WADI MUSA-TAFILÁ-KARAK, 96 km . (bici), 39 km . (autobús)
Con sigilo y descalzo, para que nadie se despierte. Así abandono, a las seis de la mañana, el domitorio comunitario donde he pasado las dos últimas noches. Frente a la cocina y en la terraza, algunos mochileros aguardan en silencio la llegada del vehículo que les llevará al desierto. Desayuno en diez minutos, cargo las alforjas y me pongo en movimiento.
Mi autobús particular tiene dos pedales y carece de motor. Desde el fondo del valle y en pocos kilómetros, la carretera asciende cuatrocientos metros hasta enlazar con la Autopista del Rey, una simple carretera de dos carriles.
A punto de coronar el collado, un rebaño de ovejas cruza delante mío. Mi presencia pone en estado de alerta a un perro negro que, enfurismado, corre colina abajo, directo hacia mí. Y no es un perro cualquiera. Levanta ochenta centímetros del suelo, y yo voy casi parado. ¡La madre que parió al maldito can! Grito para ahuyentarle, pero los ladridos del animal se imponen. No sé qué hacer. El pastor contempla la escena desde un pequeño promontorio, y me hace señas para que huya. Pero, ¿qué se cree, que voy en moto?
Pedaleo con todas mis fuerzas, el bicho cada vez está más cerca, y, con los dientes que muestra, como me pegue un mordisco se me lleva la bota con mi pie dentro.
Por fin viene la bajada; pongo el plato grande, bajo piñones y alcanzo los veinticinco por hora, los treinta, los cuarenta. Cuando me giro, el perro todavía sigue allí, pero sólo por un momento, porque la bajada es larga y la bestia queda atrás.
Es tan sólo el primer susto del día. Porque en las próximas horas, me convertiré en el blanco favorito de las piedras de los niños. El primer lanzamiento es tímido, y el proyectil llega a mi altura sin fuerza, rodando sobre el asfalto. El segundo lo aborto con cuatro gritos destemplados que dejan al grupo de lanzadores anonadado, con los ojos así de abiertos. Y el tercer intento, el que podría haber sido más peligroso visto el tamaño del pedrusco que el chaval sostiene, lo frustra un amigo, que sujeta los brazos del piedricida por la espalda.
Parece como si las tierras por las que discurro no hubieran dejado atrás el sentimiento de hostilidad hacia lo occidental. En esta franja montañosa que se extiende de norte a sur de Tierra Santa edificaron los europeos, en los siglos XI y XII, una poderosa línea de defensa para mantener Jerusalén y los reinos cristianos del levante mediterráneo a salvo de las incursiones árabes.
La creación de ese singular y efímero imperio, en plena Edad Media, fue algo excepcional, si por excepcional se entiende algo distinto a todo lo que hasta ese momento el hombre había conocido. La empresa se desencadenó en 1094, cuando el emperador de Bizancio, Alejo Comneno, solicitó ayuda al papa Urbano II para defenderse de los turcos. A raíz de un llamamiento papal, masas de desheredados, iluminados por los sermones de predicadores, se jugaron lo poco que tenían y se pusieron en marcha con el propósito de asistir al fin del mundo, de poner a salvo una idea mística y apocalíptica de Tierra Santa. Era Dios mismo quien “les llamaba a Jerusalén para que asistieran a su triunfo final”, cuenta la historiadora francesa Zoé Oldenbourg en su ensayo “Las Cruzadas”.
La nobleza sabía que había mucho que ganar, en la batalla que iba a librar en Oriente. Los reyes occidentales “se forjaban de aquellos países de donde provenían la seda, las especias, los tapices y las joyas de orfebrería una idea fabulosa, un tanto llena de fantasía, en la que la admiración se mezclaba con la envidia”.
De modo que, empujados por la fe unos, por la codicia otros, centenares de miles de cristianos de todas las clases sociales, protegidos por la Cruz de Cristo, se pusieron en marcha hacia los confines del Mediterráneo.
La primera cruzada fue una historia plagada de matanzas y despropósitos. El principal objetivo en la vida de un caballero medieval era la lucha. A ella destinaba la mayor parte de sus pertenencias y energías. Quien no luchaba era un cobarde y la espada era objeto de culto. Fuera por enfermedad o por herida de guerra, pocos hombres llegaban a ancianos.
Educados en las artes de las armas desde su más tierna infancia, los caballeros eran guerreros irreductibles cuando se ponían la armadura y montaban sus caballos, igualmente fortificados. Se han comparado las cabalgaduras que montaban con los tanques actuales, capaces de abrise paso entre la infantería enemiga a golpe de espada. Casi la única forma de vencerles era descabalgarles, pero para eso había que sacrificar el caballo, un animal que los árabes valoraban más que la muerte de un cristiano.
Las primeras expediciones latinas que llegaron a Constantinopla fueron agasajadas con regalos por Alejo Comneno, y los caballeros se sorprendieron del lujo y refinamiento de la cultura que encontraron. Pero el emperador bizantino fue incapaz de retenerlos. El propósito de los cruzados no era aniquilar a los turcos, como él anhelaba, sino seguir hacia el sur y recuperar la Jerusalén ocupada por los musulmanes desde hacía cuatro siglos. Los griegos de Bizancio no entendían la idea loca que a los europeos se les había metido en la cabeza a los occidentales, y su emperador, convencido de que eran unos salvajes, prefirió dejarlos marchar.
Los cruzados arrebataron Nicea y Antioquía a los turcos, después de un sitio de siete meses. Y, con sus fuerzas reducidas a ocho mil caballeros, ocho mil hombres de armas, más un variopinto cuerpo de peregrinos formado por mujeres, niños, sacerdotes y monjes, fueron a la Jerusalén profanada. Después de tres años de viaje, el ejército estaba “ebrio de sangre y de una exaltación religiosa que alcanzaba la demencia”, relata Oldenbourg.
Una vez allí, asesinaron, además de a los musulmanes, a todos los judíos, degollaron a miles de mujeres y niños y destruyeron los libros islámicos. La matanza fue tal que, según un relato de la época, en el recinto de la mezquita Al Aqsa la sangre cubría hasta los tobillos. Cerca de cuarenta mil personas murieron. El exterminio fue casi total.
Luego, poseídos de fervor religioso, los soldados recorrieron los lugares santos con los pies desnudos, se arrodillaron con los brazos en cruz ante el Santo Sepulcro y “hubo una verdadera explosión de fervor delirante. Soldados y caballeros, de rodillas, lanzaban gritos de alegría y vertían torrentes de lágrimas”.
En las colinas onduladas que ahora recorro edificaron los cruzados sus castillos más meridionales. Una vez conquistada la tierra soñada, tuvieron que organizar su subsistencia. Estaban a miles de kilómetros de Francia, de donde el grueso de la expedición procedía, y a su alrededor sólo había reinos hostiles que clamaban venganza. Al principio, la población local los había acogido con sorpresa y cierto grado de indiferencia. Pero después del exterminio, sólo anhelaba recuperar las tierras arrebatadas y en especial Jerusalén, al Quds, la tercera ciudad santa del Islam.
En Shobak está el Krak de Montreal y sesenta kilómetros al norte, el de Tafilá. En esta pequeña ciudad encontraré el ambiente más hostil de los dos meses de viaje. Busco un sitio donde comer por sus calles llenas de mujeres veladas, y todo cuanto encuentro es una tienda en la que el encargado, un chico de trece años, accede de mala gana a dejarme comer pan con queso en el interior. Hasta que llega un cliente. El hombre me mira de forma tan despectiva que me apresuro a terminar y pongo tierra de por medio.
No mucha más suerte tengo al ir a visitar el castillo, donde unos chicos me reciben con gritos y amenaza de lluvia de piedras ante la pasiva presencia de un adulto.
Opto por la táctica de Mohamed, el aceitunero de Túnez: si no me quieren, me voy.
En la estación, el conductor de un minibús me pide cinco dinares por llevarme a Karak, y después de fijar el precio en tres, se pone el dinero en el bolsillo con un gesto altanero.
-¿De España? -me pregunta, un policía en el momento de subirme al vehículo-. Andalus, Andalus... -se relame el agente con saliva en la boca.
Subo al vehículo, pero la plaza libre que me señala el conductor es insuficiente para mí y mis dos alforjas, de modo que me voy para atrás. De los cinco asientos que tiene la última hilera, sólo uno está ocupado, por una chica. Me pongo lo más separado posible de ella, pero parece que tampoco está bien así, porque la muchacha se levanta sin abrir boca y cambia de sitio.
Para redondear el día, el minibús me deja a once kilómetros de Karak, y de camino a la parte alta de la ciudad por una fortísima cuesta, varios niños me salen al paso. Primero dos con un cuchillo de cocina que juegan a asesinar ciclistas hasta que un adulto -¡el primero que lo hace!- les dice que eso no está bien. Y, unos metros más arriba, un chaval obeso pone el pie en la trayectoria de la bicicleta mientras lo señala con insistencia. Pretende que se lo bese, pero como no lo aparte, se lo piso.
Llego al final de la subida, donde se levanta la fortaleza de Karak, con hastío, preguntándome qué les hecho yo para merecer esto.
El sitio es bello, de todos modos. Estoy a unos mil metros sobre el nivel del mar y a mil cuatrocientos sobre el del mar Muerto, que se encuentra al fondo de una profunda depresión, hoy oculta tras la bruma.
-Está allí -señala un señor con túnica blanca y pañuelo rojo.
El mar Muerto, Jerusalén, Israel -le sigo yo, imaginando lo que se esconde detrás de las nubes.
-¡Israel no! Palestina, Gaza, Sharon...
¡Dios! Es verdad. He dicho Israel. Sin darme cuenta, he mentado al diablo.
El hombre es alegre y dicharachero. Me mira con los mismos ojos reconcentrados que hace un momento interpretaba como actitudes agresivas. Y pienso que quizás haya juzgado con precipitación, que los jordanos son algo brutos, pero que, en el fondo, no tienen nada contra mí. Si incluso los niños se pelean entre ellos a pedrada limpia…
Visito el castillo de Karak, con unos imponentes muros de seis metros de grosor. Bajo tierra se esconden galerías subterráneas de ochenta metros de longitud, escaleras que recorren los diversos niveles, las celdas donde dormían los caballeros y grandes salones abovedados a los que todavía llega una tenue luz cenital.
Es una de las fortalezas más inexpugnables que construyeron los cruzados. Las tropas de Saladino sólo consiguieron su rendición a base de hostigar a los sitiados durante meses, hasta que la fuerza del hambre, más que de las armas, acabó en rendición.
En Karak vivió durante una década uno de los más sanguinarios príncipes cruzados, Reinaldo de Châtillon, quien, no contento con arrasar ciudades enteras, tuvo la sagaz idea de intentar invadir y saquear La Meca. Por si no le faltaban enemigos, incluso entre los francos, consiguió aglutinarlos a todos. Saladino estalló en cólera al conocer sus intenciones, mandó destruir las naves del francés en el mar Rojo y él mismo en persona se fue a sitiar el castillo el día que se celebraba una boda. “En vano la dueña del Krak mandó a Saladino bueyes y corderos asados –cuenta Oldenbourg-. Saladino ordenó a sus hombres que no dispararan a la torre donde se hallaban albergados los jóvenes esposos, pero continuó bombardeando las otras torres con renovado ímpetu. Los defensores del Krak no podían esperar resistir mucho tiempo”. Pero, de forma milagrosa, el sitio fue levantado.
En la ciudad aún quedan personas que veneran la cruz que hace siete siglos ondeó en lo más alto de la fortaleza. Shamir y su sobrino la llevan tatuada en el brazo. “Nos da fuerza”, afirman.
Shamir y su sobrino proceden de un pueblecito cercano a Mallawi, trescientos kilómetros al sur de El Cairo. Sentados alrededor de una mesa en el Towers Hotel, cuentan que han recibido ofertas para convertirse al Islam. “Te prometen que tendrás boda gratis, que te regalarán un coche, una casa... Algunos cristianos se lo han creído; han renunciado a su fe, y al final no les han dado nada”, aseguran al unísono.
A ellos les gustan los europeos e Israel, cuyo nombre invocan sin temor. En cambio, no se acaban de sentir a gusto entre los jordanos y detestan a los ciudadanos de Arabia Saudí, que, según dicen, “lo ensucian todo: se sientan en el suelo y tiran sobre la moqueta los alimentos, la ceniza y los restos del té”.
Shamir y su sobrino todavía recuerdan la tarde del 11-S. Ese día, conversaban con un norteamericano, y, de repente, el canal que tenían sintonizado interrumpió la programación.
-¿Qué es eso? ¿Qué es eso? -palideció el estadounidense, aterrorizado, al contemplar las torres gemelas de Nueva York, humeantes, a punto de desplomarse.
-Tranquilízate, por favor. ¿Qué quieres que te traiga? -le preguntó Shamir, asustado, tratando de calmarle.
-¡Déjame! ¡Déjame en paz! –respondió el otro sin poder apartar la vista del televisor.
A Shamir le dolieron en el corazón los miles de muertes provocadas por los atentados, pero casi igual de punzante fue que, ese mismo día, el imán de una mezquita próxima mostrara sin pudor su alegría a través de los altavoces del minarete. O que al caer la noche, unos amigos le invitaran al banquete que se celebraba en una sala.
-¿Cuál es el motivo de la fiesta? -preguntó.
-¡Por las torres gemelas! -le dijeron, alborozados.
Shamir dio media vuelta y se fue.
La casualidad querrá que esta noche, mientras ceno en el restaurante del sobrino de Shamir, se sienten en mi mesa dos hombres: uno es el dueño del hotel Rum, un señor agradable que el año pasado hizo la peregrinación a la Meca y que dice reconocer a las buenas personas sólo verlas. Le acompaña el líder religioso que celebró la muerte de miles de americanos. Tiene poco más de cuarenta años, y antes de sentarse me tiende la mano, carnosa como la de un obispo.
-¿De dónde es? -me pregunta en un inglés pausado, sin aparentar mucho interés.
Y cuando le digo que de Barcelona, me parece entender que pregunta a su amigo qué ciudad es la capital de España.
Los dos hombres son amables, pero la rabia me corroe. Le preguntaría a este hombre, con la autoridad moral que tiene sobre los fieles, cómo tuvo la desfachatez de alegrarse por la muerte de miles de inocentes, le pediría su opinión sobre lo que sucede en Palestina y qué piensa sobre el mundo occidental.
Pero, sea por lo bien que me tratan, sea porque me he impregnado en exceso de la actitud árabe de no violentar a quien me acoge, me quedo escuchando lo magnífica que fue la peregrinación, lo maravillosos que son los centenares de hoteles de La Meca o las cinco mezquitas que tiene Karak.
Y luego se largan, uno a su hotel, el otro a su mezquita, iluminada estos días con guirnaldas luminosas de color verde.
Cap comentari:
Publica un comentari a l'entrada