Gabriel Pernau

En bici por Marruecos, Argelia, Túnez, Egipto, Jordania, Israel, Palestina, Siria, Líbano y Turquía

Velos y turbantes



TENES-CHLEF-ARGEL, 52 km. (minibús), 210 km. (taxi)
Desde la silla que ocupo en una céntrica terraza, oigo las incomprensibles conversaciones que mantienen grupos de hombres en las mesas vecinas. La mayoría viste pantalón y camisa, al estilo occidental, muchos jóvenes llevan camisetas de equipos de fútbol, chaquetones o cazadoras de cuero, y casi todos usan turbante. Hay pañuelos de todos los colores: blancos con cenefas negras, estilo Arafat, pero también turbantes rojos, verdes, amarillos o marrón claro, que en Tenes son los más numerosos.
El turbante es una prenda de múltiples usos. Contra lo que los occidentales tendemos a creer, es bastante más que un ornamento. El largo pañuelo enrollado en la cabeza protege del sol y del frío, de la lluvia y del viento, del polvo y de la suciedad. Cuando se está resfriado sirve para protegerse la garganta y, en ocasiones, para tareas tan mundanas como sonarse la nariz. Y, por supuesto, cumple también la función de signo de identidad, puesto que distingue a los árabes de los que no lo son y, entre ellos, a la tribu o colectivo a la que pertenece el portador.
Las mujeres son más tradicionales. Las hay que lucen bonitas chilabas verdes de terciopelo y zapatos con un discreto tacón. Las que son pobres o menos atrevidas se conforman con telas rudas y colores apagados. El uso del pañuelo está muy extendido. Algunas señoras y muchachas optan por el color blanco, otras muchas se decantan por las flores y hasta las hay que se cubren con agresivas imitaciones de piel de tigre o de leopardo. Misión del pañuelo es no dejar ni un solo pelo, una oreja o un atisbo del cuello a la vista, para lo que es menester disponer de alfileres y pequeños imperdibles que, hábilmente colocados, ocultan de las siempre indiscretas miradas masculinas lo que sólo el marido y la familia pueden ver.
Luego están las que llevan velo, bien porque el cabeza de familia se lo ha impuesto o por ser ésta la voluntad de la interesada. Aun entre las argelinas veladas, hay las que usan un pequeño velo triangular, hecho de punto, que, cuando se aprieta demasiado en la nuca, se adapta a la forma de la nariz de la usuaria, convirtiéndose casi en una prolongación de ésta y produciendo un gracioso efecto pico, al tiempo que descubre, a ojos de quien se acerca por un costado, justamente lo que la virtuosa dama trataba de ocultar.
Y, por último, están las sombras, cuerpos sin forma y de cierta edad que permanecen invisibles bajo tupidas telas negras que caen sin interrupción de la cabeza a los hombros y de éstos a los pies. Las sombras se mueven con sigilo por las calles y sólo alzan la voz cuando discuten precios en el mercado. Desde la oscuridad, las sombras sin ojos perciben el mundo que se extiende más allá de sus casas desposeído de colores. A mí, no puedo evitarlo, me inquietan e intimidan.
No hay mujeres en la terraza donde desayuno. Sólo hombres que se arremolinan junto a una humeante tetera y un camarero que, en cuanto un grupo se levanta, corre a poner orden en el caos de sillas que ha quedado. Las sillas tienen que guardar una simetría milimétrica, dos a cada lado de la mesa. Así, perfecto. Geomètricamente perfecto.
Donde sí había algunas mujeres era en el banco. Hasta allí he acudido de buena mañana, y un chico de 12 años, de piel oscura y nariz chata, me ha llegado a asustar. Con su mirada fija en mí, insistía en que para cambiar dinero debía ir a otro sitio. He hecho ver que no le entendía, convencido de que estaba en el sitio correcto. Pero él ha permanecido a mi lado, escrutando, casi radiografiando lo que llevaba en la riñonera. He tenido que volver al hotel a por el pasaporte, y al descubrir al chico a mi espalda, me he parado de forma brusca en medio de la calle, me he girado y le he amenazado con vehemencia, para que todo el mundo me oyese.
No le he vuelto a ver.
De nuevo en el banco, un hombre me observaba con curiosidad. Ha dudado un instante antes de preguntarme: “¿Tú eres argelino, inmigrante, francés o qué?”. Se ha puesto nervioso, al percatarse del error. “Ah... Por tu aspecto...”. Claro. Creía que era argelino.
Son las diez. Termino mi trozo de deliciosa ensaimada de crema y el hojaldre que he comprado y me comienzo a mover.
Ha habido un cambio de planes, en las últimas horas, o más bien un doble cambio de planes. Anoche decidí renunciar a pedalear hasta Argel, y ahora tengo que renunciar también a mi penúltimo plan: quería bordear la costa, pero me han dicho que allí el transporte público es deficiente, y que podría ser que no consiguiera llegar hoy.
Negocio con un taxista lo que me va a cobrar y a los cinco minutos me encuentro observando cómo seis hombres tratan de colocar mi bicicleta en el angosto maletero de una furgoneta. Todo el mundo grita y aconseja; todos quieren ayudar: “Empuja fuerte de aquí”, “gira el manillar”, “¡cierra!”, “no, vigila el pedal”.
Desmontamos ruedas y asiento, y partimos a toda la velocidad que el viejo vehículo que nos lleva es capaz de alcanzar. Nos dirigimos hacia el interior siguiendo un valle cerrado que se interna en unas montañas de cuyas laderas caen cascadas que dan vida a una vegetación frondosa.
Después de ganar altura, el cielo se abre a una planicie pródiga en frutales jóvenes, olivos y campos de maíz. Abundan los pueblos y el conductor afloja la marcha a cada persona que ve junto a la carretera. “¡Chlef, Chlet, Chlef!”, les grita su hjo Yussef, sosteniendo la puerta abierta con el pie.
Nada más llegar a la Gare Routière Centre de Chlef, Yussef, que sabe que mi viaje no finaliza aquí, hace un gesto para que le siga. Pregunta a los conductores de autobús, pero carecen de baca para cargar la bici. Tendré que continuar en taxi.
Natbi y su Peugeot familiar están a punto de partir. Aprovecho la espera para comprar un refresco, porque el día es caluroso. Mi pequeño termómetro de viaje marca 28 grados. “El tiempo cambia cuatro veces al día, en Argelia. Todo lo que te puedas imaginar que puede pasar, en este país pasa: lluvia, frío, calor, granizo, niebla...”, comenta, dicharachero, el larguirucho de Natbi, que no cesa de vociferar un martilleante “¡Alger direct, Alger direct!”.
Arrancamos. Esta vez me ha tocado ir detrás del conductor. La privilegiada plaza delantera es para la única mujer que nos acompaña. La observo con discreción aprovechando que Natbi cuenta al resto del pasaje algo relacionado con mi persona. Es muy guapa: tiene la piel tersa, se maquilla lo justo y viste una bonita chilaba de color naranja y un pañuelo blanco con topos azules. El taxista concluye su breve relato, hace un comentario y todos menos yo, el invitado de piedra, ríen.
Seguimos el valle del río Cheliff mientras los altavoces del radiocassette se acoplan con los motores de cada camión que adelantamos. La ruta se encuentra en buen estado, con los márgenes limpios y una señalización más que correcta. En este mimo por la cosa pública se percibe la influencia francesa. Los dos últimos días he visto montes reforestados y numerosas brigadas que reparaban carreteras o limpiaban el bajobosque, e incluso en el pueblo más insignificante, los árboles se podan con el esmero propio de quien ama la naturaleza. Desde la administración se organizan campañas cívicas para concienciar a la población de que no debe hacer fuego en el bosque, cruzar una población a velocidad excesiva ni tirar basura por cualquier lado. Y, por lo que parece, la gente responde.
A medio camino, Natbi detiene su Peugeot junto a un restaurante, y nos vamos hacia adentro. Pero no todos. El taxista se queda hablando con la mujer, que permanece en el interior del vehículo. La señora protesta: tal como ha dejado el coche, el sol le da en la cara. Puesto que no le está permitido comer sola con desconocidos, ya que sólo puede ir a restaurantes familiares, ya que debe esperarnos en el párking, nuestra compañera de viaje quiere sentirse cómoda. Es su derecho, y así lo exige.
Raudo, nuestro chófer aparca el coche al revés y corre a comprarle un refresco. Y sólo cuando se ha cerciorado de que todo está en orden, sólo entonces, se sienta él también a comer.
Veinte minutos más tarde, de vuelta al taxi, encontramos a una desconocida junto al conductor. La misma mujer que se quejaba porque le daba el sol se ha quitado el pañuelo, y, sin él, su pelo parece desnudo, como dicen los árabes, más sensual. ¿Se lo ha quitado para entrar en Argel, porque considera que ya no lo necesita?
Mi duda se quedará sin respuesta. La última imagen que guardaré de la misteriosa dama de esbelta figura será del momento en el que se apee del vehículo en medio de un atasco, antes de esfumarse, sin pañuelo y con gafas de sol negras, por una amplia avenida de la capital.
Un continuo de pasos elevados, más atascos e inmensos enjambres de ventanas parabolizadas nos acompañan hasta el centro. “Vigila con los carteristas”, se despide uno de los pasajeros mientras Natbi me ayuda a montar la bici: “Son gente drogada que es inconsciente de sus actos”, añade para justificarlos.
“¿Dónde vas a dormir?”, me pregunta, servicial, el taxista. Digo el nombre de un hotel cualquiera que encuentro en las fotocopias de la vieja guía que me mandó un mallorquín, y él me ayuda a encontrarlo. “Suerte. Y sé bienvenido a Argel”.
Mi hospedaje tiene nombre tan rimbombante como Grand Hotel des Étrangers. Posee altos techos estucados, suelos de mosaico hidráulico, una impresionante chimenea de mármol blanco y bellas vistas a la plaza Port Said, pero ni es el gran hotel que promete ni acoge a más extranjeros que a mí. El establecimiento presenta un aspecto lamentable. Ya no es que el baño esté lleno de cucarachas, algunas de ellas de cinco centímetros, o que las sábanas parezcan haber sido usadas para sacar el polvo. El principal problema es que no hay agua, ni fría ni caliente, ni en el hotel ni en todo el barrio.
Me he quejado a un hombre, de unos 40 años, con bigotito y ojos azules, que ha adoptado esa actitud chulesca que a veces encuentras en las capitales portuarias.

-¿Acaso en Barcelona no pasan estas cosas?, ha preguntado sin inmutarse.

No sabía si me vacilaba o si hablaba en serio, así que he guardado silencio. Pero lo decía en serio, porque el recepcionista ha interpretado mi silencio como una negativa, y se ha echado a reír. “Bueno, si mañana sigue sin haber suministro, puede buscar otro hotel y le devolveré su dinero. Però hoy será mejor que se quede, porque no encontraría otra cama libre en toda la ciudad”, ha dicho.
Y yo, qué remedio, me he tenido que asear con el bidón de diez litros que me habían dejado en la bañera.
Después, he salida a dar una vuelta.
Argel tiene algunas similitudes con Orán. Se levanta al fondo de una amplia bahía que se abre hacia el norte, en un terreno algo elevado sobre el mar y con el puerto a los pies de su paseo marítimo ancho y señorial. Pero a pesar de tanta semblanza, las dos ciudades son rematadamente distintas. Una es más señora, la otra más gamberra. Cuando una presume de elegancia, la otra enseña sin rubor sus vergüenzas. Y mientras una se sabe capital, la otra es mercantil y comercial.
Pero Argel tiene algo a lo que Orán nada puede oponer. Es su luz, una luz clara y brillante que penetra desde el mar y se expande por sus avenidas paralelas al puerto y por los callejones que escalan sus empinadas cuestas, rebotadas en las blanquísimas fachadas de sus edificios. Todo el Argel moderno es de un blanco reciente y a juego con el azul claro que alegra todas sus puertas y ventanas.
Tenía razón Menad cuando afirmaba que Argel forma parte de una unidad mediterránea. La urbe actual, los barrios modernos que recorro, fue construida por los franceses y recuerda de forma inevitable a Marsella. El idioma de Molière es utilizado de forma habitual por las clases medias, como francesas son muchas expresiones, saludos y números que salpimientan el árabe que habla la mayoría.
Pero la ciudad es una sombra de lo que fue. A ella acuden anticuarios franceses a comprar muebles y lámparas antiguas a precio de saldo. Se han restaurado edificios, pero numerosas tiendas antiguas han tenido que cerrar. Los únicos establecimientos que han abierto en los últimos diez años son discretos locales de comida rápida, habilitados con el dinero de los inmigrantes que fluye de Francia.
Un día más, al caer la noche, todo queda sumido en una amenazante penumbra que ni una espléndida luna llena consigue alegrar. La gente desierta de las calles y sólo algunos cafés conservan cierta actividad.
También era Menad quien afirmaba que en la capital no tendría problemas porque hay mucha policía, que incluso era posible que alguna chica me invitase a tomar un café. Pero yo no las tengo todas. Por si acaso, hago lo que el resto de transeúntes, caminar a paso vivo hacia sitio seguro, esquivando bolsas de basura y a la mujer que duerme en un portal junto a un montón de ropa. Como algo, echo un par de monedas a la mano que me tienden a la salida del restaurante y a las nueve ya estoy de vuelta en el hotel.

-Ah! l’espagnol! -me saluda el del bigotito al entrar.

El país está jodido. Menad –siempre él- no hablaba de integrismos, de islamismos ni de otros ismos, sino de falta de trabajo y de hambre.
Paradojas de Argel. El estudiante islámico con pinta de Bin Laden al que he visto comprando pizza en la calle Asselah Hocine comerá caliente, pero tiene que volver a casa corriendo para evitar que le roben.

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