Gabriel Pernau

En bici por Marruecos, Argelia, Túnez, Egipto, Jordania, Israel, Palestina, Siria, Líbano y Turquía

Un canal en un mar de arena


PORT SAID-SUEZ, 166 km. (autobús), 37 km. (bici)
En la céntrica y cuidada iglesia de San Jorge se celebra misa. Los feligreses son escasos, cinco mujeres mayores, descalzas y con el pelo cubierto, y, detrás de una cortina, tres hombres también de edad avanzada. Tres curas de blanco, de luengas barbas, dirigen el oficio entre cánticos. Al acabar, comulgan y reparten trozos de pan bendecido entre los fieles, que se ponen los zapatos y, con mucho respeto, besan la mano a un cuarto cura, vestido íntegramente de negro, que sale de un cuarto contiguo.
Es el padre Butros, el más anciano de la comunidad copta de Port Said. “¿De dónde sóis?”, me pregunta al verme. Caminando hacia la puerta, sin detenerse, me cuenta que en la ciudad hay cuarenta mil coptos y treinta y cinco curas, que en esta iglesia se conservan reliquias de San Marcos y de San Jorge, que tiene 72 años, que está casado y es padre de tres hijos. Dicho lo cual, se deja besar la mano por los policías que le aguardan a la puerta y se sube a un coche negro con chófer que sale zumbando.
Los cristianos constituyen la minoría más importante de Egipto, y casi todos son coptos, palabra que deriva del término griego Aigyptos. Su patriarca, Shenuda III, defiende la sumisión al poder mayoritario en aras de la unidad nacional, pero esta política es contestada por los coptos de la diáspora, que, desde Australia y Estados Unidos, presionan al gobierno egipcio para que los derechos de los no musulmanes se igualen a los de la mayoría.
Las relaciones entre El Cairo y Washington han empeorado desde que George W. Bush subió al poder. Su gobierno ha amenazado con incluir a Egipto en la lista de países donde existe discriminación religiosa, y, fruto de esa presión, Mubarak ha convertido el 7 de enero, la Navidad ortodoxa, en fiesta nacional, y la televisión pública transmite las misas de Navidad y Pascua.
El chico que se sienta a mi lado en el autobús que me conduce a Ismailía lleva en la mano una Biblia en miniatura que no medirá más de cuatro centímetros.

-¿Y la puedes leer? -le pregunto asombrado por el ínfimo tamaño de las letras.
-No –sonríe-; es un amuleto. Me trae buena suerte.

Por cristiano que sea, al chico también le gusta el Ramadán: “Es un acontecimiento social que celebramos todos –explica-: por televisión dan programas buenos, hay días de fiesta, las familias se encuentran y se hacen regalos”.
Hace ya más de mil años que los cristianos egipcios conviven con el Islam. Conocen bien las costumbres de los musulmanes, que en algunos casos han pasado a ser también las suyas. Incluso el radical Antonio reconocía tener en casa tres ejemplares del Corán, que dijo haber leído más de cien veces. “Es un libro precioso –afirmó-; está escrito en el árabe más puro que existe”.
Infinitamente más extraño es que el muslmán se interese por el cristianismo. Al dominante le interesa poco la fe de la minoría. Mi vecino de asiento cuenta que los cristianos se sienten discriminados, que tienen pocas oportunidades para encontrar un empleo y que no pueden peregrinar a Jerusalén. “El patriarca Shenuda ha recomendado que nos abstengamos de hacerlo, para evitarnos problemas con el gobierno”.
Conversando, hemos llegado a Ismailía sin ver el puente de cien metros de altura que cruza el canal de Suez ni prácticamente el canal, siempre oculto tras la vegetación o las dunas.
Sólo por un momento he advertido la presencia de cuatro mercantes que surcaban un mar... ¡de arena! Sus siluetas se movían con lentitud tan cerca de tierra firme, que me parecía estar presenciando un milagro.
Uno de esos colosos de acero era un portacontenedores gigante, aunque no de los más grandes. Los de mayor calado y los que exceden de ciento cincuenta mil toneladas tienen prohibido el paso. Y es que el canal es estrecho. Y peligroso. En algunos puntos mide sesenta metros. Es por ello por lo que la mayoría de los cerca de doscientos kilómetros que mide esta línea de agua entre el mar Rojo y el Mediterráneo son de un solo sentido.
Los marineros que han navegado por él saben de la tensión que supone surcar estas aguas. Un error, un exceso de velocidad o una avería durante las hasta dieciocho horas que dura la travesía podría resultar fatal. Es por ello que los controles son estrictos. En los pasos más complicados no se puede ir a más de once por hora.
Más fácil, en cambio, lo tienen los peces del mar Rojo, que transitan sin control de ningún tipo. Tanto es así, que algunas especies han colonizado las frías aguas del levante mediterráneo.
En Ismailía me despido del chaval de la Biblia y me voy a ver una ciudad que es un oasis de verdor gracias a otro canal, bastante menor, por el que se abastece de agua del Nilo. En el centro se conservan numerosas casas en las que vivieron los ingenieros europeos que dirigieron las obras del canal a mediados del siglo XIX. Son bonitas villas de madera, con tejados inclinados y jardines. El colegio de franciscanos todavía existe, y recibe ahora a decenas de niños egipcios.
En esta encantadora ciudad, a orillas del lago Timsah, se instaló Lesseps para dirigir su faraónica obra. Este francés de Versalles no era ingeniero de profesión, sino un polifacético e inquieto diplomático que vivió en Túnez, El Cairo, Alejandría, Bélgica, Málaga, Barcelona, Madrid y Roma.
Forzado a abandonar la diplomacia, se dedicó a estudiar un proyecto que de forma casual cayó en sus manos. Se trataba del informe técnico que Napoleón había encargado para abrir un canal navegable entre el Mediterráneo y el mar Rojo. La idea del militar francés era poco novedosa. Ya los faraones, miles de años antes, fueron capaces de conectar el brazo oriental del Nilo con el golfo de Aqaba a través de un curso de agua artificial, que fue mantenido por los persas y los ptolomeos y que se anegó en el siglo IX. Pero la empresa napoleónica topó con un obstáculo insalvable: los cálculos indicaban que el desnivel entre las aguas de uno y otro mar era de diez metros, y la idea fue desestimada.
Fue el ingeniero contratado por Lesseps quien, después de revisar mapas y cálculos topográficos, descubrió un error garrafal: el desnivel era de sólo ochenta centímetros. El canal, pues, era factible.
Cuando, en 1854, Said Pachá ascendió al poder de Egipto, Lesseps corrió a El Cairo con su proyecto bajo el brazo, y cuatro años más tarde, se iniciaron unas excavaciones que se prolongarían una década.
En agosto de 1869, las aguas del Mediterráneo se volvían a fundir con las del mar Rojo, casi mil años después. El 16 de noviembre una comitiva de ochenta naves, presididas por la emperatriz Eugenia, el emperador austríaco Francisco José, el príncipe heredero prusiano y los príncipes holandeses, inauguraban el canal por todo lo alto. Giuseppe Verdi se había comprometido a componer una obra para la ocasión. El compositor recibió un millón de ducados de oro por una pieza inaugural que, muy a su pesar, no consiguió terminar a tiempo. Aunque quizá fuera mejor así. El banquete para cabezas coronadas que se celebró en Ismailía se quedó sin música de estreno, pero poco más tarde Verdi pudo legar Aida, una de sus obras maestras, al conjunto de la humanidad.
Pronto comenzarían los problemas, tanto para Francia como para Lesseps. Gran Bretaña consideró esta vía de navegación interoceánica una amenaza vital para sus colonias orientales, y, cuando el jerife Ismail se quedó sin recursos, el primer ministro británico compró sus acciones gracias a una fulgurante operación bursaria que contó con un cuantioso préstamo de la banca Rotschild. París no reaccionó a tiempo, y perdió el control del canal sin que en los desiertos que lo rodean se escuchara ni un solo tiro.
En cuanto al diplomático francés, fracasó en el encargo recibido de abrir el canal de Panamá. Acusado de fraude, fue condenado a cinco años de cárcel que no llegó a cumplir.

Es mediodía. Debo continuar. La estación de autobuses está abarrotada. Hay muchos vehículos y temo no encontrar el mío.

-No se preocupe. Cuando llegue, enseguida verá cuál es, porque el cobrador grita ¡Suez, Suez, Suez! –me informa una chica.

Y, en efecto, media hora más tarde descubro mi autobús por los gritos que profiere un chico descamisado. Cuando, después de mover bolsas, maletas y cajas, por fin consigo cargar mi bicicleta, arriba ya no queda ni un asiento libre.
Me siento en un escalón junto al conductor, pago con un billete de diez libras y a cambio sólo obtengo un ticket.

-¿Y la vuelta? -reclamo.
-Es para mi té y el del conductor -alega, ufano, el cobrador.

-Estamos en Ramadán -replico antes de recuperar lo que me pertenece.

El cobrador es un cachondo y el conductor, un peligro público. Habla por teléfono mientras conduce, insiste en poner una cinta de video que el reproductor rechaza y, cuando le cuento que quiero cruzar el Sinaí en bicicleta, señala la península en un mapa que lleva pegado en un cristal y vuelve la cabeza para señalarme lo grande que es. Y yo, que temo que tengamos un accidente, le digo que ya me lo contará cuando paremos.
El paisaje es cada vez más árido y el canal brilla por su ausencia. Llama, en cambio, mi atención la cantidad de aeropuertos y cuarteles militares que hay. En una hora cuento tres, con tanques, todos terrenos y piezas de artillería convertidos en chatarra en su interior, restos de las guerras de Los Seis Días y del Yom Kippur, ambas contra Israel, a causa de las cuales el canal permaneció ocho años cerrado.
La ciudad de Suez resulta decepcionante. Puede que tenga algo de interés por ver, pero yo no lo sabré encontrar en las pocas horas que pasaré aquí. Sólo veré calles rectas y polvorientas, edificios vulgares. No hace honor ni al canal al que da nombre ni a su pasado, cuando se convirtió en un importante puerto comercial, destino de caravanas y escala de peregrinos.
En el hotel White House pasaré buena parte de la tarde, preparando la travesía del Sinaí. Tengo una cuenta pendiente con los desiertos y para poder acometer el reto con fuerzas, esta mañana he desistido de pedalear de Port Said a Suez. Las dos únicas veces que intenté atravesar uno, fracasé. En 1996, camino de China, sucumbí en el Karakum, en Turkmenistán, a causa del fuerte viento en contra, y me sucedió lo mismo dos meses más tarde en el Taklamakán, de nuevo a causa de un vendaval que me impedía avanzar y de los más de cuarenta grados de temperatura.
Esta vez las condiciones son más benignas. El calor será soportable, y espero encontrar menos viento. Pero no me fío. Ya conozco la terrible soledad de circular por la nada, lo difícil que resulta avanzar a través de un medio vacío, desesperarte luchando contra los elementos.
Y esta vez no llevo en mi equipaje una tienda de campaña donde dormir si las cosas se ponen mal. El Sinaí mide unos trescientos kilómetros. Si no hay problemas, puedo recorrerlos en dos días. Justo en mitad del camino el mapa señala la existencia de un pueblo, sin duda pequeño. El camino dirá si hay algún sitio donde reposar o bien tengo que pasar la noche al raso.
Si por lo menos tuviera a quien encomendarme...
Míralos, qué felices están. Los veo por televisión rezando, y sus rostros irradian la paz de sus espíritus. No tienen dudas. Ignoro quién es el personaje que dirige la oración, pero su retrato lo he visto colgado en multitud de comercios, con un gorrito blanco, barba y bigote del mismo color, con gafas de montura dorada y cristales oscuros. Debe ser una de las más altas autoridades religiosas del país, alguien a quien todo el mundo respeta. No entiendo lo que dice, pero la seguridad con la que habla, su capacidad oratoria y su locuacidad me parecen proverbiales.
Sentado en el suelo con las piernas cruzadas, coge el libro, lo recita con voz melodiosa, y de inmediato se pone a explicar lo que esa cita significa mientras sostiene el volumen entre las manos. Parece que pone ejemplos, que relaciona el texto sagrado con algún hecho de actualidad, tras lo cual viene la conclusión sobre las enseñanzas recibidas, que pronuncia con el dedo índice de su mano izquierda apuntando hacia el cielo y con mirada rigurosa. Después baja la voz, deja el Corán con delicadeza en el atril que tiene delante y su dedo cae implacable sobre él.
El orador vocaliza despacio, preparando de esta forma la despedida. Su mirada recorre el templo de izquierda a derecha, con lentitud, mirando sin ver a los miles de fieles que, sentados de cuclillas ante él, siguen absortos sus palabras.

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