YERÁSIMOS-FRONTERA JORDANO-SIRIA, 25 km . (bici), 160 km . (taxi)
En el acceso al puesto fronterizo, taxis y autobuses forman una larga hilera de vehículos a la espera de que los guardias abran la frontera.
-¡A la cola! –protesta el taxista que ocupa el primer lugar en la fila de vehículos-. Algunos esperamos desde las cinco de la mañana.
Al resto de conductores les preocupa poco que se les cuele un ciclista. Incluso les hace gracia. Son extrovertidos y bromistas. Mientras hablo con un par de hombres, oigo un alarmante ¡psss! a mis espaldas, donde he dejado la bicicleta, y al girarme descubro a un hombre agachado ante uno de los neumáticos, simulando reventarme una rueda. El tipo estalla en una sonora carcajada al ver mi semblante estupefacto. Y yo, al percatarme de que se trata de una broma, me río yo y nos reímos todos.
A las ocho en punto, un soldado me llama para que pase en primer lugar. Me autoriza a llegar en bicicleta hasta el control israelí, que se encuentra dos kilómetros valle abajo, siguiendo unas gargantas de arena seca.
Esta vez los trámites son rápidos. Pago ciento treinta y cuatro shekels de impuestos -¡casi el presupuesto de un día!- en una ventanilla llena de adhesivos infantiles, y en media hora quedo libre.
Los que se dirigen a Ammán cargan el equipaje en un autobús mientras yo, que tengo pasaporte europeo, aguardo el llamado bus turístico. A mi lado está Salim, un palestino de 64 años que ha pasado la mayor parte de su vida en Alemania. Este “médico de árboles”, como él mismo se presenta, está jubilado, y vive la mayor parte del año en su casa de Peníscola. Eso sí, por Ramadán, visita a su familia en Ramala. Todo estoicismo, cuenta que allí la situación es crítica, que amplios sectores de la población carecen de trabajo y que la gente no se puede desplazar por el constante asedio que sufren, por el mal estado de las carreteras y por los controles. “Para llegar aquí a las ocho, me he tenido que levantar a las tres de la madrugada y tomar cuatro taxis”.
Salim explica sus desgracias sin estridencias. Quizá porque las víctimas no se quejan.
En pocos minutos pisamos suelo jordano, patria obligada de tres millones de palestinos. A Salim ha venido a recibirle su sobrino, que le llevará en coche a Ammán, y que se ofrece a buscarme un transporte para Siria. “El taxi será el medio más eficaz”, concluye tras unas rápidas pesquisas.
-Ya está todo. Hasta la vista, Gabriel. A lo mejor nos volvemos a ver –se despide el afable médico de árboles.
Y el flamante Mercedes blanco que he alquilado arranca, raudo, por la vertiente oriental de la cuenca del Jordán, con la bibicleta en el techo, adentrándose en un valle estrecho en el que me parece distinguir las ruinas de una iglesia bizantina.
Mientras mi taxi avanza hacia el norte en dirección a Siria, siento que me alejo de un país irreal, mezcla de sueño, experimento y paraíso artificial. Me vienen a la cabeza algunos de los dramáticos augurios que he escuchado las últimas semanas. Recuerdo las palabras del catedrático de Economía Política que conocí en Alejandría –“habrá otra gran guerra, y tendrá mucho que ver con la religión”-, o la alocada profecía del fin del mundo de Lothar en Jerusalén.
No hay duda de que Israel es un estado tecnológica y económicamente desarrollado, pero ¿se puede considerar también moderno un país que carece de constitución por la incapacidad de sus habitantes en ponerse de acuerdo en sobre si la palabra dios debe figurar en su carta magna?
En los últimos días, varias veces he tenido la sensación de encontrarme en un país medieval, en el que los ciudadanos de primera categoría viven donde les place, disfrutando de todas las comodidades de la vida moderna, mientras el resto tiene que conformarse con restricciones de derechos y libertades. El gobierno israelí no condena a los musulmanes a las cámaras de gas, pero les obliga a vivir al margen.
Y me repito una pregunta que desde hace unos días no puedo sacarme de la cabeza: ¿Qué viabilidad puede tener un país tan pequeño rodeado de regímenes que le son hostiles, con millones de personas dentro de sus límites fronterizos que piensan que lo mejor que podría hacer esta nación, creada después de la atrocidad del holocausto, sería desaparecer?
En su libro Laz Cruzadas, Zoé Oldenbourg señala los paralelismos entre los reinos cristianos de hace más de siete siglos y el Israel de hoy.
Cuatro décadas después de la publicación de esa obra, las semejanzas se han acentuado. Igual que los israelíes, los cruzados se quedaron en tierras que habían sido dominadas durante largo tiempo por el Islam, y que sólo se pudieron mantener por la fuerza de las armas. El empeño de los monarcas europeos por crear esos territorios cristianos tan lejos de sus tierras de procedencia resultó algo insólito, sólo comprensible por las circunstancias de la época. Pero a pesar de vivir siempre fortificados y sin dejar de luchar, acabaron sucumbiendo. ¿Les acabará sucediendo lo mismo a los habitantes de Israel? ¿O acaso su proyecto de país se irá diluyendo hasta perder su razón de ser?
Queda la opción de la paz, pero la reconciliación sólo es posible cuando las partes enfrentadas de verdad están dispuestas a entenderse.
Aprovecho el viaje en taxi para desprenderme de todos los papeles que puedan advertir a los puntillosos policías sirios de mi estancia en Israel. Y antes de llegar al límite norte de Jordania, hacemos un breve alto en Ar Ramtha, una pequeña ciudad aletargada por el Ramadán, parea comprar un anillo jordano para Sandra.
Ya cerca de la frontera, casi nos estrellamos. El conductor iba enseñándome un cartel que había junto a la carretera, y, al ir a subirse a un terraplén, ha pegado un volantazo a la izquierda sin percatarse de que, justo en ese momento, nos adelantaba un siete plazas.
Ya en el puesto fronterizo, los policías deben tener pocas ganas de trabajar, porque no hay preguntas ni revisiones de equipaje. De las paredes de la vacía sala de aduanas cuelgan dos retratos con los rostros de dos hombres a los que veré centenares de veces los próximos días: el actual presidente de Siria, Bachar el Asad, y su padre Hafez, que gobernó el país con mano de hierro durante treinta años.
De nuevo sobre la bicicleta, un suave descenso me conduce a Dara, una ciudad bulliciosa que, con su concierto de claxons, sus vehículos viejos y las gentes despistadas que cruzan sin mirar, me recuerda una barbaridad a Egipto. Las personas son atentas, pero los taxistas exigen hasta mil doscientas libras sirias por un trayecto de ciento treinta kilómetros.
“No te preocupes”, me animan dos estudiantes que seguían atentos mi última negociación. “El autobús sólo cuesta cincuenta”. Los chicos me acompañan a la estación central, donde de nuevo soy obsequiado con atenciones por el señor que me vende el billete, que carga la bicicleta en el vehículo y me reserva uno de los asientos junto al conductor.
Emprendemos ruta por una carretera muy castellana, recta y sin la más mínima subida, con campos de secano que se extienden hasta el horizonte. Sobre el asfalto nos cruzamos con un festival de furgonetas pintadas de mil colores, con lucecitas y todo tipo de objetos colgantes, tapacubos dorados en las ruedas y cláxones de fantasía. Por la radio suena una música melodiosa y repetitiva hasta el infinito que se cuela en mi interior por los oídos, me cierra los párpados, distiende los músculos y relaja la mente. Los sones me atrapan dentro de su partitura y se me llevan..., se me llevan...
Ya no estoy.
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