Gabriel Pernau

En bici por Marruecos, Argelia, Túnez, Egipto, Jordania, Israel, Palestina, Siria, Líbano y Turquía

Melancolía turca



ŞARKOY-MARMARA EREGLISI, 106 km. (bici)
“¡Oye!; acuérdate de venir a recogerme al aeropuerto”. Es un mensaje de Sandra. Lo he encontrado esta mañana al poner en marcha el teléfono.
Si supiera el berenjenal en el que estoy metido... Si supiera que me encuentro aún a doscientos kilómetros de Estambul y que no sé si mañana a las dos de la tarde podré estar allí para recibirla... Directamente, me mata.
Apuro mi penúltimo desayuno en un hotel, repaso que no me falte nada, aprieto bien las alforjas, en previsión del meneíto que me aguarda, y compro unas provisiones por si tengo que pasar el día en la montaña.
Después de muchas dudas, he resuelto desoír los consejos de los taxistas con los que hablé anoche. Decían que la carretera de la costa está “kaput”, que es imposible pasar; que tengo que dar una gran vuelta por el interior. “Carretera mal –contaban-, impracticable; arena, ¿ves?, piedras, barro; kaput; la montaña, ¿ves?, así de inclinada, cae sobre el mar; desprendimientos; kaput”.
Reflexioné sobre ello en la soledad de mi habitación. Algunas piezas no encajaban: mi mapa señala la existencia de una ruta panorámica paralela al mar, con algunos pueblos a lo largo de la ruta. ¿Cómo es posible que no se pueda pasar? Deduje que a lo mejor es intransitable para los coches, o puede que los taxistas se nieguen a ir para no dañar sus vehículos, pero, ¿ni en bicicleta?
Me arriesgo a seguir el camino previsto, aunque estoy inquieto. Como haya barro o demasiada roca, nos vamos a reír, porque los neumáticos que llevo no están preparados para este tute.
Salgo de Şarkoy por unos complejos turísticos de casitas con jardín semivacíos, paso por varios pueblos que no aparecen en el mapa y a los veinticinco kilómetros se termina el asfalto.
El camino, cortado sobre la ladera, gana altura y se estrecha junto a vertiginosos acantilados que caen en picado sobre playas de piedra gris. De la costa salen plataformas de madera que sostienen rudimentarias artes de pesca.
El sitio es salvaje, de una soledad amenazante, bellísimo.
El sendero, que asciende y se separa de la costa, me lleva hacia un valle espléndido, de árboles de troncos retorcidos y de vegetación que está perdiendo la hoja, de color rojo, amarillo, marrón y naranja. Al fondo hay un pueblo que conserva sus casas tradicionales, hechas de piedra en la planta baja y de madera en la superior. Las escasas tierras cultivables se encuentran junto a un arroyo, rodeado por los mil colores otoñales. Allí aran, pese a ser festivo, algunos hombres, rompiéndose la espalda para obtener un pequeño fruto de su trabajo.
Por el camino pasan un hombre con un asno, una familia bien vestida en un utilitario. Son discretos: me miran de reojo, y sólo saludan cuando yo lo hago.
Y si así son los pueblos a los que llega una pista transitable, ¿cómo serán los que están arriba, en las montañas, a los que sólo se accede por senderos de pezuña que se pıerden entre la maleza y la nıebla que cubre las tıerras altas?
Hoy es uno de esos maravillosos días en los que celebras viajar en bicicleta. Con ella descubres rincones escondidos que de otra forma jamás habrías conocido. Y los taxistas de ayer insistían que no pasara por aquí... Tengo la ropa húmeda, de la niebla y del sudor, pero qué más da! Siento que ya todo va de bajada, como la carretera que encuentro tras diecieséis kilómetros de ir saltando sobre las piedras.
Las montañas se abren, aparecen desvíos, muchos pueblos y pocos indicativos. No sé por dónde seguir. Los ocupantes de un Dacia, un chico con traje y dos muchachas maquilladas, me ponen sobre la ruta correcta, y en poco rato llego a Barbaros. El pueblo es menos hostil de lo que su nombre insinúa. Tiene dieciocho mil habitantes, dos mezquitas considerables y algunas pequeñas industrias.
Barbaros; ¿quién lo bautizó así?. Quizá fueron las legiones romanas al tomar posesión de estas tierras.
La costera Tekirdag es ya una ciudad, de nuevo en la Turquía moderna. Como en un lokanta donde diez camareros atienden veinte mesas. El servicio no es rápido, sino instantáneo. En el tiempo de quitarme la chaqueta, me encuentro el primer plato que había pedido sobre la mesa.
Ahora ya sí, me lo tomo con calma. No tengo ninguna prisa. Lo más difícil está hecho y me siento a las puertas de Estambul.
El camino hasta Marmara Ereglisi será fácil, por una carretera llana junto al mar, pasando junto a infinidad de segundas residencias y bloques de apartamentos, porque los turcos, como los españoles, valoran tener una propiedad donde pasar las vacaciones con los suyos. En algunos cámpings parcelados ondean banderas griegas, señal de que los vecinos occidentales también son bienvenidos, de que el dinero trasciende fronteras y borra enemistades.
Me alojo en un hotel de carretera junto a una estación de servicio, donde pasaré la tarde viendo culebrones de televisión, concursos musicales Pop Stars e informativos conducidos por presentadoras. Los telediarios turcos ya no dan noticias teatralizadas por actores y con música de fondo, como en 1996. Ahora todo es más serio y formal, más moderno. No hay duda de que el país parece funcionar mejor, y el actual gobierno islamista moderado incluso ha conseguido atajar una de las lacras que se tenía por imposible: evitar la desaforada subida de los precios.
Turquía es un país encrucijada, y, siendo ésta su gracia, a menudo es también su cruz. Sus habitantes son de aquí y de allí, pero ni europeos ni asiáticos, ni cristianos ni musulmanes, los consideran de los suyos. Y ellos, que lo saben, hacen su propio camino, avanzando a paso decidido hacia la Europa a la que se acercan, sin acabar de llegar nunca, desde hace siglos. Las nuevas generaciones de turcos ansían algo más que jugar la Champions League futbolística. También quieren formar parte del selecto club de equipos, hasta ahora monoreligioso, que compiten en la copa de Europa económica y social.
Queda por ver si Europa acepta a un país musulmán como socio.
Una incertitud más de este viaje que se me escapa.
Y mañana Estambul.
-¿Viene desde España en bicicleta? -me han preguntado, incrédulos, al llegar al hotel.
No; en bicicleta y con transporte público -les he dicho.
El hombre ha puesto cara de no entender nada.
-¿Por qué? -ha preguntado abriendo las manos y sacudiendo la cabeza.
Le he dicho que viajo para conocer, que la bicicleta me gusta y me permite tener un contacto directo con la gente, que me atrae descubrir otras formas de pensar y visitar lugares del mundo donde suceden cosas y... No he sabido decirle más. Ni yo mismo sé exactamente por qué hago estos viajes y después escribo sobre ellos.
Además, qué importancia tiene por qué haces las cosas. Las haces porque te gustan y lamentas el día que se acaban. Esto me ocurre a esta hora, en la que sólo el deseo de encontrar a Sandra mitiga la tristeza por el fin.
Pero mejor tomárselo con sentido del humor. Esta noche, cuando llame a mi mujer, le pediré algo muy especial que hace días tengo metido en la cabeza: que me traiga un bocadillo de chorizo que, de forma respetuosa y a la salud de todos, pienso comerme frente al Bósforo y frente a Asia, frente a Aya Sofia y Topkapi.

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