Naguib, un egipcio que, en cuanto un europeo se acerca a menos de diez metros de su local, le saluda a gritos para que venga a consumir: “¡Sir, sir! ¡Bienvenido! Pase, pase... ¿Quiere comer?”.
Le digo que a los occidentales nos suele intimidar que nos chillen, que su bar está bien situado, que lo único que consigue es ahuyentar a posibles clientes, pero él replica que si no actúa así, la clientela pasa de largo: “Tengo que competir con los locales que recomiendan los recepcionistas de los hoteles a cambio de una gratificación”.
Al cabo de un rato le doy la razón. Su sistema funciona. Le funciona con un japonés con cara de asustado que se deja conducir hasta una mesa, y le vuelve a funcionar con una pareja de catalanes muy habladores. Bueno, la que habla es ella, de hecho, y sin parar. “Ay, ¿has visto qué coches llevan los jordanos? ¡Mira, mira! ¡Si conducen mercedes y bemeuves! Ay; quién lo hubiera dicho. A mí me ha dejado parada, ¡eh!, de verlo”, comenta la mujer, muy sorprendida por todo, mientras su marido o compañero da vueltas y más vueltas a la cucharilla, con la vista perdida.
“¡Mira, mira, mira! Ese, qué turbante lleva”, grita ahora la mujer señalando, momento que aprovecha el marido o compañero para sumergirse de forma definitiva en las profundidades de su taza de té.
Naguib viene a sentarse a mi mesa. Regenta el restaurante desde que, hace cinco años, su hermano emigró a Holanda. Él renunció a su carrera de marino y al pequeño petrolero de mil quinientas toneladas que patroneaba, y se vino a Jordania a hacerse cargo del negocio.
Desconoce cuánto tiempo se va a quedar. Las cosas le van bien, como a la mayoría de compatriotas que han seguido el mismo camino. Con lo que aquí gana, su familia vive a cuerpo de rey en Suez.
Lo que ni se plantea es traerse a su mujer y a su hija. Están mejor allí, cerca de los padres y los amigos, asegura. “¿Qué iban a hacer ellas en Jordania, si éste no es su país?”, me pregunta desconcertado.
Los árabes se sienten orgullosos del sitio donde han nacido. Para ellos, el sentido de vivir en un lugar no va ligado al lugar donde duermes, sino a aquel donde te has criado, al pueblo o ciudad donde están tu familia y tu casa, al entorno donde siempre esperas volver, sea por Navidad o por Ramadán. En Damasco, por ejemplo, conoceré a un comerciante de Latakia que, pese a vivir en la capital siria desde hace doce años, prefiere decir que allí sólo trabaja.
Cuando anochece, las calles se vuelven a animar. Los primeros en salir de las casas son los niños, impacientes por tirar sus petardos, y los comerciantes. Para mí, llegó la hora de ir a descansar.

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