Gabriel Pernau

En bici por Marruecos, Argelia, Túnez, Egipto, Jordania, Israel, Palestina, Siria, Líbano y Turquía

SIRIA. Pescando como antaño


TRÍPOLI-BANIYÁS, 101 km. (bici)
Ha costado poco llegar hasta la frontera. He salido de Trípoli por una autopista con bastante tráfico, pero después de quince kilómetros la ruta principal ha continuado hacia el interior, y me he encontrado rodando solo junto al mar, por tierras llanas y con pocos pueblos. Había cuarteles militares en los que jóvenes soldados hacían instrucción con el pecho al aire, como si mañana mismo tuvieran que entrar en combate. Y también campos de refugiados, míseros poblados con centenares de chabolas con techo de plástico y neumáticos encima para que no salga volando. Numerosos niños correteaban descalzos sobre las piedras, desatendidos y sin escuela. Está claro que no se hicieron para ellos los selectos internados que vi al norte de Beirut.
Eran palestinos, ancianos y ancianas, mujeres y hombres, niños y niñas condenados a vivir como apátridas en una cárcel a cielo abierto. Los refugiados de más edad abandonaron su tierra hace más de medio siglo, cuando la proclamación del estado de Israel; el resto, es decir, la mayoría, nació aquí, en una tierra que suponían de acogida pero que en realidad les niega la ciudadanía y el derecho a la propiedad.
Los medios de subsistencia son escasos, para estas gentes. Desde la playa, diez hombres practicaban una primitiva forma de pesca. Repartidos en hileras de cinco, con los cuerpos inclinados, arrastraban los cabos de una pesada red mientras otra persona dirigía las operaciones desde un bote con remos. El trabajo era arduo. Los pescadores se ataban a una cuerda tensa con el extremo de un arnés colocado en la cintura. Todo fuerza, hacían uno, dos, tres, cuatro y cinco pasos marcha atrás hasta que llegaban a la carretera, momento en el que el último de la fila se soltaba y corría a ponerse en primera posición. Si el hombre no se daba prisa, si sus compañeros no resistían la tensión que les empujaba hacia el mar, caían por el suelo, la red se escapaba y había que volver a empezar.
Ya en la frontera, tengo que rellenar un impreso de color verde. Son muchas las preguntas a las que el viajero tiene que responder. La primera, su nacionalidad actual, pero también el país de nacimiento, porque uno puede ser libanés pero haber nacido en Jordania. Hay que declarar el país de residencia, porque se puede ser jordano de nacimiento y de nacionalidad libanesa, pero estar viviendo en Suiza. Y, cuarto, hay que decir cuál es la nacionalidad de origen, porque, a pesar de haber nacido en Jordania, de tener en el presente la nacionalidad libanesa y de residir en Suiza, es posible que uno estuviera nacionalizado en un país distinto el día que aterrizó sobre el planeta Tierra, en Siria o Egipto, pongamos por caso. Y, claro, las autoridades sirias lo quieren saber, todo esto.
Nada más ponerme en marcha, los elegantes ocupantes de un Toyota con matrícula libanesa se ofrecen a llevarme hasta Turquía. Dentro va una pareja, de unos cuarenta años. Él viste corbata y camisa a cuadros, ella lleva gafas de sol y va muy repeinada.
Rechazo agradecido la invitación. Quedan pocos días de viaje y quiero saborearlos sin prisa.
Luce un sol espléndido, además. Por doquier hay naranjos y limoneros y bajo los invernaderos crecen altas tomateras. El paisaje recuerda la huerta valenciana con una salvedad: es como si lo hubieran puesto al revés, con el mar a poniente y la tierra a levante.
Mientras descanso a la sombra de unos frutales, un anciano con sombrero de paja se acerca caminando por la carretera, asegurando cada paso con un bastón.

-Salaaam...
-Buenos días.

-Je, je, je –me contempla sonriente y desdentado.
-¿Queda muy lejos Baniyás? –aprovecho para preguntarle.

El hombre se lo piensa, hasta que acierta a decir: “Cuarenta más doce”. Eso son cincuenta y dos kilómetros.

-Je, je, je –vuelve a sonreír. Se pone la mano en el bolsillo, se saca dos mandarinas y me las da-. Mucha suerte –me desea en francés al marcharse -¡je, je, je!-, a tientas, por el arcén.

Doce kilómetros más y llego a Tartús, la Tortosa de los cruzados, el último bastión de los templarios antes de su expulsión de Tierra Santa. En una amplia y céntrica plaza, rodeada de altos cipreses, está la antigua catedral, reconvertida en mezquita en el siglo XIX y que hoy oficia de centro cultural. Es una construcción imponente y de gruesos muros, más ancha que alta.
En una esquina, junto a una parada de taxis, veo un local abierto donde venden bocadillos elaborados con una fina capa de crêpe enrollada. El dueño y los clientes, cristianos todos, comen de pie en el angosto espacio interior. Mejor no salir a la calle, me aconsejan. ¿Fumar? Tampoco; alguien se podría ofender.
¿Y no hay ningún sitio abierto donde uno se pueda sentar? Tampoco; hace dos días fue la fiesta nacional siria, y por lo visto aún  colea.
Necesito descansar un poco antes de afrontar los próximos cuarenta kilómetros.

-¿Habla usted inglés?, le pregunto a un taxista.
-No. Español.

-¿Y eso?
-Estuve unos años trabajando en Venezuela, donde vive mi hermano. Ahora no puedo entretenerme, pero si venís dentro de un rato, charlamos, ¿ok?

Como unos bocadillos más, y, a la vista de que el taxista no ha vuelto, sigo por una carretera secundaria paralela a la costa. Desde las montañas, el terreno cae en una suave pendiente hasta el mar. Es un suelo fértil, de tierra casi negra, que los numerosos habitantes de la zona aprovechan al centímetro. Todo son huertos, pequeños campos de cítricos e invernaderos. Los agricultores viven diseminados en pequeñas casas con emparrados, de los que a mediados de noviembre aún cuelgan racimos de uva. La población cristiana es numerosa, como revelan las cruces que hay pintadas junto a las puertas.. Si en Tartús eran un tercio de la población, aquí deben ser por lo menos la mitad, porque se cuentan tantos minaretes como campanarios.
Al atardecer llego a Baniyás, localidad de mayoría musulmana que aguarda, ansiosa, el fin del ayuno. Sólo hay un hotel, básico, junto a la carretera. Su guardián, que dormía sobre unos sillones, se levanta de malas pulgas. A regañadientes, me enseña la única habitación que hoy alquilará y me anuncia que sólo hay agua fría. “¿Quiere marcharse?”, pregunta sin disimular su deseo.
¿Y adónde quiere que vaya, a estas horas? Me quedo, claro.
Cuando regreso a la calle, la ciudad está sin vida, y me voy caminando hacia el puerto, la bocana del cual ha sido anegada por la arena. Camino solitario hacia allí, en dirección a un sol rojo que se oculta tras el horizonte. Todo es quietud, el agua casi no se mueve.
Cada día, al ponerse el sol, se repite la misma situación: Gabriel paseando por una ciudad vacía. Son ya más de tres semanas de horarios de locura, de hábitos a los que no me logro adaptar. Al principio del Ramadán la cosa tenía su gracia, podía presenciar escenas que sólo se dan en estas fechas. Pero comienzo a estar cansado de desayunar cada día solo en la habitación, de comer de forma furtiva y de tener que cenar a solas después de que lo haya hecho el resto de población. Sí, claro: podría levantarme a las tres de la madrugada y comer con los musulmanes, y volver a hacerlo a las cinco de la tarde, pero, entonces, ¿quién sería el guapo que se subiría a la bicicleta.
Los árabes fraguan las amistades a lo largo de toda una vida. Hacen amigos para siempre, y sus hijos se hacen amigos de los hijos de sus amigos. Y yo, que voy cada día corriendo de una ciudad a otra, no tengo tiempo para más.
Comienzo a plantearme si no fue un error escoger estas fechas.
Supongo que siento tristeza por el ya próximo fin del viaje, que se apaga como el sol sobre el horizonte de Baniyás. Quería visitar Alepo, pero renuncio. Queda apartada de mi ruta.
Hoy he hablado con Sandra. Estaba un poco asustada por los atentados de Estambul y me digo para mis adentros que desde Europa todo se ve dramático y peligroso. He intentado tranquilizarla. En cualquier ciudad del mundo mueren a diario hombres y mujeres por asesinatos y accidentes y no por eso pensamos que nos vaya a tocar a nosotros el día que lleguemos. Además, cuando lleguemos seguro que la situación se habrá normalizado.
Como era de prever, a la hora de la cena no hay sitios abiertos. Una vez más, tengo que conformarme con bocadillos. Compraré unos dulces y un zumo de zanahoria y naranja, antes de volver al hotel. A ver si de esta forma equilibro un poco la rácana dieta del día.

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