MOSTAGANEM-TENES, 155 km . (bici)
El viejo Jacques está contento, esta mañana. Sirve café aguado y pan con mantequilla a los tres huéspedes que desyunamos en la cafetería del Hotel El Djaza’ir mientras canturrea viejas canciones francesas.
-¿Quiere más café, monsieur?, ofrece.
-Un poco más, merci.
El gruñón de anoche se ha transformado en un educado anfitrión que remata cada una de sus frases con largos “formidaaaable!”, “fantastiiiique!”, “impeccaaaaable!”.
Es temprano. Hace ya unas cuantas horas que ha dejado de llover. Me aguarda una larga jornada. Mi intención es seguir la costa hasta Argel. Me he propuesto llegar a la capital en tres días. Sobre el papel serán más de trescientos sesenta kilómetros de bicicleta. El ministerio de Asuntos Exteriores advierte de que “los desplazamientos de Argel a Orán o viceversa no se deben hacer por carretera, ya que se atraviesan zonas muy conflictivas” entre las cuales cita Mostaganem. Espero no tener problemas. Con no hacer tonterías y con sólo un poco de suerte se puede ir a casi cualquier lado, me repito.
Subo a la bici y comienzo a pedalear por la ciudad que hace cuarenta y cinco años visitara el general De Gaulle mientras repaso mentalmente que no he olvidado nada: dinero, sí; pasaporte y móvil, también; la cámara fotográfica... ¿dónde he dejado la cámara? Si casi no la he usado. Me cago en la... Me dejo llevar por la precipitación, vuelvo al hotel... y descubro que la llevo encima.
Veinte o veinticinco minutos no son nada en condiciones normales, pero hoy sí. El mapa señala una única localidad importante a lo largo de los ciento cincuenta kilómetros que me esperan.
Tras dos horas de atravesar un territorio fértil, salpicado por numerosas granjas y tierras de cultivo, el paisaje se vuelve más seco. Aparecen bosques de pino, eucaliptos y extensos olivos, con hombres encaramados a los árboles que hacen equilibrios por las ramas intentando recoger aceitunas.
Luego la carretera se dirige hacia una costa de inhóspitos acantilados y valles resecos en los que se ven algunos animales. Aquí salta una perdiz, al rato esquivas a una tortuga y más allá eres observado desde las alturas por una rapaz que sigue atenta al desconocido que se adentra en sus dominios. Poca gente, sin embargo. Tractores agrícolas bajan hasta los oueds a llenar los depósitos de agua que las familias que viven aisladas en la montaña necesitan. Circulan a poca velocidad, y me sirvo de ellos en un par de ocasiones para remontar las cuestas más duras.
Paso por Cap Magrana –granada en catalán- y por un desvío que conduce a un pueblo denominado Talasa a pesar de encontrarse unos kilómetros tierra adentro. Hay también dos pequeños puertos en contrucción y tramos de una autopista en obras abandonada que, según decía Jacques, “cuesta tanto dinero que sólo los americanos la podrán finalizar”.
A eso del mediodía el tiempo se complica. Ya no son sólo las subidas lo que dificulta mi avance. Ahora son los tramos de grava y el viento. Ha comenzado a soplar suave, casi imperceptible, por el costado izquierdo. Brisa marina, he pensado: nada grave. Al fin y al cabo las corrientes térmicas son flojas en esta época del año.
Pero las rachas se tornan más y más fuertes y mi velocidad decae en picado. La media de veinte kilómetros por hora de la mañana es ya sólo un recuerdo. Diecisiete, quince, once. A quince por hora llegaría a Tenes con el último sol, pero a once ya no llego ni en sueños. Tendré que recurrir al transporte público, si es que en estos pueblos desolados soy capaz de encontrar un autocar o un taxi que me lleve. Y si no... Dormir al raso, intentar que alguien me acoja... ¡Qué sé yo!
Cosas del azar, el viento remite al llegar a una playa de guijarros en cuya orilla yace, embarrancado, el esqueleto oxidado de un pequeño carguero. El velocímetro vuelve a señalar cifras tan decentes como dieciocho por hora y, sin haber comido más que unas galletas y cuatro plátanos en nueve horas de esfuerzo sin interrupción, llego a Tenes.
Situado al pie de un peñón puede que tan colosal como el de Gibraltar, el pueblo es bastante más grande de lo que suponía. A su alrededor se desparraman innumerables suburbios en los que infinidad de aspirantes a Zidane persiguen el balón con la perseverancia de quien anhela hacer realidad un sueño.
“Excusez moi. ¿Dónde puedo encontrar un hotel?”, pregunto al primer hombre que encuentro, a lo que él, sumamente educado, responde: “Se encuentra usted delante de uno”.
Vaya hombre, no lo había visto. Será por el cansancio.
O por lo cabreado que estoy.
Durante el día he visto playas de guijarros o de dunas, de rocas negras o rojas, pero empieza a oscurecer, lo que significa que me quedo sin ver el puerto de Tenes, que está a dos kilómetros del centro. Los días se acortan que es un desespero. Si al empezar el viaje disponía de doce horas de sol por jornada, una semana y media más tarde debo ir por las once y media. Y eso no es nada: cuando llegue a Turquía tendré que conformarme con nueve.
No puede ser; será la última vez que me ocurra algo parecido. Llegar hasta aquí me ha costado un esfuerzo exagerado. Tengo la cara cubierta por esa capa blanquecina, mezcla de sal y de polvo, que se acumula en la piel del ciclista con el paso de las horas. Y aún tengo que ducharme y lavar la ropa. Me gusta viajar en bicicleta, no pasarme el día encima de ella. Quiero que me quede tiempo para hacer todas esas cosas que uno suele hacer cuando viaja, como son detenerse a contemplar un paisaje o a hablar con la gente, poder improvisar, pasear sin prisa por el lugar, pequeño o grande, feo o hermoso, donde voy a pasar la noche.
Bajo a cenar a hora tan intempestiva como las seis de la tarde. Pido consejo al señor que me ha atendido al llegar, y pese a que suelo evitar los restaurantes de los hoteles, por una vez decido quedarme.
Y acierto.
Menad se mantiene alejado de mi mesa mientras devoro un plato de arroz y albóndigas, y al acabar, entablo conversación con él.
Tiene 50 años y aspecto europeo. De pelo blanco, luce un bigote recortado con pulcritud, y viste una camisa de color morado y pantalones caquis. Trabajó varios años para la ONU en Argel, su ciudad natal, hasta que hicieron su aparición las bombas y la organización internacional desmanteló sus oficinas. Sin empleo, se trasladó a Tenes, donde hace dos años que gestiona el hotel. Al propietario rara vez lo ve. Es algo bastante propio de los empresarios argelinos, dice, que prefieren quedarse en casa y pagar a alguien para que les haga el trabajo.
El ex funcionario de Naciones Unidas está descontento con los errores que se han cometido en su país. Uno de los más graves, afirma, fue ilegalizar al Frente Islámico de Salvación (FIS) después de que este partido islamista ganara las elecciones. Pero fue un error propiciado por Europa, acusa, puesto que ni el presidente francés Mitterrand ni el italiano Andreotti estaban dispuestos a tolerar la presencia de un régimen islámico tan cerca de sus costas. Para este hombre educado y nada chillón, “no se dejó al FIS que demostrara qué era capaz de hacer”.
El clima de guerra civil ha remitido en un ochenta y cinco por ciento, asegura, pero, a pesar de ello, sigue habiendo hasta cien muertos cada mes, según denuncia Amnistía Internacional. Los civiles se llevan la peor parte; mueren en atentados indiscriminados o en los ataques denominados selectivos. La tortura está, además, generalizada y se sigue secuestrando a mujeres y niñas, que son violadas y torturadas, sin que “se haya realizado ninguna investigación exhaustiva, independiente e imparcial sobre los abusos masivos contra los derechos humanos”.
Y continúa sin aclararse el destino de los miles de desaparecidos. Amnistía Internacional tiene cuatro mil casos referenciados, pero reconoce que la cifra real podría ser muy superior.
Ha sido probado que los gobernantes argelinos aprendieron de los franceses sus técnicas para hacer desaparecer a hombres y mujeres que resultaban molestos al régimen, con lo que se ha cerrado un círculo pernicioso del crimen en el que la víctima de ayer es hoy verdugo.
“Acabada la guerra, queda la inseguridad. La gente se ha vuelto desconfiada, reina la anarquía más absoluta y la economía está arruinada. Nadie se fía del vecino, todo el mundo recurre a la autodefensa. Van armados por la calle”, relata.
El hotel mismo donde me alojo está vigilado de noche por dos personas. En cualquier momento y en el lugar más inesperado, los terroristas pueden volver a matar.
“Argelia tenía de todo, petróleo, agricultura, turismo: éramos el granero de Europa, más ricos que un país europeo como Portugal, y ya ves ahora”, expone Menad de forma realista aunque sin nostalgia.
Menad evita pasear de noche por Tenes, e incluso a plena luz del día toma precauciones. Una vez por semana se desplaza a Argel para ver a su familia. Se sube al coche y, en vez de pasar por el interior, toma la más engorrosa carretera de la costa y sigue sin detenerse hasta que llega a su destino. Así evita la sorpresa de un falso control policial.
¿Y qué piensa del actual presidente? Pues que no es su hombre, que Argelia necesita a un líder nacionalista que sustituya a Buteflika, a quien considera “medio marroquí”.
-Son ustedes muy críticos con sus gobernantes -apunto.
-¡Ja, ja, ja! Los argelinos somos impulsivos y, si es necesario, incluso insultamos a nuestro presidente, lo que ni loco haría un marroquí con su rey.
Pasaría horas hablando con él, pero me fundo por momentos. Ahora habla de fútbol. Opina sobre los últimos entrenadores del Barça, sobre la “nefasta” era Gaspart y sobre el buen resultado que, está convencido de ello, dará al club Ronaldinho.
Me sorprende oírle hablar con tanta contundencia, y él, con una modestia nada forzada, responde: “Nos gusta estar conectados al mundo”.
Menad se percata de mi lastimoso estado y se levanta. “Será mejor que vaya a descansar”.
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