Gabriel Pernau

En bici por Marruecos, Argelia, Túnez, Egipto, Jordania, Israel, Palestina, Siria, Líbano y Turquía

En la ciudad de los corsarios


ARGEL
El despertar es uno de los momentos más agradables del día. En un primer momento, cuando todavía no has abierto los ojos, tratas de recordar dónde te encuentras, y de inmediato viene a tu memoria el ayer, lo que cenaste, las últimas caras que viste, cómo era la ciudad, el hotel y la habitación donde te acostaste. Pero estas imágenes placenteras duran poco, porque el repaso a las mil y una cosas que tienes que hacer hoy enseguida se llevan, como un torrente desbordado, todo tu pasado inmediato. Un nuevo día acaba de empezar.
Dos caras bastante antipáticas me dan los buenos días. Sobre las ocho de la mañana, una sesentona armada con una fregona pretende sacarme de la cama con la excusa de que tengo el coche mal aparcado. Y diez minutos más tarde, en la cafetería, un camarero indica que me siente ahí sin dignarse mirarme a la cara.
No conseguirán amargarme el día, me digo, aunque es cierto que mi primer objetivo de la jornada acabará en fracaso. Pierdo más de una hora en subir al barrio de El Biar en autobús, equivocarme de parada, ser arrastrado de la mano por el autobusero a otro vehículo, retroceder tres paradas y encontrar la embajada de Libia. En la legación, explico mi deseo de visitar su país al único de los tres hombres presentes que me entiende. “El embajador no está; lo siento, pero no podemos hacer nada por usted”, me responde veinte minutos más tarde.
Me aconseja que me dirija a la embajada española, pero no quiero perder más tiempo. La historia ya me la sé: allí me dirán que pida el visado desde Barcelona, en la embajada de Libia en Madrid aducirán que “el señor embajador sigue de viaje” -como me han repetido durante el último mes-, y mi contacto diplomático lamentará no poder hacer nada por mí y volverá a sugerirme que pruebe en una agencia de viajes.
Comienzo a resignarme a la idea de tener que saltarme el país. Hombre, siempre podré decir que he pisado la embajada, que a efectos oficiales también es territorio soberano de Gadafi.
Decepcionado, me subo a un autobús que baja hacia el centro cruzando barrios residenciales en compañía de, entre otros, una pareja que hace manitas y de una mujer que le pega una bronca monumental al conductor por saltarse una parada. Y para no faltar a la norma, me apeo más tarde de la cuenta y me veo obligado a pegar una caminata de media hora. Por lo menos el paseo me permite conocer zonas populares de la ciudad y descubrir pastelerías en las que venden palmeras y otras delicias entre las que identifico dulces tan o tan poco catalanes -¿quién imitó a quién?- como carquinyolis, xuxos o panellets. O ver cómo unos jóvenes piropean a un par de chicas sonrientes que pasan con los hombros encogidos por el chaparrón de flores que les cae encima.
Las calles son un bullicio. Mañana es viernes, la jornada semanal de descanso, y todo el mundo tiene algo que resolver. Los restaurantes están llenos, pero poco importa; el camarero dice que te sientes en la primera silla que veas libre. En los comedores comunitarios, pides y en dos minutos estás servido: comes casi sin respirar, te lavas las manos y, todavía con el ala de pollo y las patatas fritas en la boca, pasas por caja a liquidar. Tienen su encanto. Estás tan cerca de la gente, que todo es compartido, servilletas, jarrones de agua e incluso bromas como la que gastan cuatro currantes en el momento de levantarse de la mesa central. De forma ostensible, para que todo el mundo le vea, el más grueso lanza al aire un sonoro eructo que provoca reacciones opuestas en dos treintañeras: una pone exagerada cara de asco, mientras su amiga estalla en una carcajada igual de desproporcionada.
El trabajador desfila ufano hacia la puerta y yo sigo sus pasos. Me voy a comprar un anillo para Sandra, a cumplir la promesa de llevarle uno de cada país que visitara. Lo encuentro en una tienda de bolsos y maletas y el comerciante acepta cambiarme dinero pese a disponer de pocos dinares.

-Es mala época para comprar euros -se lamenta-. Los argelinos van justos de dinero, y más ahora que se acerca el Ramadán y las familias derrochan sus escuálidos ahorros. Argelia está muy atrasada. Para resolver uno solo de nuestros problemas necesitaremos veinte años. Fíjese en la vivienda: la oferta actual es para las necesidades de hace treinta años, y las parejas que se casan no tienen adonde ir. Es difícil pasar de un monopolio absoluto del estado a una economía de mercado. La gente cada vez tiene menos dinero. Los precios se han multiplicado por veinte en dos décadas... La clase media desaparece.
-En Marruecos se ve más prosperidad, algunos negocios florecientes –le digo.

-No se deje cegar. Marruecos es un mal ejemplo. Aquello es una monarquía -dice en tono despectivo- donde nada ha cambiado en cuarenta años. La riqueza está en manos de unos pocos; el resto, en la miseria.

De camino hacia el puerto, compruebo hasta qué punto es grave la escasez de viviendas. En unos almacenes portuarios se han instalado familias que malviven en ínfimos locales que carecen de ventilación y luz natural. Y mañana conoceré a un matrimonio que, para pasar una noche a solas, tiene que alquilar una habitación de hotel.
El país está aislado, además. En la estación central me informan de que el tren que pretendía tomar para ir de Constantina a Túnez dejó de funcionar hace diez días. Quedan lejos los tiempos en los que era posible cruzar el norte de Africa casi sin bajarte del convoy. Los países magrebíes se ignoran entre si. Marruecos está enemistado con Argelia por su apoyo al Frente Polisario y Túnez da la espalda a su vecino occidental para evitar que sus problemas le afecten.
Al caer la tarde, las tiendas comienzan a cerrar y me acerco al mercadillo de la Place des Martyrs, a esquivar a matronas tan orondas que, cuando se ponen tres en batería ocupan todo el ancho de la calle, a ver cómo la gente pregunta mucho y compra poco o a contemplar unas obras en la mezquita Ibn Bichnine que deberían haber finalizado hace un año. Incluso me atrevo a entrar solo en la Casbah, desoyendo los consejos de que no lo hiciera si no era en compañía de un argelino. Y, ¿qué quieres que te diga?: de día, tampoco parece tan peligroso, este barrio de escaleras, callejuelas y callejones. Debió serlo hace cinco años, cuando muchos propietarios de pequeños hoteles se arruinaron por el miedo a entrar. O puede que el peligro sea de noche. Aquí no me siento inseguro, o por lo menos no más que en el centro.
En el barrio moderno hay discretos bares donde sirven alcohol, llenos de hombres esta vigilia de festivo. Prefiero una terraza, en la plaza Port Saïd, donde contemplo un partido de fútbol urbano, un concierto de tambores o a un chaval con la cabeza metida en una bolsa de plástico.
Y mientras observo esta Argel tan francesa, me pregunto como debía ser la ciudad hace quinientos años, cuando la ciudad vivía de los corsarios que atracaban en su puerto. Esta tarde, me he acercado a la llamada librería del Tercer Mundo, que, casualmente, regenta un librero llamado Alí Bei. Sin mucha convicción, le he preguntado si existe alguna biografía sobre el célebre Barbarroja, pirata sin escrúpulos para los mediterráneos del norte, héroe nacional para los argelinos.

-¡Ah sí! El marinero que inició, dicho sea entre comillas, la piratería.
-Exacto. Por esta misma razón me interesa –he dicho.

-¡Ja, ja! No hay ningún libro sobre él.

La misma respuesta he obtenido en otras dos librerías, algo soprendente por lo que significó el personaje en la historia del país y en el florecimiento de esta ciudad en el siglo XVI.
La ciudad se fundó en el siglo X sobre la Icosium romana. Gracias a la bondad de su puerto, devino un centro comercial al que llegaban preciadas mercancías procedentes de Oriente para ser embarcadas luego con destino a la Europa feudal. Ocupó un papel central en la historia del Mediterráneo. Para frenar su crecimiento, en 1494, el Borjia Alejandro VI concedió a los aragoneses el derecho de conquistarla, y Fernando el Católico tomó posesión de Melilla, Orán, Mostaganem, Tlemcén, Tenes y el peñón de Argel.
Pero los otomanos no estaban dispuestos a consentir que ningún otro imperio discutiera su hegemonía en el mar. Dominadores ya de Crimea, Bulgaria, Montenegro, Grecia, Anatolia, parte de Persia, Siria, Palestina y Egipto, querían también hacerse fuertes en el confín occidental del Islam. Para ello, el sultán turco Solimán I contó con un aliado de lujo.
Barbarroja es el mote con que los países cristianos bautizaron a uno de los corsarios más celebres y temidos en el sur de Europa. En realidad no era un solo hombre, sino dos hermanos griegos de la isla de Lesbos que, como tantos otros, habían abrazado el Islam. Arouj, el menor de ellos, aprendió los secretos de la navegación y del saqueo durante el tiempo que estuvo enrolado en naves cristianas. Capturado por los caballeros de Rodas, logró escapar y, tras ganar la costa a nado, se embarcó en una nave sudanesa dedicada al transporte de madera. Por su arrojo, llamó la atención de un hermano de Solimán I, que le puso al mando de una nave para que hostigara las costas italianas.
Nombrado almirante, Arouj y sus dos mil jenízaros turcos dominaron Túnez, y a la muerte de Fernando el Católico, tomaron la ciudad de Bujía aprovechando el llamamiento contra los españoles efectuado por un rey bereber. Poco receptivo a la hospitalidad local, Arouj asesinó al rey y persiguió a sus seguidores hasta Tlemcén, donde hallaría la muerte a manos de las tropas españolas desplazadas desde Orán.
Su hermano Kheir ed-Din (el bien de la religión) tomó el relevo al verdadero Barbarroja. Derrotó al ejército de Carlos V a las puertas de Argel y, a partir de 1519, convertiría el Mediterráneo en sus dominios. Los pueblos y pequeñas ciudades de la costa española, francesa e italiana serían presa de su insaciable sed de botines, y, en el mundo cristiano, el nombre de Argel quedaría por siempre asociado a la piratería, a refugio de forajidos y malhechores.
Pero, al fin y al cabo, Barbarroja se dedicaba a lo mismo que habían hecho antes españoles e italianos. En las leyes del mar, el pirata –del griego piratés, el que busca fortuna- era aquel marino que, navegando sin bandera o en tiempos de paz, se dedicaba a asaltar cualquier barco o población que se cruzara en su camino. El corsario, en cambio, tenía una bandera y un gobernante a quien rendir cuentas. Podía arrebatar las posesiones, materiales o humanas, de los navíos que encontraba, de los pueblos en los que desembarcaba, si éstos eran enemigos de su país.
El botín más apreciado eran las vidas humanas. Numerosos municipios de la costa tienen referenciados los vandálicos ataques que sufrieron. Se calcula que en torno a un millón de europeos fueron apresados por argelinos y tunecinos a lo largo de dos siglos. El negocio consistía en exigir el pago de un rescate a cambio del retorno del secuestrado. En los pueblos, las familias sin recursos organizaban colectas para recuperar al ser amado, mientras que las ricas a menudo se veían obligadas a vender sus propiedades. El dinero se entregaba a frailes mercedarios o trinitarios, que partían rumbo sur en caras operaciones de rescate.
Si el secuestrado no tenía quien procurase por él, lo más probable era que encontrase la muerte después de años de penar, encadenado en una galera y, si era mujer, que pasara a engrosar un harén.
Miguel de Cervantes fue uno de los más ilustres cautivos de Argel, donde permaneció cinco años y de donde en cuatro ocasiones trató de escapar sin éxito. Más fortuna tuvo, antes de ser santo, Vicente de Paúl, que logró huir de Túnez en 1605.
En Francia, los supervivientes de un secuestro y sus descendientes eran conocidos como moros, y sus descendientes conservarían el triste recuerdo de su cautiverio en su apellido, en forma de Moreau, Maureau o Maury.
Pero los franceses no eran los principales afectados por las razzias. El país era aliado de los turcos, hasta el punto de que, en 1546, Francisco I incluso había invitado a Barbarroja y a sus treinta mil hombres a hibernar en el puerto de Toulon. El rey puso la ciudad al servicio de los corsarios y de sus doscientas galeras, y la catedral de Santa María la Mayor fue transformada en mezquita. Todo fuera para derrotar a los italianos.
En las costas españolas, la situación se hizo insostenible. Ocupado el reino en fructíferas empresas transatlànticas, Cataluña, Valencia y las Baleares carecían de una fuerza naval estable para defenderse, y algunos pueblos no tuvieron más remedio que organizaron milicias de defensa, mientras que otros optaron por alejarse del mar y asentarse tierra adentro.
La economía se hundió. Así lo expresaban las Cortes de Toledo a Felipe II en 1560: “Andan tan señores de la mar los dichos turcos y moros corsarios, que no pasa navío de Levante que no caiga en sus manos, y son tan grandes las presas que han hecho, así de christianos cautivos como de haciendas y mercancías, que es sin comparación y número la riqueza que los dichos turcos y moros han avido, y la gran destruición y assolación que han hecho en la costa de España: porque desde Perpiñán a la costa de Portugal, las tierras marítimas se están incultas, bravas y por labrar y cultivar; porque a cuatro o cinco leguas del agua no osan las gentes estar: y así se han perdido y pierden las heredades que solían labrarse en las dichas tierras”.
Hubo intentos de represalia, como un fracasado ataque a Argel en 1541 en el que la flota española naufragaría frente a la ciudad a causa un temporal.
Fue en 1571 cuando se montó una operación de envergadura. Una coalición internacional liderada por España y Venecia acorraló con doscientas treinta naves a trescientas embarcaciones turcas en el golfo de Lepanto, hundiendo a la mayor parte de ellas.
Pero a pesar del triunfalismo que la victoria suscitó, los turcos no estaban derrotados del todo. Tres años más tarde se hicieron con Túnez y la Goleta, y, con más o menos fortuna, pirateando o haciendo el corso, seguirían dominando el Mediterráneo.
Argel fue próspera doscientos años más. Allí atracaban barcos procedentes de Inglaterra, Francia, los Países Bajos, España e Italia, se levantaron ricos palacios y mezquitas y por sus calles paseaban cristianos, judíos y musulmanes, señores y esclavos, creyentes convencidos y conversos, que en Europa eran conocidos como renegados. Uno de los más destacados fue un pescador cristiano de Calabria, quien después de participar en la batalla de Lepanto, se convirtió y, con el nombre de Eudj Alí, hizo fortuna y acabó convertido en pachá de Argel.
Y ¿qué fue de Kheir ed-Din, el segundo Barbarroja? Tras una vida plagada de aventuras, murió a los 70 años rodeado de lujo en su palacio de Estambul.
Muerto el hombre, el nombre del temido corsario siguió vivo en el imaginario de multitud de poblaciones costeras. Cada vez que desde las torres de vigilancia se alertaba de la presencia de “moros en la costa”, la población corría hacia sus refugios, aterrorizada ante la simple idea de ser capturados por el mismísimo Barbarroja en persona.

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