ARGEL-DELLYS-TIZI UZÚ, 106 km . (bici), 43 km . (minibús)
A la salida de Argel por el este hay una colina donde se levanta el Monumento a los Mártires de la independencia, una estructura metálica de una monstruosidad comparable al Valle de los Caídos pero en versión laica años sesenta. Unos kilómetros más allá comienza una autopista que ofende los sentidos. Junto a ella hay arroyos pestilentes y bloques de pisos modelo cajas de cerillas, iguales a los que se edificaron en Europa hace cuatro décadas salvo en un detalle: en sus fachadas se cuentan casi más antenas parabólicas que ventanas.
Hoy es día festivo, y centenares de familias acuden al reclamo del mercado de vehículos de ocasión que se ha montado junto a la carretera. Compradores y curiosos aparcan de cualquier forma en la cuneta, taponando la calzada casi por completo, y se llegan a pie a un descampado donde se exponen decenas de renaults, citroëns y peugeots que aún conservan su matrícula francesa. Y es que en Argelia casi no hay concesionarios oficiales. Lo que funciona es la transacción de vehículos de segunda, tercera o quinta mano. Todo se vende, lo que se importa de forma legal y lo que llega a los puertos a través de misteriosos procedimientos.
Siguiendo la carretera hacia el este, llego a Aïn Taya, un pueblo junto al mar con casitas bajas de techo inclinado y plazas recoletas. Todo es tan genuinamente francés que incluso hay un hotel-restaurante llamado Chalet Normand, con las vigas de madera a la vista. Las calles están impregnadas de un olorcillo a cruasán recién hecho tan irresistible que uno tiene que luchar consigo mismo para no detenerse antes de tiempo.
A la salida se levantan barrios de módulos prefabricados. Será una forma de paliar el problema de la vivienda, me digo. Pero a medida que avanzo surgen otros barrios de módulos y campamentos precarios en los que centenares de familias malviven, rodeadas de calles embarradas, en tiendas de campaña militares. Algunos residentes han añadido una encañizada a la puerta de su improvisada vivienda, mientras que otros han puesto una verja alrededor con el objeto de preservar la intimidad.
En un bar de Burmedés, unos hombres me invitan a sentarme. Los campamentos no son parte de un plan quinquenal, explican, sino la solución de emergencia para los damnificados por el terremoto que sacudió el país hace unos meses. “Yo perdí mi casa y algunos amigos murieron –narra Abdel-: ahora vivo en un módulo. El gobierno se porta muy bien con nosotros: nos da casas provisionales y corre con los gastos”.
El hombre narra su drama con tal conformismo y naturalidad, que parece que esté contando que ha habido un escape en una bloque y que el ayuntamiento se hace cargo de los desperfectos. Pero habla de un terremoto, una sacudida que, hace apenas unos meses, costó la vida a dos mil doscientas personas, causó diez mil heridos y dejó sin casa a quince mil personas.
Fue el seísmo más fuerte de los últimos veinte años, de una intensidad de 6,7 en la escala Richter. Por si fuera poco, la baja calidad de las construcciones aumentó las pérdidas humanas en una provincia superpoblada. Edificios oficiales como el hospital de Burmedés se desplomaron como un castillo de naipes y ciudadanos enfurecidos lanzaron piedras al coche del presidente Buteflika, de visita en la zona, mientras le gritaban “¡asesino!”.
En los países pobres, la vida pende siempre de un hilo. Por eso este hombre está tranquilo. Sobrevivió a la catástrofe y se ha adaptado a la nueva situación. La vida sigue. De nada vale lamentarse.
Habla de fútbol, ahora, del Madrid de Zidane, de que le gustan España e Italia, y algo menos Francia. Cuenta que nació en la casbah de Argel pero que su familia se mudó por el agobio que suponía vivir en un sitio tan poblado.
A la hora de despedirme e ir a pagar, me corta el paso: “El extranjero no paga. ¡Estás en Argelia!”.
En Burmedés, en Zemmur o en Mandura ya casi no quedan edificios hundidos. Ves, sí, muchos solares y montañas de cascotes, un puente resquebrajado junto al cual han levantado uno nuevo, una casa de dos pisos que se sostiene de milagro sobre un costado o campamentos financiados por cofradías musulmanas y sindicatos de Siria, Turquia, Italia o España.
Llego a Dellys a las tres de la tarde después de más de cien kilómetros de ciclismo suave por una costa llana. Me las prometo muy felices imaginando la apacible tarde de descanso que me espera en esta agradable villa pesquera. Pero...
-No hay hotel en Dellys. Se hundió con el terremoto -me informan dos hombres.
-Ah... ¿Saben de alguien que pueda alquilarme una habitación? –pregunto mientras maldigo mi mala suerte.
-Está difícil -dice uno de ellos, calzado con botas de goma y con una caña de pescar en la mano.
Claro, me digo yo: en Dellys el problema de la vivienda es más acuciante que en otros sitios. Pero seguro que en el ayuntamiento o en la comisaría de policía te encuentran un rincón donde poner tu saco de dormir.
-¿Quiere ir a la policía? –pregunta el de la caña mientras su amigo ríe divertido-: ¡la policía somos nosotros!
Los agentes me acompañan a la gendarmería, hacen unas llamadas y copian los datos de mi pasaporte en un registro. Pero son formulismos. No pueden ofrecerme alojamiento.
-Si hubiera llegado de noche, alguna solución habríamos encontrado –se excusan-, pero con toda la tarde por delante... -búscate la vida, chato, vienen a decirme.
Los policías pescadores me desaconsejan circular por las carreteras del interior –a causa del asfalto, según dicen-, y para asegurarse de que no lo haga, un coche celular me escolta, con sirenas y a todo trapo, por las adoquinadas callejuelas de Dellys. En la estación, los amables agentes hablan con el conductor de un minibús. Y el hombre, qué remedio, nos acepta a bordo con resignación, a mí y a mi bicicleta.
Una vez más, mis planes de seguir la costa se van al carajo en compañía de la tarde perezosa que me prometía. Viajamos hacia Tizi Uzú, la capital de la Cabilia. Es una de las regiones donde más atentados hubo durante la guerra de independencia y también una de las que ha sufrido más matanzas los últimos años. En una zona montañosa y plagada de valles de difícil acceso viven los bereberes, a los que sus convecinos árabes consideran casi unos salvajes por civilizar.
A lo largo de la historia, los bereberes de la Cabilia se han rebelado contra todo intento de dominación extranjera. Lucharon contra los romanos, contra los árabes, contra los turcos y contra los europeos. En 1980 protagonizaron su penúltimo gran levantamiento. Denunciaron en manifestación la represión cultural y la dictadura, reclamaron la democracia y el derecho a su idioma, y decenas de muertos quedaron esparcidos en las calles de Tizi Uzú.
El recuerdo de aquella fecha se mantuvo vivo en la fiesta Tafsut Imazighen, o primavera bereber, pero se siguieron contando víctimas. El cantante Lunes Matub, uno de los cabezas visibles del movimiento, fue uno de los más destacados.
Fue secuestrado en 1994, y cuando por fin reapareció, se exilió en Francia para huir de los que le querían matar. Hasta que, pasados cuatro años, decidió regresar. Sólo tuvo cuatro horas para poder disfrutar de su país. Transcurrido ese tiempo, fue asesinado a tiros. En un primer momento se atribuyó su muerte a islamistas radicales; después se supo que el principal interesado en acallar su voz era el propio gobierno. Nunca le perdonaron su protagonismo en la revuelta de 1980, en la que resultó herido, su radicalismo y su contribución al nacimiento de la organización Movimiento Cultural Bereber.
El desaparecido Matub es todavía un ídolo juvenil. Sus canciones ensalzan la vida y valores tradicionales como la resistencia, el campo, el respeto a los padres o el amor a la mujer, a las que trata de igual a igual.
En uno de sus temas más conocidos, El precio de la venganza, Matub se sitúa en 1962, cuando la guerra de Argelia tocaba a su fin. La canción cuenta la historia de un niño de una aldea a quien su madre le oculta el trágico fin de su padre. A fin de protegerle, le dice que se ha visto obligado a emigrar, y que un día u otro volverá.
Pero el padre no llega, y al cabo de los años el hijo, ya adolescente, descubre de la peor manera la verdad: “Si de verdad fueras un hombre, comenzarías por vengarte del hombre que mató a tu padre”, le desafía un amigo.
El chico corre a casa, suplica a su madre que le diga el nombre del asesino y abandona el hogar para encontrarlo. Sube montañas, pasa por pueblos, hasta que el azar pone en su camino a una bella muchacha. De la noche a la mañana, el amor suspende el tiempo y borra rencores. Ya sólo tiene ojos para su amada. Se queda unos días en el pueblo hasta que ella le presenta a su padre.
El hombre le acoge con cariño, comen juntos en un ambiente cordial y al terminar, los dos hombres se quedan a solas mientras la chica se levanta para recoger la mesa. El muchacho cuenta el motivo de su viaje y pronuncia el nombre de la persona a la que busca. El anfitrión palidece: es a él.
La chica, que ha escuchado desde la cocina, corre aterrorizada hacia el comedor, y en el momento en el que el padre se dispone a apuñalar al chico, se interpone entre los dos, recibe un cuchillazo en el corazón y cae en brazos de su amado, a quien, en un último suspiro, le implora clemencia para su padre: “Déjale sufrir el resto de su vida. Yo soy su única hija. Ahora ya no tiene a nadie más a su lado. La muerte está tras sus pasos; no tardará en llevárselo a él también”.
La canción está ambientada en pueblecitos y casas de campo rodeados de huertos y olivares como los que veo desde la ventanilla, tierras bereberes que asimilaron la versión más laica del Islam, pero que rechazaron hablar árabe. Aún hoy, el segundo idioma de la población es el francés antes que la lengua de Mahoma. Pese a llevar instalados aquí mil trescientos años, los árabes aún son considerados invasores.
“Antes teníamos las tierras y ellos tenían el Corán –reza un viejo dicho bereber-; ahora nosotros tenemos el Corán y ellos tienen las tierras”. Esta es una visión de la historia. Esta noche escucharé otra: “La Cabilia fue durante mucho tiempo la zona más musulmana de Argelia, la que conservó los preceptos esenciales de la religión: vida sencilla, humildad y ayuda al prójimo. En cambio, los que se dicen islamistas degollan y obligan a la gente a comportarse como ellos quieren”.
Ya en Tizi Uzú, encuentro habitación en un lujoso y hoy solitario hotel. Al verme llegar, se me acerca uno de esos pelmas que al principio te hacen gracia, pero que a los cinco minutos aborreces. Es un hombre de mediana edad con los ojos vidriosos por las cervezas que ha bebido. Dice que trabajó en Italia, e insiste en que baje a beber con él.
-Es posible –respondo, sin comprometerme.
Ya de noche, salgo del hotel con discreción para evitar que me vea. “¿Adónde va?”, me pregunta con cara de sorpresa el vigilante del párking. Le digo que a dar una vuelta, y él se extraña de que prefiera ir a pasear cuando puedo pagarme un buen alojamiento.
Un día más desde que llegué a Argelia, las calles han quedado vacías.
La música de una sala de fiestas me dirige hasta el restaurante que hay justo enfrente. Un hombre me invita a asomarme al balcón: desde allí se ve el salón donde se celebra un ágape nupcial.
-Es guapa, la novia –anuncia, sonriente, mi interlocutor, mientras contempla a una veintañera vestida de blanco.
-Sí, muy guapa.
-De lejos todas lo son, ¡ja, ja! -ríe con una malicia y una sinceridad nada árabes.
El hombre se llama Ghrous y en pocos minutos me toma confianza. Habla de Tizi Uzú, de las montañas que la rodean, de las cinco o seis civilizaciones que pasaron por aquí, del negocio propio, la casa y los tres coches que tiene, de que en las bodas se come baklan, un dulce a base de almendra y miel y, por supuesto, también de política. El gobierno actual no le gusta nada: él se siente argelino pero cabileño; se considera colonizado por los árabes del mismo modo que lo estuvo por los franceses; protesta porque se ha permitido el uso del bereber sólo para acallar a la gente y reivindica el autogobierno. Empleando una parábola, describe cómo tendría que ser su país: “Como una familia en la que los hijos, por la mañana, salen a buscarse la vida y, al caer la noche, todos ponen encima de la mesa lo que han conseguido. Argelia sería la mesa: viviríamos juntos alrededor de ella, pero cada uno haría su vida”.
No odia a los árabes, afirma, pero los bereberes estaban primero. Y la antigüedad concede derechos, claro. Por esta razón, pronostica, habrá otro levantamiento popular, volverá la violencia.
Ghrous se toma una pastilla contra el dolor de cabeza, me presenta a sus dos amigos y se va. Dentro de media hora tiene que llegar a un pueblo que está a treinta y cinco kilómetros. Mucho tendrá que correr su BMW para llegar a tiempo. Esta tarde, he tardado una hora y media para hacer un trayecto sólo un poco más largo. “Quédate con mis amigos –ordena al salir-. Cuando termine, volveré. Quiero seguir hablando contigo”.
Khian y Bahbouh son algo más jóvenes. Uno es delgado, de ojos claros, hace unos gestos afeminados y habla francés, inglés y alemán. El otro viste una camiseta del club de fútbol francés Auxerre y tiene la piel aún más clara que el primero.
También ambos son cabilistas convencidos. El de la camiseta del Auxerre habla de guerra con los árabes, y su amigo se lo reprocha. Añoran una época que no vivieron, los conocidos como dieciocho años dorados de Argelia, que es como se conoce el período que siguió a la independencia. Fueron tiempos de bonanza económica, de creer que las cosas irían bien por los siglos de los siglos. El gobierno invirtió en la industria pesada, siguiendo un modelo de crecimiento económico a la europea, pero la crisis lo arruinó todo, incluida la agricultura, que había sido la principal fuente de ingresos.
-Esa edad de oro es un mito –desmiente Khian-; se vivió de las rentas que habían dejado los franceses; ya no volverá.
-¿Y por qué no? Ya no estamos como en 1994, el país ha comenzado a renacer. La gente tiene esperanza -sueña Bahbouh- ¿No te parece, Gabriel?
Explico lo que he visto en Argelia y lo que vi en Marruecos; un país que vive casi aislado, sin apenas contacto con el exterior, frente a otro que, con todas las dificultades, trata de salir a flote; un país que fue frente a otro que trata de ser. Les digo que en algunos aspectos su vecino occidental está más desarrollado, y se sorprenden.
Su referente es Europa, por forma y nivel de vida pero también por la democracia. El educado de Khian querría viajar a España y, al imaginar que pretende emigrar, trato de desalentarle. Hay paro, la vida allí seguramente no es tan fácil como supone y luego está el racismo.
“¿Racismo? ¿Y en Andalucía también? Pero si somos iguales... Los españoles descendéis de los bereberes numidios, los primeros pobladores de la Cabilia ”, balbucea desconcertado. “Además, yo no pienso quedarme a vivir allí –añade, convencido, al ver que le malinterpreto-. Me gustaría conocer España, Francia e Italia, nada más. Estoy bien en mi país”.
-Y tú... ¿bebes alcohol? -me pregunta Khian en voz baja.
-Sí, pero con moderación; el alcohol es como la comida, que puede darte un empacho.
-¡Ja, ja, ja! -ríen.
Khian bebió whisky una vez, y en otras ocasiones ha probado la cerveza, pero le provocaron tal dolor de cabeza que decidió no volver a beber nunca más. Su amigo es tajante: “Si Alá prohibió el alcohol, por algo debía ser”.
El banquete de bodas ha concluido ya, y los dos amigos tienen que cenar. Intercambiamos direcciones y digo que saluden a Ghrous de mi parte.
De vuelta al hotel, descubro unas pintadas anónimas en unos muros. En una que ponía “Viva USA”, alguien ha borrado la patria de mister Bush y ha escrito Argelia, mientras que un tercero, con letras más grandes, ha añadido Cabilia. No lejos de allí, otro grafitero anónimo reivindica la libertad de expresión: “Podéis borrar nuestras pintadas, no nuestras ideas”.
-¿Ha dado ya su paseo? -me pregunta el vigilante del párking al verme de regreso.
-De hecho no –reconozco-, pero he conocido a gente muy interesante.
Muy buena tu pluma...
ResponEliminaMuy interesante e ilustrativo.
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