Gabriel Pernau

En bici por Marruecos, Argelia, Túnez, Egipto, Jordania, Israel, Palestina, Siria, Líbano y Turquía

TURQUÍA. Noticias de Estambul


QASTL MAAF-ANTAKYA-ADANA, 74 km. (bici), 200 km. (autobús)
En apenas una hora llego al fondo de un amplio valle con prados, casas de veraneo y los primeros bosques de hoja caduca que veo en muchas semanas. El suelo está empapado, la carretera, tranquila.
El camino hasta la frontera ha sido más fácil de lo que suponía. Tras ella está la provincia turca de Hatay, que hasta los años veinte perteneció a Siria.
Las relaciones entre ambos países nunca fueron buenas. Los árabes, tanto los sirios como el resto, no han perdonado a los turcos que rechazaran la arabización. Se convirtieron al Islam, pero a diferencia de lo que pasó en la práctica totalidad de tierras conquistadas en nombre de Alá, este pueblo procedente de las llanuras de Asia Central rechazó el idioma de Mahoma y las formas de vida surgidas de los desiertos arábigos. Sus miras estaban puestas en Occidente, hacia donde aún miran en la actualidad.
Siria y Turquía siguen enemistadas, y los viajeros que se desplazan en transporte público tenían, hasta hace poco, dificultades para encontrar un autobús que les pasara de un país al otro. La situación parece haber mejorado, por lo menos para alguien que viaja en bicicleta. En media hora puedo continuar la marcha.
Una pequeña carretera en mal estado me conduce por frondosos bosques hasta Yayladagi, un pueblo con casas de piedra y cubiertas de tejas inclinadas a los cuatro vientos. Los hombres visten botas negras altas y bombachos de gasa tan holgados que, entre las piernas, se les forma una bolsa exagerada.
La solitaria ruta por la que circulo está señalizada como E-90, esto es, como uno de los grandes ejes que en el futuro conectarán los confines de la Unión Europea. Y es que los turcos parecen tener prisa por ser europeos. No en vano su país fue de los primeros en adoptar la matrícula comunitaria.

Los carteles han llegado antes que las obras, sin embargo. Los trabajos están abandonados. Paso por tramos sin asfaltar, cubiertos de grava o de barro, pegando botes y patinando al pedalear.
Luego la calzada serpentea hacia las alturas, en pos de unas tierras de cultivo altas, con matojos y pedruscos, perfumadas por hierbas aromáticas.

-¿Sprechen die Deutsch? -me pregunta un hombre al pasar.

Por una vez, tengo la sensación de que mi atuendo es del todo inapropiado. Pero, ¡qué alivio poder leer los rótulos e indicaciones que uno encuentra en la vía pública! De esta forma uno puede llegar a entender palabras tales como taksi, polis, stasyon, koifur (peluquería), çizburger (hamburguesa con queso), otel, garaj, konfeksyon, ecol, jandarma, telefon o lavabo. Hay que agradecerlo a Ataturk, el padre de los turcos, quien poco después de la creación de la república, decretó el abandono del alfabeto árabe y la adopción del latino.
Algo más maravilloso aún me acaba de alegrar el día: ¡los restaurantes están abiertos! Y no sólo eso: tienen toda la comida expuesta en frigoríficos alargados con cristales transparentes. Sólo tienes que entrar, saludar y señalar lo que te apetece comer. Arroz con verduras, ternera, un vaso de yogurt... ¡Lo que quieras!
Más complicado resulta cambiar dinero. Visito cuatro bancos hasta dar con uno, tomado por una multitud, donde acepten mis cheques de viaje. El empleado que me atiende insiste en cobrarme el trece por ciento de comisión. De nada me sirve protestar. El señor se encoge de hombros y, con muy buenas maneras, me dice que es lo que hay.
Me sale más a cuenta recurrir a un cajero, de modo que cambio sólo las mil doscientas libras sirias que me quedaban. Y ahora, a ver lo que me han dado: el primer billete es de quinientas mil liras... Los otros son de... ¡un, diez y veinte millones! Por el equivalente a veinte euros, soy treinta y tres veces millonario. No habrá quien se aclare con las paridades. ¿O sí? Espera: eliminando cuatro ceros, obtengo más o menos el valor en antiguas pesetas.
Con mis treinta y tres millones de liras en el bolsillo, me voy a la estación. Turquía es demasiado grande para atravesarla en siete días, de modo que entre esta tarde y mañana quiero recorrer un largo trecho en autobús.

-Salam aleikum -saludo en árabe, por error, a mi compañero de asiento.
¿Hablas árabe? –pregunta sorprendido.

-Shuei, shuei –digo balanceando la mano, que es una forma de decir un poquito, aunque sería más exacto responder que casi nada, pero no sé cómo se dice.

El vehículo se pone en marcha con casi tantos teléfonos móviles como cabezas, sólo dos de ellas cubiertas por un pañuelo.
El país parece haber cambiado mucho desde la última vez que estuve aquí, hace siete años. Ahora todo está limpio y bien puesto. El conductor maneja el vehículo con una dulzura y un respeto al código de circulación que me resultan desconocidos. Recuerda poco al lugar que conocí cuando iba camino de China, cuando por las carreteras de Anatolia se efectuaban adelantamientos triples, un coche por la izquierda, como corresponde, y otro por el arcén, por donde circulaba yo.

-¿Agua? –pregunta el hombre que se sienta a mi lado mientras abre un vaso de plástico precintado.
¿No sigues el Ramadán?

De forma discreta, da a entender que no, igual que muchos en Turquía.
Avanzamos por un terreno llano y modelado por la mano del hombre, con cultivos de secano, campos de olivos e hileras de cipreses alineados. A nuestra izquierda se levantan, como setas, unas montañas que ocultan la costa. Son las cimas del Musa Dag y Kizil Dag. En estas alturas se refugiaron miles de cristianos, durante el genocidio armenio. Se resistieron a ser expulsados al desierto, donde, si no morían de hambre, eran abatidos por los soldados. Una vez aquí, fueron rodeados por los turcos, cinco veces más numerosos. Los asediados no tenían escapatoria. La única salida posible eran los acantilados que daban al mar. Y hacia allí fueron, de forma casi suicida, y después de repetidas llamadas de socorro, Francia fue en su ayuda. Mandó a dos barcos de su flota, y por medio de botes unos pocos lograron salvar sus vidas.
Superamos las montañas por un paso llamado Belen y en un momento volvemos junto al Mediterráneo. En Iskenderun muchos pasajeros se apean, entre ellos mi compañero de asiento, que intenta despedirse.
-Good...
¡Güle, güle! -le digo en turco, deseándole buen viaje.

-Güle, güle –responde él con una sonrisa.

Sin separarnos del mar ni de la vía férrea, desde detrás de la ventanilla contemplo a unos niños que juegan en una playa de piedra blanca, y la localidad de Yakacik
La ciudad se halla en una grandiosa bahía que se adentra sesenta kilómetros tierra adentro. Tan ancha es que resulta imposible vislumbrar la otra orilla, como si un titán hubiera pegado un fenomenal mordisco a la costa antes de volver a sumergirse en las profundidades marinas. La realidad, sin embargo, es menos prosaica: la isla de Chipre, al desgajarse de la placa continental, dejó este enorme boquete.
El autocar no para en Yakacik, y es una lástima. Aunque sólo fuera para recoger un poco de arena para mi colección, hubiera estado bien detenerse un momento. Nos encontramos en el confín oriental del Mediterráneo, a unos tres mil quinientos kilómetros en línea recta de donde comencé el viaje. No existe ningún otro punto más alejado del estrecho de Gibraltar que éste.
En lugar de eso, nos incorporamos a una autopista que avanza hacia el oeste. El vehículo apunta directo hacia un sol de tonos anaranjados mientras sobre un llano liso, perfecto, se dibujan los contornos redondeados de algunas colinas aisladas. De los rastrojos que arden en los campos se elevan columnas de humo, que al llegar a cierta altura se diluyen en el cielo formando una nube fina y horizontal de tonos grisáceos.
A las cinco menos cuarto, algunos hombres piden agua para romper el ayuno y tres campesinas vestidas con pañuelos floreados, falda a cuadros y zapatillas de plástico reparten fruta y galletas entre los pasajeros. Tras este gesto de hermandad, el vehículo se llena de ruido de bolsas de comida y de olor a mandarina.
Nos detenemos cinco minutos para que aquellos que lo deseen puedan hacer sus oraciones, lapso que las señoras de las galletas aprovechan para liar unos cigarrillos y los más para orinar.
Media hora más tarde llegamos a Adana.
Me alojo en un hotel cercano a la estación, uno de los muchos que hay frente al museo arqueológico y a los seis rutilantes minaretes blancos de la gran mezquita.

-Se parece a la de Estambul –le comento al señor que me ha traído hasta aquí.
Sí, pero ésta es mayor –responde orgulloso Hussein-. Caben veintiocho mil personas. La financiaron los ricos de la ciudad, que han montado una gran carpa de lona para dar de comer a dos mil personas cada día.

A media tarde, ya de noche, Hussein me recibe en su tienda de alfombras, que está en la esquina. Interrumpe por un momento su juego de cartas solitario para ofrecerme un té.
Por televisión la cadena de noticias CNN ofrece imágenes de Estambul. Algo ha sucedido: se ve a gente ensangrentada, coches destrozados, ambulancias... “Han estallado dos bombas, y hay muchos muertos, centenares de heridos. Es un problema”, explica, lacónico, el vendedor, antes de concentrarse de nuevo en las cartas.
Pues sí que es un problema, cuatro bombas en una semana. La situación comienza a ser alarmante. Los islamistas han atentado hoy contra el consulado británico y un banco londinense. En pocos días, han matado a sesenta y dos personas, y a Hussein sólo se le ocurre decir que es un problema.
Él tiene claro por qué atacan a Turquía: “Política –susurra sin dejar de tirar cartas-. Nuestro país hace su política, que es distinta de la de los países árabes. Nosotros no queremos estar con ellos, sino con Europa y América. Política... Es un problema... Los terroristas están por todas partes”.
No es ésta la única mala noticia que recibo en la tienda de alfombras de Hussein. Mañana viernes es casi un día festivo, después del fin de semana vienen cuatro días de fiesta para celebrar el fin del Ramadán, y el viernes de la semana próxima casi nadie trabajará porque el gobierno concede un día extra de vacaciones. De puente en puente, los turcos harán un acueducto de diez días que aprovecharán para viajar y visitar a sus familiares. Y no sólo eso. En un país con cerca de setenta millones de habitantes y en el que la renta per capita duplica a la de Marruecos o Egipto, eso significa que las carreteras quedarán colapsadas, y que los billetes de autobús, tren o avión hacia los principales destinos están vendidos con semanas de antelación.
“¿Quieres ir a Antalya? Seguro que no quedan billetes -me desanima Hussein, que llama a un amigo para cerciorarse-. Dice que le queda una plaza para mañana por la noche. ¿Te interesa? Pero piensa que la costa sur está muy lejos de Estambul”.
Respondo que sí, que compro lo que sea, aunque Antalya esté a setecientos kilómetros de Estambul tomando el camino directo y a bastantes más dando el rodeo por la costa que tenía previsto. Más vale pájaro en mano, aunque eso me obligue a pasar veinticuatro horas en Adana y a viajar de noche. Desconozco por completo cómo seguiré luego mi camino hacia el norte.

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