Gabriel Pernau

En bici por Marruecos, Argelia, Túnez, Egipto, Jordania, Israel, Palestina, Siria, Líbano y Turquía

Judíos de Djerba


HOUMT SOUK-ZARZIS, 74 km. (bici)
Vigésimo tercer día de viaje. Escribo en mi diario: me despierto cansado. El esfuerzo acumulado después de tres semanas de cambios constantes se deja sentir. Cada día la misma rutina: levantarse, recoger la ropa tendida, guardar las cosas en las alforjas como un autómata, desayunar, salir del hotel, repasar que no te olvidas nada... A veces me pregunto cómo consigo no quedarme quieto ni un momento. A menudo me digo que tendría que ir con más calma, que de mañana no pasa. Pero al día siguiente me despierto, y el deseo de bajar a la calle y gozar de un día nuevo, distinto, o la llamada de un buen desayuno son tan grandes que todos mis males desaparecen. El ansia por ver, descubrir, conocer parecen ser mi alimento.
Esta mañana todo resulta un poco más difícil, además. Ayer llamé a Sandra, que me dio la noticia de la muerte de Vázquez Montalbán. Me duele pensar que cuando vuelva a casa el faro de su pensamiento ya no estará allí para iluminarnos. El señor Manolo no estará. Se habrá marchado por sorpresa, sin avisar, en la fría sala de espera del aeropuerto de Bangkok.
Con las piernas flojas y el ánimo alicaído, me acerco a la sinagoga de La Griba, y, a cien metros del edificio, un policía con porte de armario se interpone en mi camino.

-Tiene que dejar la bicicleta en el párking -ordena con cara de pocos amigos.
-Si sólo es una bicicleta -protesto

-¡Al párking!
-Vale. ¿Y si me la roban?

-En Túnez no se roban bicicletas –añade en tono ácido-; si acaso, coches o aviones.

Hago lo que me manda y, ya sin bicicleta, aun le tengo que dar el pasaporte para que me deje pasar.
No es extraño. El 11 de abril de 2002, justo siete meses después del 11-S, la sinagoga sufrió un atentado en el que perdieron la vida dieciséis personas, alemanes y franceses en su mayoría. En un primer momento, el gobierno tunecino atribuyó la explosión del camión cisterna que incendió el edificio a un accidente, pero a los pocos días tuvo que rendirse a la evidencia: extremistas islámicos habían atacado un santuario judío en su territorio.
La elección no fue casual. La sinagoga de La Griba es la más antigua de Africa, y en ella se guarda uno de los libros sagrados más viejos que se conservan. El atentado pretendía perturbar la buena convivencia que, durante veinticinco siglos, ha dominado las relaciones entre los judíos, descendientes de los hombres y mujeres que fueron expulsados de Israel por Nabucodonosor, los bereberes y los sucesivos pobladores que llegaron a la isla.
Un anciano a quien conozco a la puerta del templo fue testigo del suceso. Todo, salvo la Torá, fue pasto de las llamas. “Fue terrible”, comenta de forma escueta.
La sinagoga ha renacido de sus cenizas y sus blancos muros son vigilados ahora, las veinticuatro horas del día, por militares armados y un circuito cerrado de televisión.
No se admiten visitas, hoy. Dos centenares de judíos de Djerba se han congregado en La Griba, la maravillosa, para celebrar el Simjat  Torá. Desde la puerta veo a hombres que descansan, descalzos, con los pies encima de los bancos, a niños que corretean de un lado a otro y a ancianos soñolientos, mientras una voz recita los textos sagrados. Todos llevan puesto el kipá, el tradicional bonete redondo, y el talit, una tela blanca sobre los hombros. En el interior del templo reina un ambiente fraternal y familiar, nada pomposo. Se ríe y se habla, y todo el mundo parece estar de excelente humor. En especial el niño que se dedica a rociar a los de dentro y a los de fuera con una pistola de agua.
La celebración tiene lugar una vez al año, cuando, después de haber leído la Torá a lo largo de doce meses, se llega al último episodio y se recomienza por el primero. Los niños son los protagonistas de la fiesta. Recitan unas bendiciones desde el estrado, los menores de 13 años son cubiertos con un talit y un adulto expresa su deseo de que “crezcan y se multipliquen sobre la faz de la tierra”.
De nuevo fuera del recinto, el policía armario parece más conciliador.

-He visto en su pasaporte que visita muchos países árabes. ¿De qué trabaja? –quiere saber.
-En una imprenta municipal –digo, mintiendo a medias.

-¿Y piensa escribir algo sobre los países que visita?
-Es posible. Ya veremos.

-Sobre los pueblos, los paisajes, las gentes...
-Sí.

-Y de los tunecinos qué dirá, que son siempre gentiles y sonrientes, supongo.
-Bueno, todavía no lo sé. Pero eso de que son gentiles y sonrientes... Depende del caso.

En el cercano pueblo de Erriadh es día de mercado. Consigo hacerme con una silla en un concurrido café, y desde la sombra contemplo a la muchedumbre entre paradas donde venden ropa, cazuelas y relojes, especias, carátulas de móvil y capazos de paja. La forma de vestir de las mujeres, con telas blancas y anchas rematadas con bandas de color naranja o rojo y con sombrero de paja, recuerda a las guanches de Canarias. Unos dos mil kilómetros las separan, pero una cultura común, la bereber, las une.
Desde el centro de la llanísima isla, me planto en un santiamén en la costa este, que recorro en dirección al continente siguiendo una lengua de playa lisa y ancha, casi infinita. Tan grande llega a ser, que en algún momento sólo alcanzas a atisbar el mar allí a lo lejos, en el horizonte. Y la superficie es dura, perfecta para rodar en bicicleta, como compruebo durante un par de kilómetros. Pero, sediento y sin agua, sigo por la carretera hasta El Kántara (el puente), donde debería haber un pueblo. “Es esto”, me anuncia un policía mientras señala un par de casas.
Decepción.
Bajo un sol abrasador, con mar a derecha e izquierda, pedaleo siete kilómetros más sobre una cinta de asfalto bajo la que se oculta la vieja calzada romana, y en la otra orilla, por fin, encuentro un cobertizo donde comer. Junto al mar, saboreo pescado y ensalada, tal como lo hacen los otros comensales, con las manos y depositando las espinas sobre el mantel, contemplando el lento planear de unas zancudas de color gris que de vez en cuando se van a posar sobre el agua.
Y después, de nuevo al tajo, a la carretera, a despistarme con el vuelo de una mosca, a contemplar la bolsa que, impulsada por el viento, se levanta sobre los olivares o a esquivar la serpiente que cruza, zigzagueando, el asfalto ardiente.
En Zarzis encuentro cama y una ciudad grande y próspera, pero el centro está casi vacío. Me siento en un banco frente a la mezquita, junto a un hombre que mantiene la oreja pegada al transistor.

-¿Hay partido de fútbol? -le pregunto.
-No –responde, molesto. Y a los cinco minutos se levanta y se va.

Al rato, un chico cargado con una bolsa de grandes dimensiones me muestra un cuadro de metro y medio que reproduce un texto coránico en una precisa caligrafía de color dorado sobre fondo negro. Es muy bonito, le digo, pero no sabría dónde ponerlo.
A la mezquita van llegando los fieles para la oración de las seis menos cuarto. Los primeros en llegar lo hacen sin prisas, y se quedan un rato charlando antes de pasar al interior. A las seis menos veinte, ya a paso ligero, convergen en la plaza hombres de todas las edades y condición social. Un centenar largo llegan a pie, veinte en bicicleta o ciclomotor y nueve en coche.
Cuando el almuédano llama a oración, la plaza queda de nuevo vacía, y yo, más solo y aburrido que una jirafa en Alaska. ¿Qué debe hacer la gente en Zarzis un domingo por la tarde? ¿Dónde estarán los que no han ido a la mezquita?
En un cyber café encuentro a Said, que tiene casi tantas ganas de hablar como yo.
Mi interlocutor regenta un Publicnet, un negocio que pese al nombre y a su aire de edificio oficial, es privado. Y no hay, en Túnez, demasiados lugares donde conectarse a Internet.

-Este lo controla todo –suelta, impertérrito, mientras señala el retrato del presidente Ben Alí que tiene detrás.

Es poco habitual que un árabe se refiera a su presidente de forma tan despectiva. La gente siempre se dirige al que manda con el mayor respeto. Es una norma de hoy y de siempre. “Incluso si el gobernante era injusto e impío, solía aceptarse de todos modos que había que obedecerle, porque cualquier forma de orden era mejor que la anarquía”, cuenta Albert Hourani en La historia de los árabes. Con esta máxima, los musulmanes han soportado a muchos déspotas. Califas, sultanes y reyes que han legitimado su poder en la religión, en la premisa de que son descendientes de Mahoma y que su poder terrenal se ejerce para preservar la civilización y la paz.
Pero a Said este sistema no le satisface. En cerca de medio siglo, Túnez sólo ha tenido dos presidentes. El primero, Burguiba, ascendió al poder tras la independencia, en 1956, y se hizo proclamar presidente vitalicio hasta que, en 1987, fue destituido por su primer ministro, Ben Alí. La candidatura de éste salió reelegida en las elecciones presidenciales de 1994: sólo el 0,1 por ciento de los electores se abstuvieron de votarle.

-Yo no quiero un país así –protesta-. Tenemos una dictadura que reprime a la gente, que elimina a la oposición y que prohibe a los hombres llevar barba y a las mujeres el yihab. Y todo por culpa vuestra, los europeos -me acusa.
-¿Culpa nuestra?

-Sí, porque vosotros y el francés Chirac pusisteis a Ben Alí, que es una nueva forma de colonialismo bajo una apariencia de democracia. Él se cuida de que todo esté al gusto de Estados Unidos y de Europa.
-Tu querrías una democracia...

-Sí, pero no como las vuestras. Tendría que ser una democracia adaptada a nuestra forma de ser, árabe y musulmana.
-¿Y qué mal tiene nuestra democracia? Los tunecinos podrían elegir a quien más les gustase.

-Nuestra democracia tendría que ser como las que tuvimos en el pasado, en la época de los califas.
-¡Pero de esto hace más de mil años! ¿Cómo sabes que aquello funcionaría ahora?

-Porque funcionó en el pasado: está escrito, en el Corán y en los libros de historia.
-Entonces, quieres un régimen como el de Irán.

-Sí, con algunas correcciones.
-Pero un régimen religioso no complacería a todo el mundo.

-Eso también está previsto.

Said se siente incómodo por el cariz que toma la conversación y cambia de tema.

-Mira; las mujeres árabes tienen más derechos que las europeas –afirma-, y les gusta la vida que llevan. Y además, ¿Europa es un modelo? Por lo menos nosotros no encerramos a los mayores en una residencia ni permitimos que una mujer mayor viva sola. Yo nunca dejaré que mi madre o mi esposa vayan al supermercado, que tengan que hacer cola y volver a casa cargadas. ¡Si en Europa, para vender chocolate te muestran a una mujer desnuda! ¿Éstos son los derechos de la mujer?
-Hay cosas en las que tienes razón –le digo-, pero, ¿no deberían decidir las mujeres lo que más les conviene?

Said vuelve a cambiar de tema.
Dice que quiere un cambio radical, pero que resulta muy difícil porque Túnez está controlado por “familias mafiosas” y porque la gente es vaga: “¿Has visto al chico que se acaba de ir? Quería que le mandase unas fotos por correo electrónico. No se toma la molestia de aprender. ¡Es increíble!”.
Said vive el drama de Palestina como un asunto propio, sufriendo, a pesar de la distancia, al lado de los palestinos. “¿Y qué pasa con Israel y su primer ministro, Ariel Sharon, un ukranio que quiere expulsar a los palestinos, que llevan miles de años allí? Europa podría utilizar su influencia para resolver esta injusticia, pero siempre hace el juego a Estados Unidos. Nosotros, los árabes, jamás habíamos tenido problemas con los judíos. ¡Fue en Europa donde se produjo el Holocausto!”, clama indignado.
En eso también le doy la razón. Los países cristianos han sido más beligerantes con los hebreos de lo que lo fueron los musulmanes. Los judíos vivieron en ciudades del norte de Africa y de Oriente Próximo desempeñando profesiones y oficios en los que estaban especializados. Solían ser bien tratados por los gobernantes, que se aprovechaban de sus habilidades y conocimientos, y aun en el caso de Marruecos, en que fueron obligados a hacer vida aparte, fue para protegerlos de las periódicas iras de las gentes. Pero allí jamás sufrieron el grado de persecución de que fueron objeto en Europa.
Said es de buena familia. Ha viajado por la costa este de Estados Unidos, por Tailandia o por Siberia y todos sus hermanos son universitarios, incluso la chica, que es médico. Pero no quiere saber mi opinión, y cuando expongo mis razonamientos, no los escucha.
Sólo se escucha a si mismo.

-A pesar de todo, sé bienvenido a Túnez -me despide.
-Ve con cuidado –me permito aconsejarle-; el peligro de radicalizarnos siempre acecha.

-Tienes razón, pero es inevitable cuando ves todas las injusticias que se cometen.

Es hora de ir a cenar. Said me recomienda una pizzería que se encuentra al cabo de la calle. En el local hay chicos que visten pantalones piratas y un televisor, sintonizado en la RAI, que da una película sobre la Madre Teresa de Calcuta.
¿No podría haberme mandado a un restaurante tunecino? Por lo visto no. Para Said, yo pertenezco a otro mundo, y allí me tengo que quedar.

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