Gabriel Pernau

En bici por Marruecos, Argelia, Túnez, Egipto, Jordania, Israel, Palestina, Siria, Líbano y Turquía

EGIPTO. ¡Están locos!


EL CAIRO
¿Podéis imaginar lo que es llegar a las doce de la noche, solo y con una bicicleta, sin reserva de hotel y sin hablar árabe, al aeropuerto de una ciudad donde viven dieciocho millones de personas?
El avión de Egyptair ha ido perdiendo altura durante un buen rato y yo me he mantenido amorrado a la ventanilla. Todo lo que veía era el vacío, la oscuridad más absoluta. En un primer momento he pensado que estaba nublado, y que por eso la ciudad, que sin duda estaba ya a nuestros pies, se nos mostraba esquiva. Hemos seguido descendiendo, y cuando, con cierto resquemor, comenzaba a sospechar que nos habíamos pasado de largo, que El Cairo sufría un gran apagón eléctrico o que nos íbamos a estrellar, por fin millares de minúsculas chispas de luz han punteado la enorme desolación del desierto.
Ya hemos llegado, me he dicho.
Pero no. La nave ha proseguido su interminable caída hacia el abismo, y a medida que bajábamos, el asombro y el pánico se iban apoderando de mi.
Lo que ahora mismo nos rodea es impresionante. Jamás había visto nada igual. Quizá por inesperado, el recibimiento nocturno que la ciudad depara al visitante que llega desde el aire convierte en ridículos los superlativos más pomposos o a las mismísimas pirámides. Hay que verlo. En estos instantes, millares, qué digo, millones de lucecitas de color blanco o naranja inundan la noche hasta donde mi vista alcanza. Da lo mismo hacia dónde mires, a izquierda o a derecha del avión, por tu ventanilla o por las del otro costado: la megalópolis cairota centellea a los cuatro vientos hasta el horizonte como una descolocada cúpula celeste.
¿No querías una gran ciudad? Pues aquí la tienes, esperando tu llegada.
Las ruedas del avión contactan con el duro asfalto de la pista, el piloto echa el freno y una ola de aplausos y suspiros de alivio inunda la cabina.
Después, la locura.
Unos operarios nos conducen por el interior de un aeropuerto en obras hasta la terminal donde nos entregarán el equipaje. Pregunto por la bicicleta, y me indican que espere. Un hombre con camisa azul se me acerca y me ofrece sus servicios. Es agente turístico, asegura blandiendo una credencial. Puede conseguirme un taxi para ir al centro, reservarme un hotel o contratarme un tour para mañana: lo que quiera.

-¿Y la bicicleta? -pregunto al de los equipajes.
-Cinco minutos, promete.

En éstas que otro hombre me enseña, con discreción, una moneda de un euro. Quiere propina. Sonrisa de compromiso.
Transcurre un cuarto de hora y mi bicicleta por fin aparece. Voy para entregar un euro a mi salvador... “¡No, no!”, me frena una voz tajante a mi espalda. Es el agente turístico; por lo visto nos espían.
El hombre de la camisa azul me agarra por el brazo para que le siga, y se pone a andar a paso acelerado por el vestíbulo, sin darme tiempo a ver nada, y pese a que esta canción ya me la sé, le sigo hasta su pequeña y escondida oficina. El chino que venía en mi avión ha sido otra presa fácil, pero yo no estoy dispuesto a pagar una fortuna por algo que no lo vale.

-¿Taxi? –me preguntan.
-No.

-¿Hotel?
-No. Quiero ir al centro en autobús –protesto-. Seguro que lo hay. Si no me quieren decir dónde está, suéltenme y ya lo encontraré.

Me pongo a hinchar las ruedas, desoyendo tarifas que caen en picado, y cuando el agente se aviene a ser razonable, sólo entonces, le prometo ir a uno de sus hoteles.
Pero antes debe decirme dónde carajo está la parada de autobús.

-Aquí enfrente -reconoce, antes de entregarme una tarjeta del Hotel Ciao e insistir una y mil veces en que, sobre todo, no haga caso a nadie y vaya directo a su hotel.

Libre al fin, encuentro la parada, pero: ¡horror! No es que todos los indicativos, señales y carteles estén escritos en árabe. ¡Incluso los números están en la lengua de Mahoma! Con razón el policía de la aduana me ha dicho: “¿No habla árabe? Pues debería aprender”.
Me he excusado. Lamentaba de verdad no poder hablar su idioma. Hace unos meses, compré un manual con la ilusa intención de aprender lo mínimo para desenvolverme en una conversación coloquial, pero desistí al tercer día de iniciar mis estudios. Me sentí incapaz de aprender su gutural pronunciación, de leer de derecha a izquierda unas letras que era incapaz de distinguir y que, encima, se escriben de forma distinta según vayan al principio, en medio o a final de la palabra. Encima, mis progresos con la lengua han sido mínimos, después de pasar por el Magreb, puesto que casi siempre me he servido del francés. En árabe, sé decir poco más que hola, adiós, buenos días, gracias, por favor, señor, agua, comida, aceitunas, pan, hotel, pinchos, montañas, subidas o bicicleta.
¿Y cómo sé yo ahora cuál es mi autobús?

-¿Ramsis Street? -preguto en el interior de un vehículo donde varios pasajeros aguardan al conductor.
-Es aquel -responde un muchacho en inglés.

Voy hacia allí, y como no hay nadie, cargo la bici y tomo asiento.
La, la”, sacude la cabeza quien debe ser el conductor. Debo tomar un autocar de los grandes, me parece entender, esos que están allí atrás, los que tienen aire acondicionado, que no cuestan veinticinco piastras sino dos libras egipcias.
Un billete, pido. “La; itnin”. Vale, pues dos: uno para mí y el otro para la bici.
El chófer cierra las puertas e inicia una desenfrenada carrera por una autovía periférica, circulando con las luces apagadas y sin respetar el ancho del carril, esquivando taxis y carros que circulan en dirección prohibida y abriendo las puertas sobre la marcha para saludar a un amigo.
Desde luego que si quería diversión, esto es más divertido que Tünez. Estos egipcios están locos.
Entramos en la ciudad, y a pesar de lo intempestivo de la hora, las calles están atestadas de gente, en especial el sitio donde nos hemos detenido, una plaza junto a una estación de tren en la que confluyen varios viaductos, todo ello ocupado por centenares de personas, decenas de furgonetas taxi y una especie de mercadillo nocturno.

-Hemos llegado -anuncia el conductor.
-¡Qué! ¿Aquí tengo que bajarme yo? -rujo yo, estupefacto, apabullado, sintiendo que me echan a los leones.

Y sin tiempo a reaccionar, me encuentro abandonado por el autobusero y su vehículo, que se pierden entre el tráfico. Sólo uno de los pasajeros permanece a mi lado, un voluntarioso hombre con unas lentes del grosor de culos de botella que se ofrece a acompañarme.
Pero también él va un poco perdido. Pide ayuda y, tras preguntar aquí y allá, un señor con un móvil Nokia de última generación nos orienta. “¡Salam!”, saluda animoso al recibir una llamada, y cuando me dispongo a partir a la aventura, interrumpe la conversación: “¿Seguro que ha comprendido? Muy bien. ¿Cuántos días se va a quedar aquí? Estupendo. Este es mi número de teléfono. Llámeme si necesita algún servicio”.
Subo por el viaducto que me ha indicado, sigo una calle paralela a la vía del tren y a los dos kilómetros me veo perdido en la oscuridad y entre edificios ruinosos. “Te has pasado de largo”, me advierte un chico, que, para acabar de confundirme, me informa de que muchas calles tienen dos nombres, uno en un sentido, otro en el contrario. Y digo yo: ¿no podrían hacerlo más complicado?
Retrocedo, pregunto en un restaurante por el Hotel Ciao y no lo conocen. La tarjeta aclara dudas: “Ah... Funduk Giao”. Sí, está en la calle de atrás, me dicen. Y yo para allí, pero como no lo veo, antes de perderme de nuevo entre una multitud de carteles incomprensibles, regreso al local en demanda de ayuda y un hombre me conduce a pie hasta mi destino.
Entro en la recepción del hotel con una sensación de triunfo parecida a la que debían experimentar los emperadores al regresar a Roma después de conquistar las Galias. Por supuesto, ya me esperaban, y por supuesto también, el recepcionista habla inglés, que por algo Egipto fue colonia británica. “Yes, sir”.
Sir. Ese soy yo. Tendré que acostumbrarme a este trato los próximos días.

-¿Quiere un tour para mañana, sir? -pregunta minutos antes de que caiga, vencido, sobre mi cama. Lo que usted diga. Firmaría mi sentencia de muerte con tal de que me dejaran solo en mi habitación.

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