Gabriel Pernau

En bici por Marruecos, Argelia, Túnez, Egipto, Jordania, Israel, Palestina, Siria, Líbano y Turquía

LÍBANO. Un balcón sobre el mar


FRONTERA DE LÍBANO-BEIRUT, 55 km (bici)
Con un nuevo visado en el pasaporte, me lanzo cuesta abajo por unas largas rectas, y en un periquete llego al fondo del fértil valle de Bekáa. Los árboles de ribera son altos y frondosos, y cultivos de cereales, legumbres y frutales ocupan todo el suelo existente en una franja de terreno, prolongación natural de la gran brecha del Jordán y del Mar Muerto, que atraviesa el país de sur a norte.
Líbano es uno de los países con más densidad de población del planeta. En una superficie equivalente a Navarra viven, según los últimos y desfasados censos, más de tres millones y medio de personas, de modo que por todas partes ves pueblos, negocios y coches, a menudo conducidos por verdaderos energúmenos.
La sociedad es, con diferencia, la más laica de todo el viaje, y su diversidad religiosa, incluso mayor que en Siria. Aunque la convivencia es a menudo dificultosa, ningún colectivo ha conseguido, hasta ahora, imponerse sobre los demás.
En Barr Ilyas, todos los restaurantes están abiertos. Como ensalada con abundante cebolla, una picante sopa de judías negras y garbanzos y un bocadillo de pollo hecho con finísimo pan, junto a una joven pareja musulmana a quien el Ramadán parece traer sin cuidado.
Sin tiempo para hacer la digestión, comienza la prueba más dura del día. La subida al Monte Líbano es en tensión, por una ruta estrecha por la que los vehículos me pasan rozando. Los camiones van tan lentos que, al adelantarme uno, alargo el brazo y me agarro a la cadena que cuelga del volquete trasero de uno de ellos. El acompañante me da ánimos desde la ventanilla, hasta que el vehículo me cierra el paso en una curva y me tengo que soltar. Me duele la espalda, además, justo en el sitio donde el masajista de Damasco me clavó la rodilla.
Y la subida se alarga. El puerto no se encuentra a mil trescientos metros, como preveía, sino bastante más arriba. Llego arriba sin forzar, y el único espacio que encuentro para detenerme es el camino a un campamento militar por el que suben dos soldados cargados con un gran depósito de agua.
A partir de aquí, comienza un descenso de locura, lo nunca visto, algo excepcional. La carretera se precipita literalmente sobre el Mediterráneo. En veinticinco kilómetros pasaré de mil quinientos metros de altura al nivel del mar. La carretera se desploma por laderas con un desnivel vertiginoso, se retuerce como una serpiente en cerradas paellas de pavimento granulado antes de volver a caer en el abismo. Bajo aferrado al manillar, frenando sin cesar, adelantando a camiones y a convoyes militares que, para no quemar los frenos, circulan en primera velocidad.
La costa es visible ya. No aparece en el horizonte sino abajo, sólo levantando un poco la vista; tan pronunciada es la pendiente. La aridez de esta mañana no es ya más que un recuerdo lejano. Adiós a los yermos y a las montañas onduladas. Bienvenidas las crestas cortadas a cuchillo y los frondosos bosques de pinos. El cambio del paisaje es tan radical que, en lugar de los cien kilómetros que llevo recorridos desde que salí de Damasco, parece que haya hecho mil.
Los pueblos se suceden uno detrás del otro, en este empinado y verde balcón litoral. Aquí hay un templo con cúpulas plateadas que resulta ser una iglesia; allá un templo ultramoderno que acaba siendo una mezquita. Un aire húmedo impregna el ambiente. Pequeños cúmulos de algodón certifican la cercanía del mar.
Y aquí está, Beirut, la que en un tiempo fue llamada el París de Oriente Próximo, la ciudad en la que, en la primera mitad del siglo XX, abundaban los buenos hoteles y los cabarets, la vida fácil y despreocupada.
Però todo eso fue mucho antes que yo naciera. Para los que rondamos los cuarenta, Beirut era un sitio peligroso al que por nada del mundo había que ir. Durante quince años, su nombre se asoció a guerra y a bombas, a destrucción y barbarie. Los diarios e informativos de nuestra infancia y juventud no hablaban de otra cosa que de la guerra civil de Líbano. Se referían al conflicto que protagonizaban los drusos, la milicia cristiana, Hezbollah y los falangistas, algo muy complejo que jamás llegamos a comprender.
Todavía hoy, los hechos que desencadenaron el conflicto resultan de lo más enmarañado. Contado de forma simple, se podría decir que la accidentada orografía del país favoreció el asentamiento, a lo largo de los siglos, de minorías cristianas y grupos musulmanes disidentes; que en 1975 se declararon unas hostilidades que se prolongaron hasta 1990, cuando, sin previo aviso, estalló una paz precaria.
En la actualidad, Líbano es un satélite de Siria. El gobierno de Damasco nunca ha aceptado la pérdida del territorio que fue su salida natural al mar. Sucedió a mediados del siglo XIX, cuando el enfrentamiento entre drusos y maronitas, las comunidades históricas, propició la intervención de Francia y la creación de una región autónoma. Con la llamada Wilaya del Monte Líbano se pretendía salvaguardar la subsistencia de los cristianos, en parte descendientes de los cruzados francos.
El aislamiento de Damasco se incrementó en 1920, cuando, desaparecido el imperio otomano, el gobierno de París se hizo cargo también de las ciudades costeras.
Líbano se desarrolló de forma extraordinaria, en ese periodo. Gracias a un sistema liberal desconocido en la zona, los libaneses pudieron explotar el espíritu emprendedor que habían heredado de sus antepasados, los fenicios de Tiro, Sidón, Berytos, Byblos y Trípoli. Para evitar disputas interreligiosas, en 1943, se firmó un pacto nacional que establecía el reparto del poder político entre todos los grupos. Acuerdo que se sostuvo hasta 1971, año de la llegada de los guerrilleros palestinos expulsados de Jordania.
Esperaba reconocer Beirut en cuanto llegara. Creí que encontraría sus calles plagadas de cascotes, recuerdos de aquellas imágenes televisivas en blanco y negro, pero todo lo que queda de la guerra son algunas casas hundidas y fachadas con impactos de bala.
Después de más de una década de paz, la ciudad rebosa de un optimismo multicolor. En su empeño por volver a ser, se ha vestido con rascacielos de cristal, edificios restaurados y puertos deportivos, joyas de lujo y clubes nocturnos, Ermenegildo Zegna y BMW, tiendas chic y McDonald’s.
El modesto Hotel Glayeul ya no existe. Este establecimiento económico situado en primera línea de mar, junto a la mismísima Corniche, hace ya tiempo que cerró. Me lo dice el dueño de una frutería que pronto seguirá el mismo camino. El progreso no admite excepciones. El edificio robaba un trozo de vista al rutilante hotel Palm Beach que han construido justo enfrente.
Jamal, en cambio, sigue adelante con su negocio. La Pension Hotel Valerie ocupa la tercera planta en un bloque de pisos donde hay cinco locales parecidos.
“Bienvenido, señor  Gabriel. Siéntese, por favor. ¿Quiere usted un té?”, me pregunta en un castellano aprendido en los ratos libres con la ayuda de un manual editado hace treinta años.
Hombre expansivo y afectuoso, Jamal ríe sin cesar. “¿Diga, señor?”, responde en español cuando suena el teléfono. “¡Ja, ja, ja!”.
El ambiente es distendido, en la salita del hotel Valerie. Los inquilinos salen de la habitación en camiseta y se tumban en los sofás, comparten cigarrillos y comida. Todo el mundo se conoce, y los que acabamos de llegar pronto nos contagiamos de tanta calidez.
Una chica rellenita y que mide metro ochenta, con el pelo rubio teñido, se interesa por el recién llegado. Sólo habla árabe. “Dice que quiere ser amiga tuya –comenta un hombre-; bueno, de hecho es amiga de todo el mundo. ¡Ja, ja, ja, ja!”.
Hay cristianos y musulmanes, en la habitación, y todos comen a pesar de que no son más que las cuatro y media de la tarde. ¿El Ramadán? “Es una opción personal. Aquí todo el mundo tiene su religión, y la practica o no según le viene en gana”, razona Jamal, que se siente orgulloso de ser libanés y del aire de libertad que se respira en su país. “¡Pues claro que somos distintos de los sirios! –se exclama-, pero siempre sufrimos injerencias externas, de Siria, de Israel o de Hezbollah. Nuestro país es pequeño, y tenemos que ser diplomáticos, hacer mucha política para evitar problemas”.
Su amigo Ahmed es sirio, uno de los setecientos mil que hay en el país. Vino para ganar más dinero, algo que por ahora consigue vigilando un aparcamiento, pero también para sentirse libre. “Aquí puedo hacer lo que quiero, sin presión”, asegura.
Líbano es distinto a todos los países árabes que he conocido. Existe libertad de prensa e incluso bares de homosexuales, cosas inauditas en su entorno, pero también prostitutas rusas y empleadas domésticas filipinas y tailandesas que sirven a familias burguesas en régimen de semi-esclavitud.
A escasos metros del hotel, familias enteras entran en el hall de un edificio moderno, y yo me voy tras ellos. Esperaba encontrar un complejo multicines o un centro comercial, pero de golpe me veo rodeado de libros. Se dice que, en el mundo árabe, se escribe en El Cairo, se edita en Beirut y se lee en Bagdad. Sin saberlo, estoy en la Feria del Libro de la capital libanesa.
Decenas de editoriales presentan estos días su producción. La mayoría de títulos están escritos en la lengua de Mahoma. Hay libros divulgativos e infantiles, los viajes de Alí Bey editados en inglés, obras de Paulo Coelho –el único autor occidental representado- y numerosas cubiertas con imágenes de Sadam Hussein, Bin Laden, George W. Bush y las torres gemelas de Nueva York.
La feria difiere poco de las que se celebran en cualquier país occidental. Centenares de lectores pasean entre los estands mientras escritores de éxito firman ejemplares y una cincuentena de personas asisten a una conferencia.
Junto a la salida, un atril sostiene un ejemplar de Mémoire de Beyrouth, en el que grandes fotografías ilustran la espectacular transformación que ha experimentado la ciudad. Las páginas pares muestran la desolación de la guerra, fachadas derrumbadas, balcones hundidos, gente deprimida, polvo, alambradas y jardines devorados por las malas hierbas; en las impares, lucen edificios llenos de flores y niños sanos, las caras del nuevo Beirut que levanta la cabeza.
A las diez de la noche, la Corniche, el inevitable y resplandeciente paseo marítimo, está en ebullición. Hay niños que lanzan estruendosos petardos, chicos engominados que salen del Hard Rock Cafe, muchachos al volante de deslumbrantes automóviles con la música a todo volumen, parejas que pasean cogidas de la mano, ciclistas que van pegando tumbos entre la multitud y familias recién salidas de la patisserie. A las puertas de la selecta pizzería Splendido, hombres vestidos de etiqueta besan la mano, a pie de limusina, a elegantes damas vestidas de noche.
Beirut. Quién te ha visto –aunque sea por televisión- y quién te ve. Sin apenas conocerte, me pareces abierta y diversa. Tus ciudadanos son amnésicos voluntarios que olvidan en aras de un presente mejor. Podrías ser un ejemplo de convivencia para todos los beiruts cercanos que siguen abrasados por las llamas.
No te tuerzas.

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