Gabriel Pernau

En bici por Marruecos, Argelia, Túnez, Egipto, Jordania, Israel, Palestina, Siria, Líbano y Turquía

Tengo que llegar a Túnez


JIJEL-CONSTANTINA-ANNABA-EL KALA-TÚNEZ, 128 km. (autobús), 155 km. (autobús), 86 km. (autobús), 30 km. (taxi), 200 km. (taxi)
Si un día tu jefe te obliga a levantarte a las cuatro y media de la madrugada, es muy probable que lo mandes a freír espárragos y que, de forma inmediata, decidas cambiar de empleo. Pero cuando estás de viaje es distinto. Es tu proyecto, son tus vacaciones, y, como que eres tú quien decide, el mayor de los sacrificios se convierte en un pequeño paso que incluso aceptas de buen humor.
En mi caso, además, ya no es sólo el querer lo que me condiciona; también está el deber. Mi única obsesión del día es abandonar Argelia como sea, en taxi, en autobús o haciendo auto stop. Hoy, 13 de octubre a las doce de la noche, caduca mi visado. Y salir del país, llegar a Túnez, no es fácil. Ni por los accidentados cuatrocientos kilómetros que me separan de la frontera ni por las dificultades de transporte.
Mi día de locos comienza con el primer pitido del despertador: salto de un brinco de la cama, me meto bajo la ducha y, en un cuarto de hora -¡alehop!- ya estoy en la calle, pedaleando a oscuras en dirección a la estación de autobuses.
A las cinco y media en punto, el autobús directo a Constantina circula ya por un revirado trayecto, sin que las curvas me impidan arañar una hora y media de sueño.
Me despierto con las primeras luces del día. Un deslucido sol pugna por abrirse paso entre nubes grises y altas, mientras avanzamos por un terreno de onduladas colinas doradas. A mi lado ya no está la señora del velo y edad indefinible con la que he iniciado el viaje, sino un hombre mayor vestido con una gruesa chilaba marrón y con un turbante blanco. No se está quieto. Primero se mueve buscando el reloj que guarda en uno de sus hondos bolsillos. Luego sus gruesos dedos persiguen algo más pequeño que no encuentra. Sí, ya lo tiene, pero lo esconde en la mano al sentirse descubierto.
Cinco minutos más tarde, consigo ver de qué se trata. ¡Es un chicle! ¿Y por eso se escondía? ¿Será pecado mascar chicle en el autobús?
De forma disimulada, el anciano trata de desenvolver la deseada golosina. Cuando por fin lo consigue, mira a su alrededor en un lento movimiento de cabeza y, convencido de que nadie le ve -¡glups!-, para adentro.
De repente advierte que alguien ha sido testigo de su travesura, y aprovecho que me mira para decirle alguna banalidad. En francés macarrónico, me cuenta que vivió unos años en Marsella y que una vez visitó la mezquita de Córdoba. “¿Podrá mandarme una postal de la mezquita desde España?”, me pide.
A las ocho y media llegamos a Constantina, recojo la bicicleta y cruzo la ciudad de punta a punta, pasando por una sucesión de barrios polvorientos en los que se acumulan montañas de basura. La Gare Routière desde donde proseguiré el recorrido está llena de vehículos, maletas y gritos, movimiento de velos, prisas y miradas furtivas.
Un chico me lleva de la mano hasta su amigo Ahmed, que coordina las entradas y salidas de los autocares en los veinte muelles existentes. Es un trabajo que exige rigor, estar siempre atento al reloj, a que ninguna maleta se extravíe ni a que ningún pasajero se suba a un vehículo equivocado. Y también hace falta autoridad. Ahmed tiene: como un director de orquesta, abre paso entre la multitud a los coches que entran a toda velocidad para poder cumplir sus horarios e impide que alguno de los numerosos chicos que andan por aquí buscándose la vida consiga despistar algún equipaje.
Ahmed fue uno de ellos. Él también robó y bebió, confiesa. Fue un pecador. Pero ya no. Ahora va por el camino de la recta vía. A sus 30 años, es un hombre de fe. Hace ya dos meses que sigue el camino del buen musulmán, “el que marca el buen Dios”, afirma con convencimiento. Vivió ocho años en Marsella, donde tiene buenos amigos, y ahora trabaja para volver a Francia algún día. Allí, si puede, tratará de llevar una vida ordenada, y rezará cinco veces al día para que el todopoderoso proteja a él y a los suyos.
Y mientras me cuenta su vida, pasa el tiempo y pasan minibuses, demasiado pequeños para mi bicicleta. Lo que no pasa es mi constipado, agravado, creo, por el enorme estruendo que hay en la estación. Todo el mundo grita, casi a la oranesa, y en especial los chicos, que sienten una curiosidad desbordada por cualquier cosa, y que tienen toda la espontaneidad que les falta a los mayores. Hacen demostraciones de fuerza, se arriman unos a otros, se añaden a tu conversación, bromean, ríen y hacen lo que en casa más de uno llamaría mariconear: esto es, cogerse de la mano con una dulzura casi femenina, acariciarse o hacerse cariñitos con total desinhibición.
Mientras desayuno, por la radio informan de que la carretera de Burmedés ha permanecido cerrada toda la noche mientras el ejército buscaba al comando terrorista que había tratado de tender una emboscada a un convoy.
A las diez, llega mi autobús, y Ahmed corre a apartar a los vendedores que tratan de subir a bordo con sus grandes bandejas de frutos secos.

-¿Nos puedes dar tu número de teléfono? -inquieren sus numerosos amigos mientras me ayudan a cargar la bicicleta.
-Sí, claro. Pedídselo a Ahmed, él ya lo tiene.

Esta vez mi asiento es en la última fila, en una de esas plazas en las que vas pegando botes como si fueras montado en una cama elástica.
Abandono, sin haberla visto, Constantina, la antigua capital de los reyes númidas, la que fue una de las ciudades más ricas del norte de Africa en los primeros siglos de la cristiandad, la ciudad que debe su nombre al emperador Constantino, “el nido de águilas colgado en la cima de un risco”, como la describió Alejandro Dumas, la provincia donde nació el medio menorquín Albert Camus.
Camus procedía, por parte de madre, de una de las numerosas familias de Menorca que se instalaron en Argelia. Estas gentes abandonaron la isla huyendo de la miseria, y conservaron su idioma durante más de un siglo, el patuet, también conocido como catalán de Orán. Uno de los contingentes más importantes llegó al norte de Africa a principios del siglo XIX, con los franceses, y cuando los primeros colonos franceses, procedentes de la aristocracia, decidieron volver a Francia, algunos maoneses se convirtieron en propietarios.
Menos suerte tuvieron los peninsulares que se asentaron en Orán. A murcianos, alicantinos y valencianos se les negó el derecho a ser dueños de la tierra. Condenados a vivir como ciudadanos de segunda, como italianos y malteses, tuvieron que trabajar para los grandes terratenientes como mano de obra barata.
Argelia era ya, por aquel entonces, un pupurrí de nacionalidades. En 1872, vivían ciento veintinueve mil franceses, setenta y un mil españoles y dieciocho mil italianos, además de malteses y alemanes. Gracias a la extensión del cultivo de la viña, la cifra de europeos se triplicó en las cuatro décadas siguientes, llegándose a los tres cuartos de millón.
En una decisión salomónica, el gobierno de París impuso la nacionalidad francesa a todos los no magrebíes nacidos en Argelia que no la rechazasen de forma expresa, y, de la noche a la mañana, españoles, italianos, malteses y alemanes devinieron enfants de la Patrie.
Con el paso del tiempo, los colonos se consideraron a si mismos franceses, pero argelinos. Se forjó una identidad colonial autóctona y enraizada en la tierra, aunque sin relación alguna con lo árabe y musulmán.
Pero en la metrópolis eran nada más que pieds noirs, pies negros. No está claro el origen del término. Para algunos proviene de las botas que calzaban los primeros soldados franceses; para otros del color del que se teñían sus piernas después de pisar la uva; y, según una tercera versión, se trataría de una confusión fonética provocada por la similitud entre las locuciones árabes que significan hombres negros, por el color de la ropa más habitual de la época, y pies negros.
El caso es que, en 1962, tras la independencia, un millón de pieds noirs fueron evacuados a toda prisa, y Francia, y en especial la zona de Midi, se vio invadida de Pons, Sintes, Cardona, Orfila, Olives, Tudurí, Carreras, Agueda, Castell, Cavaller, Portella, Lucido, Lorenzo, Vella, Cerdán, Enguix, Forner, Jubilo, Bagur, Calderón, Luce-Becerra, Albarracín, Belmonte, Aparicio, Soler o Mas.
En plena euforia colonizadora, el novelista francés Guy de Maupassant había pronosticado que “la tierra, en manos de estos hombres (los europeos), dará lo que ella no habría dado jamás en manos árabes; es cierto también que la población primitiva desaparecerá poco a poco; es indudable que esta desaparición será muy útil a Argelia, pero es conmovedor que se produzca en las condiciones en que tiene lugar”.
Sucedió justo lo contrario: no desaparecieron los árabes del Magreb, sino los franceses.
Arabes son, ahora mismo, la totalidad de los pasajeros que me rodean camino de Annaba, hombres y mujeres de mil facciones distintas. Personas que, en privado, te abordan para preguntarte, con ojos maliciosos, si te ha gustado Argelia y muy en especial los argelinos, y que luego, cuando se suben al autobús, van todos muy quietecitos, con las piernas rectas, con la mirada perdida, siempre de frente, sin estornudar, bostezar ni decir nunca una palabra de más. El orden interno que rige en el interior del vehículo sólo se quebra cuando pasamos junto a un embalse y cuarenta y dos cabezas, y la mía a continuación, se giran a la derecha, en una sincronía perfecta, para ver lo vacío que está.
Todo lo que veré de Annaba es el monasterio de San Agustín, en lo alto de una bella colina. Lo veo a lo lejos y desde el interior de un autobús, o mejor dicho, de dos, al llegar, y, media hora más tarde, al partir en dirección a El Kala.
Superada la ciudad donde murió san Agustín, seguimos hacia el este. Hace ya siete horas que estoy en movimiento. Hoy es un día de autobuses, de estaciones, de agobios, de ir haciendo camino al transbordar. ¡Vaya forma de viajar! De estación en estación, paso de largo por ciudades que bien merecerían que les dedicara algún tiempo. El cuerpo me pide una tregua, pero estoy obligado a seguir.
El paisaje, más llano ahora, con paradas de dátiles junto a la carretera, desfila tras los cristales sin que casi le preste atención. Los pasajeros me han dejado de interesar. En mi cabeza sólo hay sitio para una idea: salir de Argelia.
Una hora y media más de camino, y vuelvo a descargar la bicicleta, negocio con un taxista y partimos como un rayo en dirección a Túnez.
“Yo siempre digo la verdad”, afirma el taxista. Alí, que así se llama, no da su brazo a torcer. Le he dicho que sólo quiero que me lleve hasta la frontera, a treinta kilómetros de El Kala, pero él no se resigna a perder una carrera siete veces más larga. Trata de seducirme para llevarme hasta Túnez con razones que apelan a mis sentimientos: “Siempre digo la verdad porque tú eres extranjero, y quiero que cuando llegues a casa puedas contar cosas buenas de mi país”. Pero no cuela: ni la distancia entre la frontera y Túnez es de cuatrocientos kilómetros, como asegura, ni el precio que me propone es justo.
Pasamos junto al lago Tonga, uno de los cuatro que forman el parque nacional de El Kala, un importante refugio invernal de aves, y en un momento llegamos. Nos detenemos a cien metros del puesto fronterizo. Ahora sí, parece que voy a conseguir salir a tiempo del país. ¿Y después? Lo ignoro.
Los trámites con la policía argelina son inesperadamente ágiles. La tunecina, en cambio, se eterniza. El ordenador donde se registran las entradas de viajeros ha dejado de funcionar. Transcurre un cuarto de hora, media hora, tres cuartos, y yo que ya estoy de todos los colores, presa de la desesperación, harto de la omnipresente mirada del presidente de la república, Ben Alí, que nos contempla desde los incontables retratos que cuelgan de las paredes.
El sol comienza a ocultarse tras las montañas y yo sigo sin saber cómo demonios llegaré a la capital de Túnez. Podría pedalear hasta Tabarka, que se encuentra a poco más de veinte kilómetros, pero sería peligroso hacerlo de noche por una carretera de curvas.

-¿Tiene una plaza libre en su coche? -pregunto a un hombre.
-No; lo siento. Pero si quiere le puedo invitar a pasar la noche en mi casa -responde con generosidad.

A las cinco y media me entregan el pasaporte con mi visado, salgo del edificio de la aduana y al segundo taxista que pregunto, bingo, puede llevarme.

-¿No le importa viajar en la séptima plaza? -pregunta.

Cómo me va a importar: viajaría en la baca de su coche, si fuera necesario.
El hombre se transforma, cuando se pone al volante. La amabilidad se convierte en fiereza. Es un conductor temerario y por dos veces estamos a punto de salirnos recto en una curva. Nadie dice nada, ni los dos chicos que se han sentado en los asientos traseros, uno vestido con una camiseta del Real Madrid y otro con la del FC Barcelona, ni la mujer del pañuelo blanco, ni el señor que se baja en Tabarka, ni los dos anónimos que permanecen callados. Los pasajeros del Peugeot 504 parecen más interesados por mí que por las salvajadas que perpetra Abdelkáder, el hombre en quien hemos confiado nuestro futuro más inmediato.

-¿Te han gustado los hoteles de Argelia? -pregunta el de Tabarka.
-Algunos sí -respondo falseando a medias mi opinión-. Pero algunos tenían escarabajos del tamaño de un encendedor.

-Ah, oui! -me da la razón la señora.

Ya de noche, en Tabarka aligeramos carga, con lo que Abdelkáder consigue que su viejo coche corra un poco más. El taxista se lanza en pos de un Mégane que ha osado adelantarnos. Le damos alcance, pero el Renault nos cierra el paso y nos quedamos tras un camión mientras nuestra presa se escabulle vilmente en la oscuridad. Quinientos metros más adelante, reducimos una marcha, el motor ruge y, en plena curva, efectuamos un adelantamiento suicida y vamos a por el cobarde que huye.
Ya está allí de nuevo, delante nuestro. Abdelkáder apaga las luces, aprovechando una bajada se sitúa pegadito a su zaga y, a ciento veinte por hora, enciende de golpe las largas, el conductor del Mégane, pasmado, se echa a la cuneta, y le pasamos como una exhalación.
Suspiro hondo y en silencio. Sólo me faltaban sensaciones fuertes para terminar el día. Y, aparte del susto, estoy sorprendido, porque, en ocho días en Argelia, no he visto a nadie conducir así. Allí todo funciona dentro de un orden, la gente respeta las normas. Pero, como si tuviera necesidad de demostrar quién es el más fuerte, al cruzar la frontera el taxista se ha convertido en un energúmeno dispuesto a machacar al primer tunecino que se cruza en su camino.
Al final, quien la hace, la paga. Abdelkáder consigue ver a tiempo a dos patrullas que permanecían apostadas en sendos cruces, pero la tercera nos da el alto. Los agentes inspeccionan el equipaje, comprueban que las luces funcionan mientras el conductor protesta. Finalmente, nos piden el pasaporte y los tres hombres se sitúan detrás del vehículo, fuera de nuestro campo de visión.
Abdelkáder vuelve al cabo de unos minutos hecho una fiera, maldice algo que no logro comprender excepto dos palabras: veinte dinares, esto es, quince euros.
El viaje le saldrá menos rentable de lo previsto, porque a los veinte dinares tunecinos que acaba de dar tiene que sumar el billete que ha alargado a un agente en la frontera para que nos dejasen marchar sin la siempre enojosa inspección de equipajes.
Pero el sablazo no arredra a nuestro hombre, que prosigue su infernal marcha hacia Túnez como si nada.
A las nueve de la noche, el taxi se detiene cerca de la plaza Barcelona de Túnez y Abdelkáder vuelve a ser el tipo atento y de hablar pausado que conocí en la frontera. Intenta convencerme para que comparta habitación con uno de los pasajeros en el Grand Hotel de la France, pero le digo que prefiero dormir solo en el Hotel de la Russie.
No estoy para nada ni para nadie, después de dieciséis horas de viaje. Lo único que me apetece es dejarme caer en una cama –mullida o dura como una mesa, da igual- y dormir un montóoooon de horas...

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