Gabriel Pernau

En bici por Marruecos, Argelia, Túnez, Egipto, Jordania, Israel, Palestina, Siria, Líbano y Turquía

La llamada de Troya


ALTINOLUK-TEVFIKIYE (TROYA), 86 km. (bici)
Hoy es el último día del Ramadán, ahora ya lo sé seguro. Ayer, el joven dependiente de una pastanessi me sorprendió cuando le pregunté cuándo finalizaba el mes de ayuno. ¡Tuvo que consultar un calendario para responderme! Si era un creyente practicante, tenía que saber de sobra que sólo le quedaba un madrugón para poder comer. Y si no lo era, también, puesto que, trabajando en una pastelería, se encontraba en la vigilia de uno de los días de más trabajo del año.
Quizá la reacción del chico tuviera que ver con el modo en que los turcos tratan al extranjero. Son prudentes, vigilan lo que dicen, procuran complacerte y, ante cualquier pregunta que les planteas, optan por dar cualquier respuesta, sea o no correcta. Lo importante es no quedarse callado e intentar ayudar. El voluntarismo es tan grande que, si viajas en bicicleta, mejor que no preguntes cuánto te queda para llegar al pueblo siguiente, porque, antes que decir que lo ignoran, te dirán cualquier distancia que se les pase por la cabeza.

-¿Ya se va? –me pregunta, a las siete de la mañana, el amable cocinero del hotel, que habla el francés que aprendió cuando trabajaba en Ginebra.
Sí, me queda un largo trecho hasta Estambul, y hoy quiero visitar Troya.

-Vigile la carretera; es peligrosa.

No el primer tramo, que discurre paralelo a una estrecha playa de piedra gris llena de pasarelas que se adentran en el mar.
Pero a partir de Kuçukkuyu la carretera se va hacia el interior y, entre bosques de pino espesos, se empina de forma endiablada por las laderas del parque natural de Kazdagi. El asfalto, húmedo por el rocío nocturno, es una pista de patinaje sobre la que incluso desliza mi rueda trasera. Y, como era de prever, doscientos metros más allá, un coche se ha ido recto en una curva y ha chocado contra un talud sin más consecuencias que un bollo en la carrocería.
La vertiente norte es más tendida pero igual de peligrosa. Bajo a poca velocidad y haciendo equilibrios, frenando con dulzura y tratando de inclinar lo mínimo en las curvas.
El entorno cambia de forma radical. Desaparecen pinos y olivos y el clima templado del mar Egeo, y en su lugar aparecen árboles de hoja caduca y campos vestidos de ocre. El otoño ha llegado sin avisar. El termómetro marca trece grados, pero la humedad es altísima. Una espesa capa de niebla cubre el llano de este a oeste. Estoy a las puertas de los Dardanelos y del mar de Mármara, el mar de mármol. Aquí mandan los tempestuosos y siempre cambiantes vientos que se desencadenan en esta encrucijada de mares y continentes.
Tiritando de frío, pregunto a unos policías por un sitio donde desayunar. “No hay nada abierto hasta Ezine”, advierten.
Pero lo hay. Dos kilómetros más allá, encuentro un restaurante junto a una estación de servicio. En el interior del rústico local, de piedra cubierta con tablones, un anciano con camisa a cuadros alimenta a un pequeño búho. El animal levanta sólo un palmo, y se deja querer por su padre adoptivo, que le abre el pico con amor fraternal mientras le da de comer trocitos de carne.
El pequeño búho parece plenamente adaptado a la vida doméstica. Lo encontraron detrás de la casa, cuenta el anciano mientras el animal nos mira sin pestañear con sus inmensos ojos negros, gira la cabeza ciento ochenta grados en busca de no sé qué o contempla las vigas del techo.
Ya no podrá vivir más en libertad, lamenta el señor con el ave sobre el hombro. Sin saber cazar, dependerá de los humanos hasta el fin de sus días.
Apuro el plum cake y la tableta de chocolate que he comprado en la gasolinera, todo de la omnipresente marca Ülker, verdadera turquinacional cuyos productos encuentras en los sitios más insospechados.
Llego a Ezine adelantando a familias enteras que acuden a pie, arrastrando carritos de la compra, a su céntrico mercado callejero. Las lokanta son locales de comida rápida tradicional donde uno se sienta, come uno de los platos preparados que se ofertan y, sin sobremesa, paga y se va. Eso hago yo: una sopita caliente para recuperar la temperatura junto a unos chicos que lucen camisetas de Michael Schumacher y, ya de un tirón, llegamos a Troya.
“Los vientos trajeron salud a Troya”, cuentan los clásicos. Los frecuentes vientos del norte facilitaron la entrada a puerto de sus naves y la abundancia de islas del mar Egeo hizo posible la navegación y el comercio, el intercambio y el enriquecimiento, la cultura, mucho antes que en casi cualquier otro lugar en el mundo.
La histórica ciudad, sucesivamente hitita, helénica, romana y bizantina, se encuentra al sur de la salida mediterránea del estrecho de los Dardanelos, sobre unas onduladas colinas que se deslizan hacia el mar. A tan estratégica ubicación debió Troya su riqueza. Desde su puerto se controlaba el litoral y a las naves enemigas. Constantino, emperador de Bizancio, se planteó erigir sobre sus restos la rutilante capital que llevaría su nombre, aunque al final se decantó por el Bósforo, en el otro extremo del mar de Mármara, que era más fácil de defender.
Finalmente ha salido el sol, y el viento barre las nubes de levante a poniente. Desde las colinas de Troya se domina el antaño temido paso que comunica el Mediterráneo con el mar Negro. El aspecto del lugar no es exactamente el mismo que hace tres mil años. Las aguas se han retirado cinco o seis kilómetros y el lugar donde estuvo el puerto es hoy tierra firme.
“El tiempo cambia muy deprisa, en estas tierras”, revela un croata políglota y cincuentón, que curiosea entre las ruinas llevando de la mano a su mujer. La alegre pareja salta de piedra en piedra con paso decidido y aire enamorado. Él dirige un astillero naval en Estambul y aprovecha estas vacaciones forzadas para hacer turismo cultural.
Pocos extranjeros más visitan estos días Turquía a causa del Ramadán. Además, en aeropuertos, legaciones europeas y centros oficiales se han extremado las medidas de seguridad en previsión de nuevos atentados, revela el croata. En el país no se habla de la posible caída del turismo que sin duda acarreará el terrorismo. Así se evita dañar una de las principales fuentes de ingresos.
Sólo pequeños grupos pasean por el recinto arqueológico. Grupos como el que conduce el guía alemán que se apoya, sin ningún recato, en el cartel que estaba leyendo, y en un segundo me veo rodeado por diez fornidos teutones que escuchan, atentos, las explicaciones en voz alta que da el experto.
La mayor parte de turistas acudimos a Troya atraídos por la leyenda recopilada por Homero en el siglo VIII antes de Cristo del caballo gigante que, quinientos años antes, penetró en la ciudad con soldados y armas escondidos en su interior. Así lo prueba el équido de madera de doce metros que decora el acceso principal. Hacia él apuntan todos los objetivos fotográficos, más que a las piedras, sin compasión.
Y es que para el neófito, visitar una ciudad de la Antigüedad es un motivo de confusión. Resulta difícil cuadrar la historia del lugar con los montículos de piedras que te rodean, las casas de las que sólo queda un muro de medio metro, una galería subterránea, la empinada rampa por la que entraban los caballos o gradas en forma de semicírculo que un día fueron un odeón. La cosa se complica cuando lo que visitas son los restos arruinados de ocho ciudades superpuestas, una encima de la otra.
A veces vale más quedarse con la fábula, por mitológica que sea.
La Ilíada y La Odisea se inspiraron en las leyendas troyanas, que de Grecia pasaron a Roma, de allí saltaron al mundo medieval y han sobrevivido hasta nuestros días como una de las más bellas crónicas bélicas y de amor. Atraído por la romántica llamada de los clásicos, dispuesto a encontrar la civilización perdida, el arqueólogo Heinrich Schliemann excavó, en la segunda mitad del siglo XIX, los promontorios que sobresalían de forma anómala un kilómetro al oeste del pueblecito de Tevfikiye. El alemán, que se sabía La Ilíada de memoria, esperaba dar con la ciudad y con pruebas de la guerra que durante una década sus habitantes sostuvieron con los griegos.
Schliemann, un tendero autodidacta enriquecido en Estados Unidos y Rusia, invirtió toda su fortuna en su sueño, y a los 51 años de edad, lo hizo realidad. En 1873, en su cuarta expedición, creyó encontrar algo importante. Dio fiesta a todos sus trabajadores y llamó a Sofía, su joven esposa griega: Con ella desenterró una caja de cobre que contenía diez mil objetos de oro. Se dijo que era el tesoro del rey Príamo, el hallazgo arqueológico más importante del siglo XIX. Y Schliemann el soñador puso una de las diademas encontradas sobre Sofía mientras pronunciaba unas palabras para la posteridad: “El adorno usado por Helena de Troya engalana ahora a mi propia esposa”.
El tesoro se trasladó a Grecia, ante la indignación de las autoridades otomanas, para con posterioridad ser donado a un museo de Berlín, de donde desapareció durante la Segunda Guerra Mundial.
En cuanto al testarudo arqueólogo sobrevenido, cayó fulminado en las calles de Nápoles de un ataque al corazón y, tomándole por vagabundo, en los hospitales se negaron a atenderle. Poco tiempo después moría, a los 68 años de edad.
Sus méritos fueron cuestionados por algunos círculos académicos, que pese a reconocer sus hallazgos, niegan que el alemán consiguiera demostrar que las historias de Homero hubieran sucedido. Y las propias autoridades turcas relativizan, todavía hoy, la importancia del tesoro de Príamo al recordar que en las décadas siguientes aparecieron veinte de parecidos.
En Tevfikiye deben vivir los descendientes de los valientes y cultos troyanos. Es una aldea pequeña, de casas con establos que han formado cuatro calles casi por azar.

-¿Otel? -pregunto a tres hombres que están sentados de cuclillas junto a la mezquita.

Me responden sonrientes mientras señalan a mi espalda, apuntando hacia un explícito cartel que anuncia pansyon.
El chico que atiende el bar abandona el local donde una cincuentena de personas juega al backgammon o ve la televisión, y me acompaña al piso de arriba.
En el interior de la casa, una estufa de leña que arde a todo trapo mantiene la temperatura elevada mientras un matrimonio de edad avanzada fríe buñuelos. El alojamiento que me ofrecen es excesivo. Medirá unos cuarenta metros cuadrados, contando una salita con cocina, la habitación y el baño, y dispone de un mobiliario humilde pero por estrenar. Todo indica que este será el hogar del hijo el día que se case. El dormitorio ha sido pintado de azul claro, y en un rincón aparecen unas estrellas y una media luna, en lo que parece el sitio señalado para acoger la cuna de, si Alá quiere, el primer hijo de la pareja.
El precio es caro, pero el padre no transige. Si no me gusta, ya me puedo marchar, parece decir, molesto.

-Yok, yok, me quedo –le digo-. Pero, ¿por veinte euros, me incluye también la cena, el yemek?

El señor se pone de mal humor. Dice algo del Ramadán y que a las cinco comen, suspira de modo ostensible, brazos en alto, como si dijera ¡estos europeos! Pero al fin accede: “Sí; también puede cenar aquí”.
Me enseña lo que tienen para comer: ¿çorba?, evet (sí, me gusta la sopa); ¿ensalada?, evet; ¿y el guiso? Huelo el humeante contenido de la olla sin reconocer qué hay dentro. El señor respira hondo y resopla mientras con las manos se golpea los... ¡pulmones!

-Yok; eso no me gusta.
¡Restaurant! –brama el hombre, ya harto de mí.

Cinco minutos más tarde, mientras me acomodo en la habitación, alguien llama a la puerta. Es él, de nuevo, con un plato con cuatro enormes buñuelos y dos tomates maduros. Ahora sí, sonríe.
Cenaré en la habitación, con las provisiones que el señor me ha traído y con el poco de cuscús y muesli que me queda.
Me siento un poco intruso, sin embargo, cenando entre estas cuatro paredes, adornadas con un retrato coloreado del matrimonio el día de su boda y de otro de la abuela paterna. Todo en este hogar es nuevo, incluso las botellas de Rémy Martin y de vino espumoso, aún con el precinto, que reposan sobre una estantería.
Observando detalles es posible reconstruir, de forma somera, el viaje de ida y vuelta que la familia hizo a Alemania, los años de emigración lejos de la tierra de sus antepasados para ahorrar un poco y volver a Turquía como uno de los hombres ricos del pueblo. Debieron ser años difíciles, los que pasaron en Europa, aunque también felices. En una foto que debe tener quince años, aparece un equipo de baloncesto junto a un trofeo. En ella aparece el padre, moreno y sonriente, junto a chicos altos y rubios. Me pregunto por las circunstancias que rodearon la emigración, si el hombre que me acoge fue el único valiente de la pequeña comunidad que se atrevió a dejarlo todo persiguiendo la quimera de un futuro mejor o si es que nadie más tuvo el apoyo económico y el valor para hacerlo.
Sobre las ocho bajo a la calle. Me apetecía ver qué hacía la gente el último día del Ramadán, pero Tevfikiye está vacía. Los señores de la casa no están, la mezquita permanece silenciosa después de la oración y, algo sorprendente, en el bar sólo hay tres muchachos. No se ve ni se oye a nadie. ¿Adónde habrán ido todos? ¿Puede que estén en casa de algún familiar, celebrando el fin del mes de ayuno?
Puede. Nunca lo sabré.

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