Gabriel Pernau

En bici por Marruecos, Argelia, Túnez, Egipto, Jordania, Israel, Palestina, Siria, Líbano y Turquía

TÚNEZ. Al Andalus vive


Los primeros árabes vivieron de forma nómada en el interior de la península arábiga durante siglos. Jamás tuvieron necesidad de ir más allá de los inhóspitos desiertos de arena que constituían su mundo, con unas formas de vida ancestrales que giraban entorno a la ganadería, los camellos y sus jaimas.
Este equilibrio se quebró en el siglo VII con el nacimiento del Islam. La nueva religión heredó muchas enseñanzas del judaísmo y del cristianismo, y añadió una nueva: que había que combatir a todos los pueblos que rechazasen que no había más dios que Dios. Bajo esta proclama, se lanzaron a la conquista del mundo. A la muerte del profeta Mahoma, en el año 632, dominaban más de la mitad de Arabia, y en poco más de dos décadas se hicieron con el resto, con Egipto, parte de Libia, Siria, Mesopotamia, Armenia y buena parte de Persia, llegando a las puertas mismas de Samarkanda.
La expansión se produjo a una velocidad que todavía hoy sorprende. Los conquistadores contaron con varias bazas a su favor. Eran muy organizados, y, como pueblo nómada que eran, estaban acostumbrados a la movilidad y a la vida austera en grado sumo. A la posibilidad de cubrir grandes distancias en poco tiempo se sumó la escasa resistencia que encontraron. Y es que, muerto definitivamente el imperio romano de Occidente y con un Bizancio lejos de sus mejores días, el Mediterráneo había quedado sin dueño, a expensas de las hordas normandas del norte que saqueaban sus puertos.
En los siguientes cien años, los árabes se hicieron con todo el norte de Africa y la mitad de la Península Ibérica, y, por el extremo oriental de su imperio, llegaron hasta la India y el mar de Aral.
Los invasores eran pocos, pero su mensaje arraigó entre los nuevos súbditos sin casi encontrar resistencia. Arraigó el mensaje político en unos pueblos deseosos de que se restableciera un poder fuerte, y caló el mensaje religioso en unas gentes a las que las confesiones existentes generaban dudas. Y a pesar de que el Corán incitaba a luchar contra el infiel, no impusieron el nuevo credo por la fuerza. Los no musulmanes podían seguir abrazando la Biblia o la Torá, porque había libertad de culto, aunque sufrían limitaciones como el pago de un impuesto del que estaban exentos los seguidores de la fe oficial.
Los árabes se sedentarizaron y dejaron de ser un pueblo tosco. El contacto con Bizancio y Persia les descubrió los placeres de una vida más refinada, en Siria conocieron los secretos de la agricultura o la comodidad de vivir en una mansión y su paso por Jerusalén les indujo a construir, ellos también, sus grandes templos religiosos.
El mundo musulmán era casi un universo uniforme. Abarcaba una extensión de casi diez mil kilómetros de oriente a occidente. En el vasto territorio que va del Hindu Kush al Atlántico, todas las comunidades musulmanas quedaron regidas por una religión que dictaba desde las grandes leyes hasta el más mínimo aspecto de la vida cotidiana. Y más importante aún, el árabe se impuso como lingua franca en ciudades tan apartadas como Granada, Tánger, Cairuán, Alejandría, Damasco, La Meca o Ctesifonte. Ese era el idioma en el que Dios se había revelado a Mahoma, y en ese idioma, por lo tanto, debían los hombres dirigirse a Alá.
En un mundo tan homogéneo, en el que la mayoría era árabe, en el que todos los hombres tenían el deber de peregrinar una vez en la vida a La Meca, las diferencias no las marcaban las fronteras, sino la fe. La ciudad santa era el centro de ese nuevo mundo, el espiritual y el geográfico. Los hombres que llegaban hasta allí procedentes de oriente eran los del Machrek. Quienes lo hacían de Marruecos, Argelia o Túnez eran los magrebíes, puesto que venían de Magreb (cccidente en árabe).
Y es precisamente en direcció a ese Machrek de donde vinieron los árabes hacia donde debe proseguir mi viaje. Acabo de llegar a Túnez, pero mi primera misión del día es averiguar cómo abandonaré el país. Me pregunto yo: ¿Existe forma humana de conseguir el maldito visado de Libia? Al otro lado del hilo telefónico, desde la embajada libia, una voz femenina se confiesa: “Le seré sincera. Debe presentar una carta de recomendación expedida por la embajada española, y luego esperar quince días, o puede que más”.
Agradezco la franqueza. No puedo esperar tanto. La opción de viajar a Libia de forma legal queda descartada.
El Plan B pasa por encontrar un barco que me lleve a Egipto saltándome Libia. Puede que en los próximos días salga del puerto de La Goleta algún mercante con rumbo a Alejandría.
En la larguísima calle Mohamed V subo a un autobús que me lleva al barrio de los ministerios, y preguntando aquí y allá encuentro el de Transportes y la ventanilla que buscaba. Con mucha amabilidad, mis interlocutores me invitan a sentarme, a tomar un té y a fumar, pero de barco, de línea o mercante, que vaya a Egipto, nada de nada.
Ya sólo quedan dos opciones. La vía marítima a través de Italia y Grecia es un riesgo difícil de asumir: debería embarcarme hacia Nápoles, atravesar la bota de oeste a este, subirme a un ferry en la costa adriática que me deje en la griega Patrás, llegarme al Pireo y, una vez allí, confiar en que el espíritu santo ponga en mi camino el bendito ferry, mercante o chalupa flotante en dirección a Alejandría que por Internet, pese a todos mis intentos, fui incapaz de encontrar antes de salir de Barcelona. Esto son por lo menos seis días, a los que debo añadir los provocados por las esperas. Y, aun así, no hay ninguna certeza de que en Atenas encuentre transporte.
Descartado el Plan C, ya sólo me queda el D, el que más odio. Sí, en la oficina de las líneas aéreas Egyptair me dicen que para la semana que viene hay plazas disponibles, pero me resisto a volar. Quería que mi viaje fuese sólo por tierra y por mar.
Doy las gracias, y al comenzar a bajar las escaleras, me detengo, pensativo, en el rellano:  Gabriel, te complicas la vida, me susurra al oído el ángel bueno. ¿Cómo piensas continuar? ¿Te crees que van a fletar un barco para tí? No seas tozudo; lo has intentado todo. ¿Lo pondrás todo en peligro por no querer subirte a un avión?
¡Al carajo! Por unanimidad, acuerdo activar el plan D. Subo las escaleras a pares y hago mi reserva para el vuelo de la semana próxima.
Y aliviado por el peso que me he quitado de encima, voy a celebrarlo en un Baguette & Baguette, un moderno local de comidas rápidas, que con sus mesas de formica de color amarillo, me resulta de lo más familiar.
Desde una mesa próxima, unas veinteañeras me preguntan si soy de la Compañía Teatral de Cartago, y al enterarse de que no, les da la risa.
Tenía razón el agente de aduanas que ayer, en la frontera, comentaba lo distintos que son Túnez y Argelia. En especial en los derechos de la mujer. Fue el primer país árabe que abolió la poligamia, en 1956, poco después de obtener su independencia de Francia, y de los primeros en los que la mujer tuvo facilidades para conseguir la disolución del matrimonio. Además, la Constitución reconoce la igualdad de sexos de forma explícita.
Todo ello es poco habitual en los países árabes y musulmanes, en los que, a menudo, parecen seguir vigentes las palabras pronunciadas en el siglo XIV por el jurista egipcio Ibn al-Hayy: “Algunos ancianos piadosos (Dios los tenga en su gloria) han dicho que una mujer debería abandonar su casa sólo en tres ocasiones: cuando la conducen a la casa de su esposo, a la muerte de sus padres y cuando va a ocupar su propia tumba”. O el texto escrito por Alí Bey en el siglo XIX: “(Se mira a las mujeres) como fantasmas animadas o como fardos puestos sobre un camello o en un rincón de la casa”.
En la sociedad tunecina, en cambio, la mujer tiene un papel activo. Viste como le place, y su incorporación al mercado de trabajo es evidente. Aunque el trecho que les resta por recorrer en la senda de la igualdad es largo. En la oficina de Egyptair, parecía que ellas eran las únicas que trabajaban. Contestaban llamadas y atendían a los clientes mientras los hombres, que son los que mandan, se limitaban a entrar y salir de sus despachos, a pedir cafés y a pegarles unas broncas descomunales.
Las veía sudar bajo sus chaquetas y trataba de imaginar los pensamientos que en esos momentos debían recorrer su mente: “El trabajo, la casa, los niños, las compras... Y este fin de semana, la suegra, que prepara una fiesta familiar, en la que, como siempre, seré yo la que cocine el cuscús, como a ella le gusta, faltaría más. A veces desearía que nada hubiera cambiado. Igualdad, ¿para qué? ¿Para hacerles el trabajo a los hombres? Y encima no puedo quejarme”.
Túnez ha conseguido un desarrollo que sus vecinos envidian. El visitante que llega procedente de Marruecos y Argelia tiene la sensación de pisar un país donde las cosas marchan, con edificios restaurados y servicios eficientes, con poca pobreza en sus bonitas y limpias avenidas arboladas.
Buena parte de la prosperidad se debe al turismo, a estas pandas de europeos que, aprovechando que el día está nublado, recorren el centro de la capital con chanclas, gorra, pantalón corto, mochila y gafas de sol, saltando de bazar en bazar, siempre a la caza de unas babuchas, un saquito de especias, unos perfumes o unos dulces pegajosos que llevarse al súpermegacomplejo hotelero donde se hospedan. En Túnez no hay sobresaltos ni graves conflictos y a menos de un día de coche encuentras desiertos, playas y lindas ciudades. Para muchos occidentales, es casi un parque temático, el máximo de exotismo que se puede asumir sin ofender a los sentidos.

-¡Min fadlak! (¡por favor!) -me sale al paso un hombre camino de la Medina-. Oh, disculpe, creía que era usted tunecino. ¿Es español? ¿En qué hotel se hospeda?

Algo quiere quien a la segunda pregunta que te hace es para saber dónde te alojas. Por lo visto hoy es mi día de suerte: en la medina hay un mercado bereber, han venido mujeres del desierto que tejen tapices...

-Shukran, shukran (gracias, gracias) -me despido.

Cien metros más adelante me abordan de nuevo. Casualmente, ya saben de dónde soy y dónde me hospedo.

-¡Hola! ¿Español, eh?
-¿Cómo lo sabe –pregunto fingiendo sorpresa.

-Trabajo en el Hotel de la Russie, y esta mañana le he visto.
-¡No me diga! ¡Qué casualidad! No insista, de todos modos; no me interesan los servicios de un guía.

Pasaré la tarde vagando por la ciudad vieja, visitando mezquitas, palacios y escuelas coránicas de los que luego no recordaré el nombre, dejándome guiar por un hombre que no pide nada a cambio, perdiéndome por el zoco donde los campesinos venden comida fresca, curioseando en tiendas, probando alimentos.
Luego, al anochecer, me acercaré a un Publicnet, a recibir noticias de casa y a escribir algunos correos electrónicos. Allí conoceré a Mohamed, un marroquí de 30 años que cursa su doctorado de Geología en Túnez.

-Yo estuve en España hace diez años –explica con interés- y me sorprendió lo mucho que los españoles se parecen a los árabes.

Hombre... Esto que dice también se podría ver al revés: lo mucho que los árabes se parecen a los españoles. Y no es tan raro; al fin y al cabo, somos vecinos.
Mohamed pregunta por los marroquíes que viven en España; quiere saber si hay animadversión contra ellos. Le explico que, en efecto, ha habido y hay problemas de convivencia, de racismo: “En Cataluña, donde yo vivo, es algo que ya pasó cuando llegaron los andaluces”.

-¿Los andaluces de Marruecos?
-¡No, hombre! Los andaluces de la actual Andalucía.

-Pues yo leí unas informaciones que decían que unos españoles metieron a unos marroquíes dentro de sacos y los lanzaron al mar desde un acantilado.
-En España pasan cosas, algunas malas, pero no recuerdo haber leído nada parecido. Hay gente que no quiere que vengan más extranjeros, pero existen muchas otras personas muy sensibilizadas por todo lo relacionado con la inmigración, con los cientos de personas que mueren tratando de llegar a la Península.

-Pero son africanos, los que mueren, no marroquíes.
-¿Cómo que no? Hay subsaharianos, pero también muchísimos de tu país. ¿De dónde has sacado que no son marroquíes?

-De la televisión.
-Pues la televisión de tu país no dice toda la verdad. Busca en Internet y verás.

Mohamed está nervioso. Ya hace un rato que mira el reloj, cuando de forma súbita se levanta y se va.
A los diez minutos está de vuelta. Tenía que ir a rezar. El licenciado en Geología es un hombre piadoso. Cuando estuvo en Málaga, conoció a un español, bautizado con el nombre de José, a quien todo el mundo conocía como Yussuf. Mohamed rememora con los ojos vidriosos el día en que el converso se presentó ante la comunidad musulmana de la ciudad. Para él fue emocionante, algo que nunca olvidará. Le demostró que su religión sigue viva, que aún hay esperanza.
Le pregunto cómo puede ser tan religioso, pero mis palabras rebotan en las paredes de esta sala llena de ordenadores, como si nadie me hubiera escuchado.
De hecho, sólo ha vuelto para que le diga dónde puede encontrar noticias sobre las pateras del Estrecho. Para nada más. Y en cuanto lo sabe, desaparece.
En la calle vuelve a llover, de forma torrencial. A grandes zancadas, corro las tres manzanas que me separan del hotel y el recepcionista pega una carcajada al verme llegar chorreando, pero enseguida se avergüenza. Habib es una persona educada y en extremo gentil. Ayer, una hora después de instalarme en la habitación, me llamó para saber si todo estaba a mi gusto.

-Por cierto –le digo-: ¿es cierto que los hoteles tunecinos rechazan a las parejas que no demuestran estar casadas?
-Claro. Eso es algo que no hay que hacer.

Pero, de inmediato, añade: “Si quieren quedarse, les alquilamos dos habitaciones individuales”. Es decir, que lo que pase a partir de ese momento es cosa suya.
Y es que en el fondo no somos tan distintos. Como en todo país mediterráneo, importan más las apariencias que lo que hagas.

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