Gabriel Pernau

En bici por Marruecos, Argelia, Túnez, Egipto, Jordania, Israel, Palestina, Siria, Líbano y Turquía

JORDANIA. Ferry con destino Aqaba


NUWEIBA-AQABA-WADI RUM, 70 km. (ferry), 84 km. (taxi)
Estoy francamente relajado, después de seis semanas de viaje. Llegué a Tánger atemorizado por las dificultades que temía encontrar. Es cierto que he topado con problemas, pero todo, incluso los trámites burocráticos, se soluciona sobre la marcha, de forma agradable, sin sobresaltos. Los árabes poseen una inusual capacidad para hacerte sentir bien, por más lejos que estés de tu casa y por más alejado que te sientas de su cultura. En ningún momento he sentido que se me esté imponiendo nada ni nadie me ha violentado.
Aquí las cosas son claras: eres extranjero y como tal eres tratado. No tienes capacidad para incidir en las personas que conoces, pero nadie se extraña de tu presencia ni pretende convencerte de nada.
La parte negativa de este comportamiento es la escasa curiosidad de las gentes. Te respetan tanto que, en reciprocidad, resulta complicado, por no decir imposible, husmear en las vidas privadas más allá de lo que se esconde detrás de su estricto comportamiento público. Es difícil confrontar opiniones, dar con voces disidentes, ver cómo se comportan hombres, y no digamos ya mujeres, en la intimidad de sus hogares.
Sorprende, en cambio, la facilidad con que se me acercan los cristianos. Los atraigo con la fuerza de un imán. Egipto es su país, pero existe una parte de su yo silenciado que jamás podrán compartir con los musulmanes. Por eso vienen hacia mí. Todos los que he conocido vestían a la occidental, con pantalón y camisa, en un intento, acaso inconsciente, de acercarse a sus correligionarios.
Tengo que reconocer que yo también me siento más próximo a ellos. Soy agnóstico y pienso que todos los hombres somos o deberíamos ser iguales, me siento solidario con muchas de las desgracias que sufren los musulmanes. Pero desde que llegué a Egipto, cuando tengo que preguntar por un hotel o un autobús, mi mirada busca de forma inconsciente a quien más se parece a mí. Sin duda hay algo de prejuicio en ello, lo que me molesta, pero este hecho responde también una realidad incontestable: que los cristianos tienen un mayor conocimiento de idiomas y una mayor facilidad para comunicarse conmigo. Y yo con ellos.
El viejo y orondo Garil parece más parlanchín, esta mañana. Le he visto fumando en su bar, y se ha molestado cuando se lo he señalado. “Soy cristiano, y los cristianos hacemos nuestra vida”, ha dicho. “Además, no todos los musulmanes siguen el Ramadán”, ha revelado con mirada pícara, yo diría que satisfecho de romper el mito sobre la unidad del Islam.
Luego ha echado la cortina y, a salvo de miradas hambrientas, él y un camarero se han sentado a desayunar. Comen tortilla, queso y pepinillos en conserva, y mientras lo hacen, les cuento que esta mañana, en el puerto, le he dado diez libras a un hombre que se me ha acercado mostrándome su pasaporte jordano y una foto de su familia. “Te ha engañado –concluye Garil sin necesidad de más explicaciones-. Ese hombre no necesitaba dinero. En Jordania viven millones de palestinos que huyeron de Israel. Están recibiendo dinero y armas de todo el mundo, tienen fábricas y comercios”.
En el bar también hay musulmanes, a quienes parece importar poco que alguien esté comiendo o fumando. Eso sí, tienen la precaución de tenerlo fuera de su campo visual, que bastante sufren con su ayuno.
Para Garil, el Ramadán es un imponderable más del negocio. Los ingresos bajan de forma considerable durante este mes, pero también tiene un supermercado, donde las ventas son regulares todo el año. Además, en el bar vende billetes de autobús y alquila un teléfono móvil Nokia, a una libra el minuto.
El, en apariencia, imperturbable Garil se pone trascendente mientras recojo mis cosas: “¿Sabes qué significa Garil? Bello. Yo antes era bello –sonríe-, y los países árabes están llenos de garils”. Y el antaño bello y aún adorable Garil me pregunta si algún día volveré con la misma sinceridad con la que anoche me deseó “dulces sueños”.
El puerto de Nuweiba es poco más que un simple embarcadero sin abrigo en el que los barcos amarran de popa. Las instalaciones disponen de varias salas de espera, tenderetes de comida y una variopinta tienda libre de impuestos en la que tanto venden Tutankamon de cerámica como imágenes de Jesús crucificado o un atrevidísimo conjunto de lencería femenina de color dorado con plumas rojas.
Todos cuantos nos dirigimos a Aqaba esperamos tras una valla, y cuando por fin nos dejan pasar, se desata entre los ansiosos pasajeros una carrera de empujones por ser los primeros en embarcar. Las mujeres son las que más aprietan, yo diría que por falta de costumbre de salir de casa, y cuando han tomado asiento, llaman a sus esposos –“¡Mohamed, estoy aquí!”-, para advertirles de que les han reservado una butaca.
Ahora se las ve más tranquilas. Una hace el característico grito con el que las árabes expresan su alegría, otras diez o doce la secundan y la enmoquetada sala de la embarcación recuerda por un momento el interior de una jaima.
Pero no estamos en el desierto, sino en un ferry de última generación, de esos que surcan los mares sobre un patín a más de treinta nudos a la hora. Durante la travesía viajaremos sentados en unas mullidas butacas, más propias de un avión que de un barco que te lleva a la ciudad de Lawrence de Arabia, sin posibilidad de subir a cubierta. ¡Cómo cambian los tiempos! A este paso, ¿quién recordará, dentro de unos años, el mágico momento en que las familias se subían a las barandillas para despedirse de sus seres queridos, para presenciar los trabajos de desamarre o para ver la estela de espuma blanca que dejaba el navío al salir de puerto entre pitidos de sirena y chimeneas humeantes?
Mi compañero de asiento agradece el aire acondicionado. Como muchos otros pasajeros, lleva una botella de agua. Hoy sí, puede beber, pese al Ramadán. Está de viaje, y si Alá hizo algunas excepciones a la obligación del ayuno, bien vale la pena aprovecharlas. Nadie parece tener en cuenta que dichas leyes se dictaron hace más de mil años, cuando se viajaba a pie o a lomos de un camello. Pero, ya se sabe: la fe es inquebrantable, y la carne, débil.
Por la tele dan un vídeo religioso. Un hombre cuenta lo que parecen parábolas coránicas ante un auditorio compuesto por más de doscientas personas. El recitador de historias se ha adaptado a los nuevos tiempos. Ya no viste túnica para acudir a los bazares de las aldeas. Ahora lleva americana y corbata para salir por televisión.
Hay otros occidentales, en el barco. Nos acompañan una pareja de italianos muy bien vestidos, maquillada ella y con unas sandalias de color naranja; una nórdica que, para sentirse más integrada, se cubre el pelo con un pañuelo blanco, sin percatarse de que la camiseta que lleva apenas disimula la prominencia de sus pezones; tres chicos con melena y camisetas descoloridas, almas revividas del Woodstock de los años sesenta; y también cuatro japoneses: dos chicas de piel clara, un hombre curtido que, después de escalar el Monte Sinaí henchido de emoción, se desilusionó al encontrar la cima llena de gente que entonaba cánticos religiosos, y un chico que durmió en un dormitorio comunitario de El Cairo por un euro y que la pasada noche ha pagado trescientos por una habitación de lujo en Nuweiba.
Dejamos atrás Egipto y, volando a ras de agua, nos dirigimos hacia el norte, envueltos por una neblina que, al disiparse, nos descubre el fantástico circo de montañas que rodea al golfo de Aqaba. Y mientras un policía sella los pasaportes de centenares de pasajeros a una velocidad endiablada -¡toc-toc, toc-toc, toc-toc..!-, yo diría que a un ritmo de dos documentos por segundo, ya estamos en Jordania.
En el puerto nos retienen un buen rato en el interior de la nave. Las señoras se impacientan de nuevo junto a la salida, y cuando por fin abren la puerta, la presión que ejercen hombros contra espaldas es tanta, que una masa humana es expulsada a propulsión al exterior.

-¿A dónde va? –me pregunta un taxista.
-A un sitio que se llama Wadi...

-¿Wadi Musa?
-Eso.

Me pide treinta y cinco dinares jordanos por llevarme, lo que me parece excesivo para un trayecto de menos de cien kilómetros. Trato de negociar, pero el tranquilo de Kalil se mantiene fijo en sus más de cuarenta euros. Qué le vamos a hacer Parece que Jordania tiene poco que ver con Egipto, y enseguida descubro lo distintos que llegan a ser los dos países. Kalil conduce un moderno Mitsubishi por las bien iluminadas calles de Aqaba y los precios son casi europeos. Necesito dinero, pero los bancos están cerrados y el taxista tiene que comer.

-Ven a mi casa –me invita, mientras contemplo el Sinaí por última vez.
-Perfecto.

La vivienda de Kalil está equipada con aire acondicionado, ordenador y electrodomésticos nuevos, pero con pocos muebles. El taxista me presenta a sus hijos, Aya, Mohariat y Ayat, la pequeña, que juegan con él, le besuquean y obedecen sus órdenes al instante.
Un minuto antes del fin del ayuno, la mesa está ya puesta, sólo para dos, y cuando es la hora, Kalil bebe un vaso de agua de un trago largo, saboreando cada sorbo. Después nos servimos, arroz con fideos y carne de cordero con una víscera que no reconozco.

-¿Qué es? –pregunto.

Kalil señala con disimulo su entrepierna, aprieta el puño y dice: “Esto va bien”.
Y nos reímos.

-¿Así que vas a Wadi Musa? –se interesa-. Te gustará mucho Petra. A todos los europeos les gusta.
-Ya... Pero yo no voy a Petra, voy a Wadi...

Horror. Me he confundido. Le he dicho que iba a Wadi Musa cuando en realidad voy a Wadi Rum. Pagaré el precio de un trayecto de doscientos kilómetros cuando no tengo que hacer ni la mitad. Pero es demasiado tarde. El trato está cerrado.
Apuramos un té a la menta y un zumo y Kalil se despide de sus hijos y de su mujer, de la que sólo he oído su voz y que al marcharme consigo ver, en una imagen fugaz, de espaldas, al pasar junto a la cocina.
Circulamos hacia el norte por la misma autopista de peaje por la que cada día pasan centenares de camiones cargados de comida con destino a Iraq.
Ya en Wadi Rum, sólo bajar del coche, varios hombres me ofrecen excursiones para mañana, en camello o en todo terreno, y, al comprobar mi escaso interés, desaparecen tan raudos como llegaron.

-¿Eres escalador? -me preguntan unos chicos en una tienda de comestibles.
-No, ¿por qué?

-Eres turista, entonces. ¿Quieres hacer una excursión en camello, mañana? Ven por aquí; te estaré esperando.

En la calle, un ágil y alto beduino se sube a un todo terreno con uno de sus costados lleno de agujeritos del tamaño de un garbanzo. Parece una ráfaga de ametralladora. Y lo es. Por las noches el hombre se juega el tipo entrando hachís en Arabia Saudí a través del desierto, y, hace unos meses, la policía le sorprendió. Es cosa seria, traficar con droga en uno de los países más herméticos del mundo. Y el contrabandista lo sabe. Así que, al verse cazado, apagó las luces y, esquivando balas, desapareció entre las dunas y, orientándose con las estrellas, consiguió regresar a Jordania. Salió bien librado de un encuentro que podría haber resultado fatal, porque, en caso de detención, le podrían haber condenado a muerte. Recibió, eso sí, un impacto en un tobillo, cuya cicatriz me muestra con orgullo. Tras lo cual arranca su viejo y ruidoso Land Cruiser y desaparece en la oscuridad de la noche pegando botes sobre la arena.
Es un sitio curioso, Wadi Rum. Dicen que es de una belleza sin igual. Desde luego, el silencio de esta noche estrellada es algo maravilloso.

2 comentaris:

  1. Pagaré el precio de un trayecto de doscientos kilómetros cuando no tengo que hacer ni la mitad. Pero es demasiado tarde. El trato está cerrado. ghazaouet

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  2. Por las noches el hombre se juega el tipo entrando hachís en Arabia Saudí a través del desierto, y, hace unos meses, la policía le sorprendió. click

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