Gabriel Pernau

En bici por Marruecos, Argelia, Túnez, Egipto, Jordania, Israel, Palestina, Siria, Líbano y Turquía

Alí Bey tenía razón


TÚNEZ-CAIRO, 1.900 km. (avión)
Último día en Túnez, última jornada en el Magreb. Sigo aquí, pero mi mente va unos miles de kilómetros por delante. Estoy impaciente por cambiar de país, por iniciar la segunda parte del viaje.
Hoy todo serán esperas, tedio, impaciencia por alcanzar mi destino.
Sin nada que hacer, dedicaré la mañana a visitar de nuevo la medina, a mandar otro paquetito con guías y mapas hacia casa y a confirmar el vuelo, que se ha retrasado un par de horas. Con el cambio de horario, aterrizaré en El Cairo a medianoche y sin reserva de hotel.
Previsor, llego al aeropuerto con tres horas de adelanto, y tras entregar la bicicleta a dos operarios de impoluta bata blanca, me siento a observar a las mujeres de la limpieza que pasan y repasan el paño sobre el brillante suelo de la terminal, a pasajeros que pasean sus túnicas y sus luengas barbas blancas por el hall y a familias que han venido a despedir a un ser querido. Encima de la puerta de Llegadas, el presidente Ben Alí contempla impertérrito, algo intimidante, a sus súbditos. El retrato está colocado con premeditación: vas allí esperando encontrar a tu hermano o a tu novia, y te topas cara a cara con el inefable.
El vuelo hasta la capital egipcia será tranquilo, a bordo de un avión con personal de vuelo íntegramente masculino. Los atentos azafatos se encargan de guardar el equipaje de mano, tienen palabras amables para todos y, cuando entra una señora, mandan apartarse a los que obstruyen el pasillo para que la dama pueda pasar.
Cuando ya todo el mundo está acomodado, descubro a un ejecutivo que mata marcianos con un ordenador portátil, a tres señores que hablan sin descanso y a un niño que da la lata sacudiendo mi asiento. Me llama la atención el señor que, dos hileras más allá, lee La historia de las cruzadas. Ayer, en el tren, un soldado leía un manual de introducción al matrimonio. Que recuerde, son las únicas personas que he visto con un libro en las manos desde que crucé el Estrecho.
El desapego del mundo árabe por la palabra escrita viene de antiguo. En León el Africano, Amin Maalouf evoca una sociedad culta poblada por libreros que buscaban ejemplares raros procedentes de El Cairo, Bagdad, Ispahan, Roma, Venecia o Barcelona, y copistas de libros que se exportaban a China.
Pero a finales del siglo XV, la edad de oro de la civilización árabe había pasado. El mundo que recuperó a los clásicos, que desarrolló la poesía y los relatos de viajes entró en un largo periodo de decadencia que, en 1803, sorprendió al siempre atento Alí Bey: “Estos eruditos (son incapaces) de comprender la tesis misma que defienden, no tienen otro apoyo que la palabra del maestro (Mahoma) o del libro (el Corán), que citan a tuerto y derecho (...). Para el estudio de geometría tienen a Euclides, que me enseñaron en grandes tomos en folio muy apolillados (...). La cosmogonía es la del Corán, hija del Pentateuco. La cosmografía es la de Ptolomeo (...). Por lo tocante a las matemáticas sólo conocen la resolución de un cortísimo número de problemas. La geografía no se estudia. La física es la de Aristóteles (...). La química no existe (...).La historia natural sufre los mismos obstáculos invencibles que la anatomía. Sabido es que la ley prohíbe las estatuas y las pinturas o dibujos de objetos animados (...) El idioma se halla en un punto extremo de degradación. Carecen de imprenta (...). Tal es el estado de las ciencias en Fez, ciudad que puede mirarse, si me es permitido la comparación, como la Atenas de Africa”.
El clima de apatía intelectual que citaba el maestro pervive. Las últimas semanas he visto una cifra más que considerable de librerías, pero casi todo lo que venden son volúmenes religiosos de lomos repujados y letras doradas en sus cubiertas.
¿Sucederá igual en El Cairo?¿Cómo será la que fuera, junto con Bagdad y Damasco, una de las capitales del mundo árabe? Trato de adivinarlo en el ejemplar del diario Le Progrès Egyptien que me han dado y en la película que han puesto en el avión. Pero no, dan un culebrón egipcio de los años cincuenta. Está ambientado en los music halls cairotas y tiene por protagonista a un guaperas que, entre canción de amor y canción de amor, se dedica a asesinar a esposas y a amantes vestidas con poca ropa y muchas plumas.
Pronto mis dudas se van a comenzar a aclarar. El cielo ha oscurecido y, por el rato que llevamos de vuelo, debemos estar sobrevolando ya el país de los faraones. En pocas horas habremos recorrido un trecho en el que las caravanas invertían dos meses.
La primera parte del viaje toca a su fin. En veinticinco días he cruzado el norte de Africa, repitiendo, en sentido inverso, el camino que hace trece siglos siguieron los árabes para ganar para su causa a los países del Magreb. He seguido más o menos la ruta de los peregrinos hacia La Meca, he conocido algo mejor el país más pobre del Mediterráneo o las secuelas que en todos ellos dejó la colonización.
ºPor delante tengo una realidad distinta. Me aguardan países conflictivos, desiertos, multitud de fronteras y algo que casi me inquieta más. Es el miedo a la complejidad, a ver mucho y comprender poco. Me acerco a la cuna de bastantes de las civilizaciones antiguas más importantes que han existido, de las religiones hebraica y cristiana, al lugar donde se han cocido muchos de los principales conflictos de la Humanidad, a tierras de cruzadas y de contracruzadas, germen de culturas y de destrucción.
Estamos llegando a Oriente Próximo. Me abruma pensar en lo que me espera.

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