TEL AVIV-ACRE, 138 km . (bici)
Tiene su gracia que consideren el hotel Galim uno de los edificios históricos de la capital. Tiene ochenta años, poco menos que la propia Tel Aviv.
La comenzaron a edificar los judíos de Jaffa en 1909, sobre unas dunas desérticas al norte de la histórica villa portuaria. Sobre unos terrenos que denominarían la Colina de la Primavera edificaron la primera ciudad judía moderna. En los años veinte y treinta, la ciudad de su futuro estado se desarrolló de forma extraordinaria, según un modelo de ciudad jardín, con miles de edificios racionalistas de la escuela Bauhaus.
A la luz del día, Tel Aviv me parece extraña, caótica, como si no formara parte del viaje. A diferencia de cualquier otra conurbación mediterránea, el centro urbano es indefinido, una sobreposición de edificios altos y solares que sirven de aparcamiento. Hay calles estrechas de casas bajas en el barrio yemení y junto a él, un mercado donde se vende fruta fresca, pescado, vinos israelíes y búlgaros.
La pasada noche, la ciudad más cosmopolita de Israel ha resultado también ser menos modosita de lo que aparentaba. Desde mi habitación, por las finísimas puertas y ventanas de la habitación me llegaban los cánticos y gritos de la gente que, a las tres de la madrugada, abandonaba, con unas copas de más, el Dance Bar Heineken que hay justo enfrente.
Ahora, me dirijo hacia el norte, por una autovía que atraviesa barrios residenciales con abundancia de paseos, tiendas bien aprovisionadas y señores con gabardina. Un primer chaparrón me anticipa lo que se avecina. Era de prever que lloviera, por el barómetro, que señala una súbita caída de la presión; por el viento, que no sopla de poniente, como ayer, sino del sur; y, sobre todo, por la ejecutiva que he visto por la calle con un paraguas.
Dejo atrás bosques de eucaliptus, las ruinas romanas de Cesárea y el río Alejandro, que baja de las montañas de Cisjordania, y, a veinte kilómetros de Haifa me detengo a hacer un pícnic sobre unas rocas. El cielo israelí está muy transitado, esta mañana. Sobre mi cabeza, en vuelo rasante, pasan un avión de caza, un par de helicópteros militares y tres pelícanos esforzados que luchan contra el viento. A continuación vienen varias formaciones de pájaros que dibujan una espléndida uve en el cielo, hasta cruzar la carretera e irse a posar en una laguna.
Oriente Próximo es tierra de paso obligado para las aves que abandonan la, a principios de noviembre, fría Europa. Por aquí transitan cada año una docena de especies de rapaces que no pueden acometer travesías marinas. Procedentes de Rusia, Escandinavia, los Balcanes o Asia Central, convergen todas en Anatolia, se dirigen hacia el sur por los valles de los ríos Orontes y Jordán y, tras cruzar el mar Rojo, siguen hacia las cálidas tierras africanas.
Menos claro tengo yo el camino a seguir. Mi idea inicial era llegar a Acre, ya cerca de la frontera de Líbano, aunque eso me obligaría a recorrer veinticinco kilómetros extra que mañana tendría que desandar. Trato de buscar un hotel en la portuaria e industrial Haifa, pero para ello tengo que dejar los barrios bajos, donde viven árabes y rusos, y subir a la parte alta por unas cuestas empinadísimas. Y encima, una vez arriba, un taxista me dice que tengo que retroceder varios kilómetros. Renuncio a visitar el Monte Carmelo y sigo hasta Acre.
De nuevo en la carretera, encuentro un gran atasco y un tramo en obras infame, plagado de agujeros y de enormes lodazales. Y se pone a llover. Primero caen cuatro gotas gordas, pero enseguida se desata un diluvio de dimensiones bíblicas, con rayos y truenos, que me cala hasta los huesos. Refugiado en una parada de autobús, espero un rato a que pase el aguacero.
Decido seguir, porque quedará una hora de sol a lo sumo. La calzada, construida entre altos bordillos y con escasos desagües, ha quedado convertida en un gran arroyo. Circulo con precaución, incapaz de distinguir las líneas de pintura o las irregularidades del pavimento. Al medio palmo de agua que se acumula sobre el asfalto se añaden los grandes rociones que levantan coches y camiones. Y cada vez que me tomo una ducha no deseada, me digo para mis adentros que este país se hizo demasiado deprisa.
Suerte que ya llegamos.
Con la emigración masiva de los años treinta, los hebreos intentaron asentarse en la ciudad vieja, pero encontraron tal hostilidad que optaron por levantar sus barrios en las afueras. Al fin y al cabo, este territorio no formaba parte del Israel histórico. Por algo los que habían vivido aquí antes que ellos enterraban a sus muertos en el Monte Carmelo.
Acre fue poblada por griegos, egipcios y romanos, aunque su nombre es sinónimo de Cruzadas. Fue el principal puerto de los diversos reinos cristianos y llegó a ser capital del de Jerusalén.
Este estratégico enclave era uno de los pocos fondeaderos seguros para los veleros de la Edad Media , un sitio codiciado por cristianos y musulmanes. En 1189, los cruzados que guiaba Guido de Lusiñán sitiaron a los musulmanes de Acre, y Saladino, sitió a su vez, a los sitiadores.
El cerco fue dramático. Los europeos recibieron incontables refuerzos por mar, de hasta doscientos mil hombres según algunos historiadores. En el exiguo y variopinto campamento que se formó junto a la ciudad convivían genoveses, venecianos, pisanos, daneses, frisones, champañeses, alemanes, franceses del norte, roselloneses, escandinavos, tropas de la Borgoña , de Flandes y de Inglaterra. Entre ellos había caballeros e infantes, burgueses, artesanos, campesinos e incluso mujeres que, según apunta Oldenbourg, llevaban su piedad al punto de entregarse a los soldados para elevarles la moral.
El sitio se prolongó cerca de tres años, hasta que Acre, defendida sólo por tres mil soldados, cayó. Pero a un precio muy alto. El hambre y las epidemias mataron a más de cien mil hombres. En uno de los episodios más dramáticos del asedio, diez mil cristianos desesperados perdieron la vida al tratar de romper el sitio. Sus cadáveres, abandonados en el campo de batalla durante semanas, hicieron más insoportable la situación de los que resistían.
Los musulmanes defensores de Acre fueron presos y los cruzados pactaron el pago de un rescate de doscientos mil denares de oro por ellos. Pero viendo que el dinero se retrasaba, Ricardo Corazón de León mandó decapitar a los cautivos. La indignación de Saladino fue tal que se hizo atrás en su promesa de restituir a los cristianos la Vera Cruz , e hizo saber que, a partir de ese momento, no haría más prisioneros.
Acorralados en la costa, los cruzados jamás volverían a recuperar Jerusalén. En octubre de 1192, Ricardo Corazón de León y su ejército partieron hacia Europa, y, cinco meses más tarde, Saladino, murió.
Acre continuaría en manos cristianas durante casi un siglo más, pero con la conquista turca de Acre, Sidón y Beirut, en 1291 terminaba la aventura de la cristiandad en Tierra Santa tras dos siglos de ocupación. Occidente había perdido interés en unas posesiones lejanas, demasiado costosas. Los últimos cruzados, recién llegados de la ruda Europa, habían dejado de reconocerse en los descendientes de los que les habían precedido. Hablaban su mismo idioma, sí, pero se habían adaptado de tal forma a las costumbres orientales que les parecían extraños. No entendían que vivieran en suntuosos palacios rodeados de jardines, que se bañaran con frecuencia o que vistieran las mismas sedas que los árabes.
Mi llegada a Acre se produce justo tras la tormenta, cuando los nubarrones abren una pequeña brecha por la que se cuelan los últimos rayos de sol. El perfil de la ciudad amurallada se recorta sobre una atmósfera límpida, mientras las olas de un mar encabritado baten con furia las rocas y el almuédano llama a oración.
Allí está el verde minarete de la mezquita Al Jazzar, que lleva el mote del pachá a quien sus contemporáneos del siglo XVIII llamaban el carnicero. La mezquita es hermosa, aunque quizás exagere Alí Bey al considerarla “tan linda, que más bien se asemeja a un casino o casa de placer”.
La ciudad está vacía, como si todos sus habitantes la hubieran abandonado. Sólo se oye el agua de los tejados que gotea sobre las gruesas placas de piedra que cubren el suelo. Aquí hay un antiguo caravanserai, allí una pequeña iglesia sobre la que ondea la cruz roja de la orden de los hospitalarios, más allá una galería cubierta y el puerto, hoy capaz de acoger barcas de pesca y de recreo, pero que en el pasado, antes de que la arena lo anegara, podía dar refugio a sesenta mercantes. A él debió Acre su prosperidad. La ciudad llegó a tener cincuenta mil habitantes, poco menos que Jerusalén, hasta que, a partir del siglo XIX, Haifa, con un puerto más apto para los navíos a vapor, la eclipsó.
El hotel del faro está cerrado y tengo que conformarme con el mucho más anodino Akko Gate. “Es usted mi único inquilino”, me anuncia el propietario, a quien he sorprendido comiendo con su joven esposa.
Limpio la ropa, convierto la habitación en un tendedero y salgo a cenar. En lo que parece la calle más céntrica hay un restaurante abierto, con niños que lloran y mujeres que pelan cebollas. Desde una mesa, dos hombres se dirigen a mí.
-¿Es verdad que Induráin se ha retirado del ciclismo? -me pregunta uno de ellos en perfecto castellano.
-¡Perdón! -me atraganto al pegar el primer mordisco.
-El otro día, una amiga española me dijo que ya no corría.
-Sí, de hecho hace ya algún tiempo que lo dejó –concretamente, siete años.
Salim Abderramán vivió doce años en España. Fue la época más feliz de su vida, rememora. “Estudié Medicina en Granada. Allí era muy querido, nunca me sentí extranjero. Vivía en un piso de alquiler y dos días a la semana jugábamos al fútbol. Hice muy buenas amistades, y durante ocho años tuve una novia española. ¡Oh, sí...! Y a Luis Álvarez, ¿le conoces? Fue mi profesor de Anatomía Humana, y se convirtió en mi padre en España. Nos queremos mucho. Tiene una familia fantástica... Nos respetábamos mucho y, ¿sabes?, el respeto es la base para una buena relación. Iba a buscarle a su despacho cada día y salíamos a tomar café. Lo que más odiaba eran los domingos. La gente se iba con la familia, y me quedaba solo en casa, planchando camisas y viendo películas. Por la noche bajaba al bar a ver el fútbol en Canal Plus. ¿Y cuando había un Barça-Madrid? ¡Bueno! Aquello era espectacular”.
En 1992, ya casi convertido en médico, sólo pendiente del MIR, Salim regresó a su país. Quería ayudar a los suyos, pero las cosas no salieron como él esperaba. Tuvo un problema con su título español, y todo porque, según dice, “no quieren que haya médicos árabes; y, además, aunque aprobara el examen, dónde iba a trabajar yo, si sólo hay tres hospitales para millones de árabes”.
A sus 40 años, Salim está desengañado de la vida y de su país, de la familia, incluso. Rechazó a la mujer que le presentó su padre, y, cuando un tiempo después, fue él quien le presentó a su progenitor una novia española, fue éste quien no quiso saber nada de ella.
Hace ya once años que vive en Acre, soltero y sin trabajo. Se gastó los treinta y cinco mil euros que su padre le prestó y maldice a su hermano, que trabaja de abogado en Madrid: “El muy cabrón podría dejarme dinero, hacerme un contrato falso para conseguir mis papeles españoles, pero no quiere. Es como si fuera hijo de otra madre”.
Y aquí sigue este palestino de acento andaluz, con la vida quebrada, añorando Granada, recordando los mejores años, sintiéndose extraño en su propio país. Es una víctima más del conflicto civil que asuela Israel, me digo, aunque su nombre no figure en ninguna estadística. Vive atrapado entre sus propias contradicciones y las de su sociedad: “La gente se enfada conmigo porque me ven con shorts o porque, por el hecho de haber vivido en Europa, consideran que he renunciado a mi país. En Granada había señores de cincuenta años que jugaban al fútbol. ¿Aquí has visto algo igual? ¡Bah! Esta región está enferma. La gente está aburrida. No tienen nada que hacer. Por eso llegan a casa y, ¿qué hacen? Acostarse con su mujer y hacer más hijos. ¿Tú sabes lo chulo que era Acre hace veinte años? Mi padre tenía un restaurante junto a la mezquita, y estaba siempre lleno de turistas. Y... mira ahora. Todo eso acabó... Hace tiempo que dejé de escuchar las noticias”.
Salim cree que, más allá de las diferencias, “todos somos hijos del mismo dios”. ¿El conflicto de Israel? “Cusha: el paso más difícil ya está dado, y fue sentarse a hablar, traer a Arafat y ponerlo de presidente de los territorios. Hay que asumir que jamás habrá una solución que contente a todos. Tiene que haber dos estados, Israel y Palestina. Rezo cada día para que se solucione pronto. Sólo queremos vivir, ser felices”.
El restaurante va a cerrar. Me despido de este palestino que bebe alcohol y come jamón serrano, que considera a los suyos atrasados, que achaca su felicidad a la ignorancia, al hecho de no haber viajado. No se da cuenta de que puede que sean felices a su manera. Mientras, Salim sueña con volver a España, pero quizá si lo consigue se dé cuenta de lo mitificado que tiene su pasado, de lo irrecuperables que son los paraísos juveniles perdidos.
Además, ¿quiénes son los suyos? Cuando habla de “mi país”, ¿se refiere sólo a los palestinos o a todos los habitantes de Israel?
Lo más probable es que le importe poco el nombre del país donde vive. Quiere la paz, libertad para ir y venir, que dejen de negarle la entrada en las discotecas de Tel Aviv por el simple hecho de ser palestino.
Antes de acostarme, paseo por las húmedas callejuelas de Acre, me cuelo en los baños turcos antes de que cierren, subo a la muralla a contemplar el reflejo de la luna llena sobre las espumeantes crestas que recorren la bahía de Haifa.
En un bar, un niño canta una dulce melodía, mientras, junto a él, un centenar de hombres siguen, absortos, el encuentro Haifa-Tel Aviv que dan por televisión.
Cap comentari:
Publica un comentari a l'entrada