Gabriel Pernau

En bici por Marruecos, Argelia, Túnez, Egipto, Jordania, Israel, Palestina, Siria, Líbano y Turquía

Hacia la costa


DAMASCO-FRONTERA DE LÍBANO, 61 km. (bici)
-¡Rashid! ¡Rashid!

No hay forma de que se despierte. Hace un cuarto de hora que llamo, y no consigo que me oiga. La puerta del hotel está cerrada y el joven recepcionista, que duerme como un lirón enrollado en una manta, a cuatro metros de donde estoy, permanece inmóvil. Lo intento todo, le doy al picaporte y al cristal con la llave, llamo por teléfono... Pero el chico sigue durmiendo.
“¡Rashid!”, grito, temiendo despertar a todo el mundo.
A las siete en punto se dispara la alarma de su despertador, y él sigue quieto en el suelo. Después suena el teléfono, y por fin, con tanto alboroto, se levanta.

-Teníamos sueño, ¿eh?

Pero no está para bromas. Apenas se tiene en pie. Sin levantar la vista, me abre la puerta para que pase, rechaza cobrarme el té que le debía y se vuelve a acostar.
A los dos nos aguarda un largo día. Mientras él deje pasar las horas a la espera de que den las cinco de la tarde, yo estaré franqueando dos barreras montañosas considerables, el anti-Líbano y el Monte Líbano. Ignoro lo altas que son y cuál es mi estado físico. He pasado tres días sin subirme a la bicicleta, y no puedo decir que haya descansado.
Hoy vuelvo a cambiar de país. Me dirijo a Beirut, la capital de Líbano. “Por la carretera no”, me aconseja un hombre al salir de Damasco. Curvas, subidas, me indica con la mano. “Autopista good”.
Dejo el palacio presidencial y un gran complejo de las Naciones Unidas a mi derecha, y a los pocos minutos el tráfico se vuelve escaso. Remonto unas montañas sin apenas vegetación mientras a lo lejos saca la nariz el nevado ash-Sheikh, la cima de 2.814 metros donde nace el río Barada. El aire es limpio y vitalizante, y la temperatura se resiste a subir más allá de los diez grados. Un ocre manto otoñal va cayendo sobre Oriente Próximo.
Junto a la calzada hay numerosos acuartelamientos militares. Hafez y Bachar el Asad aparecen retratados por todas partes, en vallas publicitarias, pintados en un muro o reproducidos en una loma con piedras blancas y negras. Decido hacer un juego: contaré cuántas veces veo sus caras de aquí hasta la frontera. Pronto me canso, sin embargo. Hay demasiados Asad. En un cuarto de hora, he contado sesenta y dos.
La carretera baja a un ancho valle y, siempre en sentido nordeste, vuelve a ganar altura. Aparecen algunos árboles, pinos y encinas, y multicolores tenderetes donde, en perfecto orden, se ofrecen centenares de envases de cristal que contienen verduras y frutas en conserva.
A mil trescientos metros de altura, encuentro el puesto fronterizo sirio, y, unos kilómetros ladera abajo, el control libanés.
Los policías, jóvenes y extrovertidos, me reciben de forma amigable. Llevan la gorra echada hacia atrás, el cinturón holgado, la camisa por fuera. Como si fuéramos viejos compañeros, me preguntan adónde voy, cómo me llamo, por qué viajo en bicicleta... Miran a los ojos con curiosidad y franqueza, se gastan bromas y parecen no tener prisa.
“¿De qué trabajas? ¿Piensas quedarte muchos días en Líbano?”, me pregunta uno de ellos.
Entre ellos me siento como en casa, y así se lo digo a uno de ellos. “Gracias por este bonito pensamiento”, responde.
Hay una bella vista, desde la frontera. A nuestros pies está el anchísimo valle del Bekáa, y ante nosotros, en la vertiente opuesta, los imponentes montes Líbano, tras los cuales se esconde la franja costera.

-¿La carretera pasa por allí? –digo al comprobar lo que me espera.
-Por allí mismo; te costará remontar aquellas subidas en bicicleta.

Diría que sí.

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