Gabriel Pernau

En bici por Marruecos, Argelia, Túnez, Egipto, Jordania, Israel, Palestina, Siria, Líbano y Turquía

Rumbo norte


WADI RUM-WADI MUSA, 115 km. (bici)
3 de noviembre, ya. Hoy comienzo a ir hacia el norte. En menos de un mes tengo que recorrer Jordania, Israel, Siria, Líbano y Turquía. Muchos kilómetros por delante, todavía. Alí Bey relataba que un jinete tártaro tardaba treinta días en ir de El Cairo a Estambul. Espero no ser menos.
Dejo Wadi Rum y en menos de una hora me incorporo a la llamada Autopista del Rey. La ruta asciende por un territorio árido y poco poblado en el que sus habitantes practican el Ramadán de forma tan laxa como los dos hombres que he visto hace un rato. Comían pan con yogurt a la sombra de un camión, ajenos por completo al qué dirán.
En el sur de Jordania, donde ahora me encuentro, hubo una revuelta del pan en agosto de 1996. Es una rebelión que, de forma cíclica, se reproduce en los países árabes cuando las clases más desfavorecidas dicen basta. Sucedía hace quinientos años y sigue pasando en la actualidad. La gente acepta vejaciones y represión por parte de los poderosos, se conforman con seguir siendo explotados en espera de un más allá esplendoroso si han sido buenos creyentes.
Pero existe una línea invisible que, cuando se traspasa, la sociedad estalla. El punto de no retorno lo marca el precio del pan. El día que este producto fundamental en su dieta rebasa el límite de lo que las clases populares consideran justo, los hasta entonces obedientes súbditos se convierten en turba violenta capaz de derrocar a cualquier gobernante.
Los monarcas conocen bien esta amenaza y, cuando se da, reaccionan como lo que son, como monarcas del pueblo, y acatan su voluntad. Una vez aplacada la masa, reprimen a los cabecillas de la revuelta, y, satisfechos los deseos de las clases más bajas, se aseguran unos años más de tranquilo reinado.
La historia de Jordania no es pródiga en estos sucesos, de todas formas. El anterior rey, Hussein, muerto en 1999, nueve años después de que se legalizaran los partidos políticos, se enfrentó a pocos sobresaltos. Y su hijo Abdalá II sigue la misma política de intentar estar a bien con todo el mundo, algo difícil cuando tus vecinos son Egipto, Arabia Saudí, Iraq, Siria e Israel. Ignoro si es indicativo de algo, pero los próximos días no encontraré a ningún jordano que proteste.
La carretera asciende a mil quinientos metros entre granjas y cultivos recién arados. A la izquierda de las suaves lomas que recorro, las montañas se precipitan de forma abrupta sobre Israel, formando cañones que dejan al descubierto todos los estratos de la montaña. Es la enorme brecha que, desde el Golfo de Aqaba, sigue hacia el norte por el curso del Wadi Araba, enlaza con el mar Muerto, el río Jordán y el mar de Galilea, y se prolonga hacia el norte de Siria.
Me estoy acercando a Palestina, y se nota. En un punto indefinido del mapa, y sin que el paisaje haya variado ni un ápice, la forma y el color de las zonas habitadas se transforma. Junto a cada casa crece un olivo, y por desolado y árido que sea el entorno, entre las viviendas y el campo siempre hay pinos y cementerios llenos de cipreses.
Las estudiantes, todas, visten bata verde y pañuelo blanco y las calles están inundadas de niños. ¡Hola! ¡Hola! ¡Adiós! Saludo a todo el mundo, por gusto pero también por precaución. He leído varios relatos de ciclistas que, al pasar por esta zona, fueron apedreados. Y no una o dos veces, sino de forma reiterada.
Sea por el ayuno, que los pequeños suelen practicar a partir de los 8 años, o porque no les intereso, llego a Wadi Musa sin novedad.
Tengo veintidós hoteles donde elegir. No en vano el pueblo, situado a tres kilómetros de Petra, recibe a centenares de miles de visitantes cada año. Dudo entre el Twaissi Inn, que aconseja la guía, y el Valentine, que me recomendó Kalil. Y entre duda y duda, a cincuenta metros de mi elección final, un taxista me saluda sonriente desde un coche amarillo. ¡Es Kalil!
Nos saludamos con afecto, dos días después de habernos separado. Me cuenta que ha venido a traer a unos turistas, pregunta por mi estancia en Wadi Rum y luego me acompaña hasta el hotel. Allí me presenta a Valentine, su propietaria. La chica lleva un ceñido pantalón de colores y camiseta sin manga, el pelo recogido en un moño y, pese a su amabilidad, es una ordena y mando. Da instrucciones al servicio, cien por cien masculino, que cumple su voluntad sin rechistar y al momento.
El hotel está pensado para satisfacer todas las necesidades que pueda tener un mochilero durante su estancia. Entre alfombras de colores, lámparas de estaño y rudimentarios utensilios agrícolas, multitud de cartulinas informan de los horarios de los autobuses a Aqaba o Ammán, de los horarios de visita en Petra, de los precios de las comidas o de la dirección de un hotel de Damasco.
Por supuesto, hay Internet, y un libro que recoge opiniones, comentarios, consejos y exabruptos de los centenares de viajeros que han dormido entre estas cuatro paredes. Aquí están las firmas de unos conquenses de El Pedenoso, el “¡Viva México!” dejado por Natalia y Emilio, y tras la extensa parrafada escrita por un japonés, con dibujos y mapas inclusive, aparece detallada la ruta que siguió un canadiense, hace diez días, para trasladarse al Bagdad post-Sadam Hussein.
Todo es fácil, en este tipo de establecimiento. No debes preocuparte de negociar precios ni de hacerte entender con nadie. Su dueña lo hace por tí. Sabe lo que el mochilero necesita y lo que detesta.
Valentine también fue viajera. Nacida en Estados Unidos en el seno de una familia italiana, vagó por el mundo durante años hasta que en Jordania encontró al amor de su vida y se hizo sedentaria.
Después de descansar, a media tarde bajo a la plaza principal del pueblo, a presenciar el espectáculo mío de cada día: ruido de persianas que se cierran de forma precipitada, cruces en los que ningún conductor cede el paso, frenazos, bandejas llenas de dulces que, en manos de hombres, se dirigen hacia hogares hambrientos, o mujeres que esperan, con cara rigor mortis, a que el despistado con quien han quedado las venga a buscar de una vez.
En el bar de la plaza conozco a Robert, un alemán barbudo que también se aloja en el hotel Valentine. Durante los tres últimos años ha estado dando la vuelta al mundo sin coger ni un avión, viajando en tren siempre que ha podido y, lo más difícil, con un presupuesto diario de tres euros. Lo comenta con orgullo, pero se indigna cuando cuenta lo que le acaba de suceder. “¿Sabes cuánto me han cobrado por una botella de agua? ¡Quinientos fils, medio dinar! ¿Sabes lo que es esto? ¡El precio normal son trescientos!”, brama, escandalizado. Le revienta tener que regatear; y no soporta que, ahora que está a punto de volver a Europa, Jordania le destroce las minuciosas cuentas que lleva tres años echando. “¡Es un escándalo!”, protesta, como si todo el país fuera culpable de su imprevisión.
El alemán lo tiene claro: mañana visita Petra y pasado mañana deja “esta mierda de país”.
Al anochecer, el hotel es un hervidero. El resto de establecimientos de Wadi Musa se las ven y se las desean para evitar el cierre a causa del descenso del turismo, pero Valentine esquiva la crisis con maestría. Su hotel aparece en las guías más usadas por europeos, japoneses, coreanos y australianos y sus precios no tienen competencia. Por los dos dinares que cuesta la cena vegetariana, puedes comer hasta reventar.
Grandes bandejas con montañas de arroz, ensaladas, pasta y carne de cordero aparecen dispuestas en una mesa alargada. Alrededor de ella deambulan, plato en mano, el japonés joven que conocí en Aqaba, una pareja de franceses que ayer estaban en Wadi Rum, un australiano de cincuenta años que viaja solo o un matrimonio italiano de edad avanzada. Luego nos agrupamos por afinidades o por edades, los francófonos en una mesa por aquello de hacer piña en defensa del idioma, los asiáticos en otra y los que no quieren saber nada de nadie, repartidos aquí y allá.
En la mesa de los que viajamos solos, las conversaciones versan sobre temas prácticos, porque, al fin y al cabo, todos seguimos más o menos la misma ruta. Los que se dirigen hacia el sur, que son mayoría, preguntan por Wadi Rum, Aqaba y Egipto, y los pocos que vamos en sentido opuesto nos interesamos por Israel, Beirut o Damasco. ¿Oye, y es muy peligroso Israel? ¿Y no tuviste problemas, después, para ir a Siria? ¿Cuánto cuesta el visado sirio? ¿Viste las pirámides?
Al final me harto y me voy para adentro, donde el japonés y dos chicas miran La boda de Muriel en un televisor. De lo que tenga que saber, ya me enteraré cuando llegue el momento. Además, no me gusta esta vida tan cerrada de algunos. Sin darse cuenta, se aislan, igual que los turistas de viaje organizado que tanto detestan y a los que siempre tratan de evitar.

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