Gabriel Pernau

En bici por Marruecos, Argelia, Túnez, Egipto, Jordania, Israel, Palestina, Siria, Líbano y Turquía

"¿Chocolate, amigo?"


JEBHA-TARGUIST, 90 km. (bici)
Una noche de perros, esto es lo que ha sido esta noche. El jaleo ha durado hasta las tantas. Primero el partido de fútbol, luego una película, después la música y las conversaciones a voz en grito, además del constante y escandaloso entrar y salir de gente del dormitorio. Los elementos se han conjugado en mi contra para que no pudiese descansar. Y de madrugada, cuando por fin dormía, se ha desatado un intempestivo viento huracanado. El súbito repique de puertas y ventanas, las mesas tumbadas por rachas violentísimas, me han hecho pegar un brinco en la cama. He salido al balcón a recoger la ropa que había puesto a secar, y ante mí tenía una inmensa nube de polvo que se levantaba del suelo, arrastrando bolsas y papeles.
“Es el charki –me informa Hamid-, un viento muy fuerte que sopla de oriente. Se levanta de repente, a veces dura varias horas, y luego para de golpe”.
Más molestos que el ruido y el viento han sido los bichitos que me han venido a saludar mientras descansaba. No sé qué son, quizá piojos, a lo mejor chinches, pero me pica todo el cuerpo.
Intento poner buena cara, pero Hamid percibe mi estado de ánimo. Su natural espíritu hospitalario le obliga a disculparse: “Sé que ha pasado mala noche, y le pido perdón por ello”. Dice que la culpa es de que en su país los colchones carecen de tratamiento antiparásitos y antisépticos, y yo fuerzo una sonrisa.
A falta de gas para tomar algo caliente, desayuno pan con quesitos La Vaca que Ríe.
Al marcharme, Hamid me hace una confesión: él también quiere escribir, una novela. El argumento será sencillo. Tratará sobre un rey de Jebha que creía tenerlo todo cuando en realidad no tenía nada.

-¿Y quién será, ese rey? -le pregunto con curiosidad.
-Será un personaje imaginario.

-¿Seguro?

El médico recepcionista sonrie con mirada cómplice mientras se despide, y yo creo adivinar en el fondo de sus ojos la dulce venganza que trama contra su jefe.
Hice bien en quedarme a dormir en Jebha, porque la carretera es terrible. Hoy ya sí, nos adentramos en las montañas del Rif, en tierras bereberes. La ruta serpentea, empinadísima, ladera arriba alejándonos de la costa. En dos horas y media avanzo poco más de veinte kilómetros.
A mil metros de altura, la pista se vuelve más tendida, hay algunos bosques repoblados de pinos, pueblos con bonitos pajares y algunas personas. La experiencia de ayer y las noticias dadas por otros viajeros que pasaron por aquí obligan a ser prudente. A quienes se adentran en el Rif, algunos recomiendan no ir más allá de Chauen y ni loco detenerse en Ketama. Las carreteras –advierten- están plagadas de vendedores de hachís que se abalanzan sobre los coches con matrícula extranjera, los siguen hasta que paran y les obligan a comprar o, lo que es peor, les colocan a escondidas una bolsa con droga que después, de forma poco casual, la policía encuentra.
El Rif es el paraíso del cannabis. Una cuarta parte de su superficie agrícola está cubiertas por este cultivo, gracias al cual Marruecos se ha convertido en el primer productor mundial de resina de hachís. Según el Organismo Internacional para el Control de Estupefacientes, dependiente de Naciones Unidas, un millón de personas del Rif y de la vecina Yebala viven del dinero que produce la venta de un producto ocho veces más rentable que la cebada. Y las plantaciones no cesan de extenderse. Si en 1995 había ochenta mil hectáreas dedicadas al cáñamo, ocho años después casi se han duplicado.
¿Y qué hace el gobierno marroquí para impedirlo? Parece que poco. El cannabis está muy arraigado en la cultura rifeña. Hasta los años treinta existieron fábricas legales para su procesamiento, y en la actualidad, se tolera el cultivo y la posesión de pequeñas cantidades para el autoconsumo. En teoría, se castiga con severidad el transporte y comercio del producto, pero mientras que España intercepta más de la mitad del hachís que se aprehende en el mundo, Marruecos, siendo el país productor, apenas sobrepasa el siete por ciento.
El gobierno achaca al contrabando el endémico subdesarrollo del norte, pero sólo ha actuado cuando la presión internacional y el deterioro de su imagen le han forzado a hacerlo. El hachís genera mucho dinero, y no hay alternativas rentables a su cultivo.

-¡Eh, amigo! ¡Qué pasa! ¡Chocolate! ¡Chocolate!

Vaya susto me ha pegado. Iba yo tan tranquilo con mis cábalas, cuando de unos matorrales ha surgido un muchacho gritándome la frase con la que muchos marroquíes se dirigen a los peninsulares.

-Gracias, gracias -digo apretando el ritmo.

Ya empezamos con los vendedores. Son un problema, porque permanecen ocultos junto a la carretera y si me descuido, al ritmo que voy, se me pueden echar encima.
Ahora paso junto a unas jóvenes que cortan hierbas con una pequeña hacha. Por un momento dejan su trabajo para contemplar al inusual viajero. Las saludo y ellas hacen un leve movimiento de cabeza, para reírse a continuación a carcajada suelta, imitando esa forma de hablar tan rara que tenemos los europeos.
Souk Tenin es un pueblo mísero de casas de adobe a mil quinientos metros sobre el nivel del mar. Parece que en esa casa, donde están los hombres vestidos con chilabas oscuras, dan de comer. Me asomo al interior, un recinto sin ventanas de siete u ocho metros cuadrados y, en efecto, encuentro a cuatro hombres que sorben sopa a oscuras. Pregunto en francés qué tienen para comer, pero nadie me entiende salvo un recién llegado que viste una elegante chilaba blanca. No hay mucho donde escoger: además de sopa, hay sardinas, que un anciano vende en la calle. Cinco o seis sardinas serán suficientes, le digo, pero el señor de la chilaba pide que me pongan medio kilo, y el vendedor sirve en un plato de latón lo que le da la gana.
Me siento en el exterior, algo azorado por un cielo cada vez más amenazante.

-¿Fuma hachís? -pregunta mi intérprete.
-No, gracias. Soy deportista –argumento para que no insista en el tema.

Vuelve a la carga, aunque su insistencia no resulta molesta. Al contrario, sirve para establecer una relación de familiaridad que no he encontrado los últimos días, transitando por el Marruecos árabe. Porque los bereberes son algo distinto. Aquí las personas se te acercan más, gritan, te agarran del brazo y te desafían con una mirada agresiva que te atraviesa los ojos.
Pero las primeras gotas me obligan a apresurarme. Dejo una docena de sardinas en el plato, pago seis dirhams, menos de un euro, y me marcho.
Con el impermeable puesto afronto una corta y peligrosa bajada en la que el asfalto, a trechos, se ha volatilizado. De detrás de unas hierbas aparecen más vendedores que incluso me siguen en bicicleta.
Después, la carretera está más transitada. Dejo atrás granjas y terrenos cultivados con máquinas. En pocos minutos me adelantan tres Mercedes. Son modelos viejos o viejísimos, de acuerdo, seguramente comprados de cuarta o quinta mano cuando en Europa ya les habían dado la jubilación, está bien, pero el contraste con esta mañana es grande. En Jebha casi nadie tenía coche. Parece que el negocio es rentable.
La carretera nacional, por fin. Un cartel señala la dirección de Tetuán y Ketama. Yo tomo la opuesta, hacia Al Hoceima, el nombre árabe de una ciudad que se tradujo al castellano como Alhucemas.
Los rifeños son bereberes, los pobladores más antiguos de la zona. Su presencia en el norte de Africa se remonta a diez mil años atrás. Su comunidad es orgullosa y combativa, y nunca ha aceptado asimilarse con los pueblos que los invadían. Por aquí pasaron sin dejar huella fenicios y griegos, romanos y bizantinos, pero ninguna civilización consiguió imponerles religión ni idioma. Al contrario, aun tuvieron que enfrentarse con frecuentes insurrecciones.
No mucha más suerte tuvieron los árabes, que, a partir del siglo VII, islamizaron a estos fieros habitantes y que, por medio del Corán, trataron de imponerles la lengua de Mahoma. Sólo lograron su propósito a medias. Los bereberes se convirtieron a la nueva religión, y poco a poco se fueron retirando a las montañas y a zonas desérticas.
Hoy, doce millones de personas en Marruecos y Argelia todavía hablan un idioma con un alfabeto que cuenta tres mil años de antigüedad. Mal que les pese a los sucesivos gobernantes árabes que ambos países han tenido en los últimos trece siglos. Como antaño, los reyes y presidentes magrebíes siguen sofocando los periódicos levantamientos que sus políticas ocasionan, y, quizá resentidos por la hostilidad que reciben, mantienen a estos pueblos marginados o en la más absoluta miseria.
Los bereberes siguen llamándose a sí mismos amazigh, que significa hombres libres. Fueron los romanos quienes les llamaron bereberes, o más exactamente bárbaros, por rechazar su civilización.
Dejo atrás el Jebel Tidirhine, que con sus 2.448 metros es la montaña más alta del Rif, y me lanzo pendiente abajo hacia Targuist. Durante unos kilómetros, los campos de cannabis son visibles junto a la carretera. Vendedores de hachís y niños que vuelven a casa después de un día de cole gritan con sorprendente energía al verme pasar. ¡Hola, hola! Bonjour!, les correspondo. Pero uno no puede saludar a todo quisque, y, de tanto repetirme, mi efusividad disminuye por momentos. Total, que al dejar de saludar a unos chavales, uno de ellos, rabioso, se agacha y me lanza una piedra que pasa rozando la rueda delantera.
Vale, vale: perdón.
Un desvío conduce a Kalah Iris –Cala Iris, para entendernos- y al peñón español de Vélez de la Gomera, y, sin cambiar de carretera, llego a Targuist. Es un pueblo grande, muy distinto al poblado que Paul Bowles visitó en 1959, una “excrecencia monstruosa con calles largas y sucias por las que el viento lanza nubes de polvo y suciedad como un azote contra la cara”. Hoy, las avenidas están asfaltadas, los comercios son abundantes y bien provistos y ya no queda rastro de los judíos que hablaban español que el escritor encontrara.
La gente no me atiende; pasa del extranjero en busca de hotel que es un contento. Como si no existiera. ¿A lo mejor creen que soy comprador de droga? Total, que la corriente del tráfico me lleva a una estación de autobuses y a un mercado. Pregunto otra vez, un chico se ofrece a llevarme a un hotel, pero un vendedor me hace señas: con un gesto casi imperceptible, me indica que no me deje acompañar. Y yo, por si acaso, subo a la bici y desaparezco entre los tenderetes.
El hotel que encuentro junto a una tienda de teléfonos móviles carece de ducha, así que hago la colada y me aseo como buenamente puedo, empezando por la cabeza y terminando por los pies: un poco de agua por aquí –chof, chof-, otro poco por allá y algo más por acullá. Y a cenar.
Un hombre me acompaña al pequeño local de la esquina donde sirven unos inmensos bocadillos de patatas fritas, ensalada, carne y salsa. Pido uno como el del señor del rincón y me pillo un taburete.
Por televisión dan videos musicales sin interrupción, como en Jebha, sólo que esta vez a las chicas ligeras de ropa hay que añadir grupos e intérpretes norteamericanos, negros todos, o jamaicanos. Bob Marley es el rey.
Desde que crucé el Estrecho, no he encontrado a nadie que mirase la televisión marroquí, que, por lo visto, les merece la misma credibilidad que el gobierno. El fenómeno no es exclusivo de Marruecos. En otros países árabes la población desconfía de sus gobernantes y de las doctrinas que éstos imparten a través de las ondas. La alternativa son las cadenas que reciben vía las omnipresentes antenas parabólicas. Gracias a ellas, los ciudadanos tienen una visión del mundo más plural y democrática, que a menudo choca con la oficial. “Lo ha dicho Al Jazira o Al Arabiya”, dice la gente para certificar la credibilidad de una noticia. Ambas emisoras son sinónimo de verdad. Y, a decir de los expertos, esta nueva forma de ver el mundo comienza a operar cambios, ya se verá si importantes, en el vasto universo árabe.
Pero no todo es árabe o bereber, en Targuist. Aún quedan trazas de la colonización española. “Lechería”, anuncian unas letras despintadas escritas en el cristal de la puerta del local.

-Mil ochocientos dirhams -dice uno de los chicos que preparan bocadillos, en castellano, al ver que me levanto.
-¿Mil ochocientos? -pregunto con extrañeza-. Serán dieciocho…

El camarero duda.

-¿Ya no se dice mil ochocientos? -interroga ruborizado.

Con diplomacia, le explico que no es lo mismo 1.800 que 18,00, y el chico ríe sin complejos al percatarse de su torpeza.

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