Hace ya un buen rato que el ferry Ciudad de Palma ha puesto rumbo sur. Tánger apenas se distingue tras la cegadora luminosidad de un sol todavía estival reflejado en unas aguas encalmadas. Este mediodía de un 28 de septiembre, no hay rastro del huracanado viento de levante que azota estos mares tras el paso de las borrascas ni del casi tan temible oleaje de poniente. A toda máquina surcamos las plácidas aguas del Estrecho. El transbordador pasa junto a pequeñas barcas, y los pescadores permanecen ajenos por completo al intenso tráfico marítimo que de forma incesante navega por la zona, unos enfilando la proa hacia el Mediterráneo, otros, rumbo al océano.
Ahora sí, el viaje que he estado preparando los últimos meses está a punto de comenzar. Una especie de runrún me revuelve el estómago.
Me he propuesto una meta difícil, quizá demasiado. Las próximas semanas tendré que lidiar con infinidad de trabas burocráticas. Por lo pronto, la frontera entre Marruecos y Argelia permanece cerrada desde hace diez años. Luego, una vez consiga llegar a ese país, me adentraré en un territorio devastado por una década de enfrentamiento civil que ha causado ciento cincuenta mil muertos. En Túnez las cosas tendrían que ser más fáciles para así darme tiempo a encontrar una fórmula para entrar en Libia, porque carezco de visado para visitar tierras de Gadafi. De nada sirvieron más de un mes de intensas gestiones en la embajada en Madrid y de contactos infructuosos con varias agencias de viaje. Ignoro por completo qué haré en el muy probable caso de que me denieguen la entrada.
En Oriente Próximo voy a encontrar otros inconvenientes. La hostilidad mutua entre Israel y sus vecinos árabes me obligará a alejarme del Mediterráneo y dar un gran rodeo. Y no sólo eso: si la policía israelí sella mi pasaporte, ¡tururú!, ya puedo despedirme de visitar Siria y Líbano, porque ninguno de los dos países reconoce al estado hebreo.
Patrick escucha mis reflexiones es voz alta. Él también es aficionado al cicloturismo. Con su novia Gina ha pedaleado desde su Basilea natal hasta Barcelona, y como la muchacha ha tenido que volver a Suiza antes, él ha decidido alargar sus vacaciones y bajarse a Marruecos en solitario.
Hace ya horas que comparto mi destino con el suyo. Vinimos desde Barcelona en el mismo autobús. El viaje, de veintiuna horas, ha sido una paliza, parando cuatro o cinco veces, con el tiempo justo para hacer un pis, comer algo y estirar las piernas. Y vuelta al vehículo de la compañía Alsa, siempre con rumbo sur en pos de una parada final en Algeciras que se nos resistía.
Los únicos europeos a bordo éramos Patrick, yo y los dos conductores, dos cordobeses muy flamencos que hablaban a gritos –entre ellos y con los pasajeros-, y que en lugar de ponernos películas en el video nos alegraban los oídos con interminables cintas de cante jondo.
El resto de ocupantes eran todos marroquíes, y por cierto, bastante más silenciosos. A la hora de la salida, todos eran –éramos- extraños, pero al cabo de cinco horas formábamos ya una pequeña comunidad subida en el mismo carro: todos nos balanceábamos al compás de las mismas curvas, todos nos molestábamos con el ronquido del chico de las gafas oscuras que se sentaba detrás y todos teníamos más o menos las mismas necesidades. Y así, cuando te descalzas para estar más cómodo, descubres que el niño que tienes delante quiere jugar contigo, que las dos mujeres que al principio comían de forma disimulada al cabo de un rato invitaban a otros pasajeros o se enseñaban las fotos de los hijos. Cuando esto sucede, bien puedes decir que ya no viajas con desconocidos.
-¿Vas a Marruecos? -me preguntaba con interés una mujer de mediana edad-. Yo soy de Assilah; si pasas por allí te puedo alquilar una habitación en la medina por diez euros.
Agradecí el ofrecimiento, pero le dije que de Tánger saldría directo hacia Melilla.
-Ah, bueno –dijo, y al momento me dio la espalda.
Claro que eso era dentro del autobús. En cuanto nos bajábamos e íbamos al bar, surgían de nuevo las diferencias. A mí se me trataba en voz baja y con educación, mientras que a los magrebíes les hablaban a gritos –“¡eh, tú!”- y les conminaban a pagar los cafés por adelantado.
A las ocho de la tarde llegamos a Valencia. En la estación de autobuses nos aguardaban hombres con chilaba y mujeres de tez oscura vestidas con largas y finas telas de colores. Los cordobeses se pusieron a gritar al ver los enormes fardos que acarreaban. Gritaban a dos palmos de la cara de un hombre mayor de fina barba que no entendía qué tenía que hacer con las bicicletas viejas que quería cargar; se gritaban el uno al otro de forma estridente –“¡Manolo, te he dicho que las cargues en el maletero de la derecha!”-; y gritaban a la pareja de jóvenes australianos que aguardaban, atónitos, mientras contemplaban una escena que, con certeza, les parecía de lo más pintoresco.
-¡Australianos! -rugió Manolo al conocer la nacionalidad de los nuevos pasajeros.
-Sí, –balbuceó la chica, una muchacha rubia y de metro ochenta instantes después de sobreponerse de un espanto que la hizo retroceder medio metro.
-¡Pero qué hacéis aquí! –volvió a la carga Manolo sin esperar respuesta mientras radiografiaba sin disimulo a la australiana de la camiseta ajustada-. ¿Sabes lo que tenemos que hacer tú y yo? Hacemos que éste, tu novio, se vaya, y nosotros nos quedamos aquí, juntos, ¿oquéi?”.
La pareja asintió sonriente, sabedores de que les estaban gastando una broma que estaban muy lejos de comprender. Y acto seguido australianos, cordobeses, marroquíes y compañía subimos al autocar y nos largamos.
Llegamos a Málaga de madrugada y con el autocar casi lleno. Subió un pasajero y uno de los conductores le indicó que se sentara a mi lado. Estaba enojado. Aún medio dormido, escuché paciente su monólogo: “Que no puede ser, hombre. Que este servicio está cada vez peor. Que ya está bien que te cobren quince euros por exceso de equipaje para viajar a Casablanca”.
Callé para no encenderlo más, pero tenía razón. El vehículo era lento, la tapicería de los asientos estaba raída, en algunas paradas se nos impidió bajar e incluso autocares que hacían trayectos regionales estaban mejor equipados que el nuestro, que cubría la línea Girona-Casablanca, de mil quinientos kilómetros.
Y aquí estamos ahora después de tanto ajetreo, aún con los huesos desencajados, a punto de encarar la bocana del puerto de Tánger.
-¿Sabes? -le confieso a Patrick-. Creo que el viaje que me he propuesto es demasiado complicado. Es muy probable que no consiga llegar a Estambul.
Patrick me mira muy serio, y, con la confianza que da haber pasado casi todo un día encerrados en el mismo vehículo, me suelta: “Estoy seguro de que lo conseguirás”.
Omito preguntarle en qué se basa para hacer una afirmación tan rotunda. De hecho, tampoco buscaba respuesta a un interrogante que sólo el camino me puede dar. Pero sus palabras me tranquilizan.
Iniciar un viaje en una ciudad cargada de historia tiene un inconveniente, y es que uno llega aún poco preparado para según qué excesos. Voy pensando más en la ruta que me espera los próximos días antes que en la vieja urbe que me acoge nada más pisar suelo africano. Tánger es, para mí, nada más que un punto de partida. Y tiene tanto que ofrecer…
Podría haber comenzado en Ceuta, Alhucemas, Melilla o Nador, pero mi punto de arranque a la fuerza tenía que ser este pequeño punto situado entre los cabos Almina y Espartel. Por razones históricas, puesto que de aquí partieron tanto Ali Bey, hace justo doscientos años, como Ibn Battuta, que era tangerino y de cuyo nacimiento se cumple el séptimo centenario en el momento de escribir estas líneas.
Pero hay también razones geográficas y de carácter simbólico para mi elección. Tánger conserva ese aire mestizo común a la práctica totalidad de ciudades mediterráneas. Como todas las grandes aglomeraciones urbanas con historia que comparten este mar, casi todo lo que tiene se lo debe al puerto. Una ciudad con puerto era una ciudad abierta al mundo, a intercambios culturales, comerciales y humanos. Aquí dejaron su huella fenicios, romanos y vándalos, franceses y portugueses, italianos y españoles, marinos, mercaderes y militares.
Pero este enclave africano tiene algo único. Es su proximidad a Europa. Una cercanía relativa, según Alí Bey, que en 1803 expresaba lo separados que llegaban a estar los dos continentes justo en el punto donde menos distancia les separa. Al cruzar el estrecho, confesaba, sentía haber tocado, en una sola mañana, “los dos extremos de la civilización”, como si “veinte siglos” separasen las dos orillas de tan angosto canal: “La sensación que experimenta el hombre que por primera vez hace esta corta travesía no puede compararse sino al efecto de un sueño. Pasando en tan breve espacio de tiempo a un mundo absolutamente nuevo, y sin la más remota semejanza con el que acaba de dejar, se halla como transportado a otro planeta”.
Yo apenas voy a estar aquí unas horas, y me propongo aprovechar el tiempo. Tengo dos cosas que hacer, esta tarde de domingo. Me apetece comenzar mi viaje allí donde, desde 1368, descansa Ibn Battuta, el Marco Polo árabe. Será mi pequeño homenaje a uno de los más grandes viajeros de todos los tiempos y a uno de los máximos representantes de los rihla, los relatos de viajes del mundo árabe.
Pero la pregunta del millón es, ¿dónde está enterrado Ibn Battuta? Pocos lo saben. El recepcionista del hotel quiere mandarme al aeropuerto.
-¿Al aeropuerto? –me sorprendo.
-Sí, al aeropuerto Ibn Battuta.
-Quiero ver su tumba, el lugar donde está enterrado -le interrumpo.
-Ah, connais pas…
Yo tampoco lo sé.
Pregunto por la calle, a dos o tres personas, y nadie sabe nada, ni quién es ni dónde está. En esta librería quizá puedan darme alguna pista, me digo, y, en efecto, un hombre vestido a la occidental me da indicaciones precisas en castellano. Y hacia allí voy, al gran zoco. Me dispongo a entrar al recinto amurallado y un policía displicente me dice que no, que por allí no voy bien, que siga por la calle ancha uno o dos kilómetros y que vuelva a preguntar. No lo veo claro, pero obedezco.
-¡Uy!, está muy lejos –me desalienta otro agente quince minutos más tarde-. El aeropuerto está a más de diez kilómetros. Tendrá que tomar un taxi.
-No voy al aeropuerto. Busco la tumba de alguien que murió hace mucho tiempo.
-¿Ibn Battuta? ¿Una persona muerta? ¿Buscas el cementerio árabe, el cementerio cristiano, el judío? ¿Ese señor era español, italiano, francés, inglés?
De vuelta a la medina, doy con alguien que sabe lo que busco. El dueño de una joyería con más oro que el sepulcro de Tutankamon me señala la calle empinada por la que debo subir.
Al momento me abordan dos falsos guías, uno de ellos mudo. Me los quito de encima como puedo, pero enseguida el mudo vuelve a estar sobre mis pasos. Vencido, le digo adonde quiero ir, y le sigo hasta el Cafe Colon. Ya llegamos, indica, así que le doy diez dirhams por los servicios prestados y entro en un bar a comer algo.
-¿De dónde eres, amigo? –pregunta el chico que atiende el local, que acto seguido quiere saber de dónde vengo y adónde voy.
Lamenta que me marche mañana, con la cantidad de cosas que hay por ver en su ciudad, entre mezquitas, palacios y universidades. “Incluso tenemos una catedral”, presume. Se olvida de otros atractivos, como la antigua embajada de Estados Unidos, la primera legación del país americano en el extranjero. Se abrió en 1821 en justo reconocimiento a otro hecho histórico: Marruecos fue el primer estado que reconoció la independencia del país fundado por George Washington, ya en 1777.
Tras comer, llego a la tumba de Ibn Battuta. El niño que me ha acompañado desde el bar señala con el dedo un pequeño edificio cuadrado con el exterior recubierto de azulejos de color marrón y rodeado de casas humildes. El sitio es algo decepcionante. Y encima está cerrado. Por lo menos tiene el atractivo de la autenticidad, que no es poco en tiempos de paredes de pladur y tetas de silicona. El interior es tan diminuto que, por lo visto, en él caben sólo tres o cuatro personas en posición de rezo: “En un lado está la tumba con una lápida sencilla y sin pretensión alguna. Un guardián muy viejo te ofrece agua y lee en tu honor unos párrafos de un libro sin pastas y con las hojas comidas en márgenes y esquinas: hay algo de ritual devoto, de adoración idólatra, en sus palabras, en su veneración por el autor de aquellas páginas”. Lo cuentan los arabistas Serafín Fanjul y Federico Arbós, en la introducción a la versión en lengua castellana del libro de Ibn Battuta.
Visto lo que había que ver, me dispongo a realizar la segunda gran tarea del día: ir al barbero. Hace casi un mes que necesito un corte de pelo, pero lo aplacé hasta que llegara a Marruecos. Qué quieres que te diga; uno es así. Recuerdas ese corte de pelo-masaje que te dieron en Turquía hace siete años, disfrutas recordando lo a gustillo que estuviste esos cuarenta y cinco minutos en una barbería de Trabzon, medio adormilado, y ya te crees que en todo el mundo musulmán será igual. Y no. No es lo mismo. Tú dices que lo quieres así, bien cortito, pero no hay forma. Cortan un poco, te peinan con toupé estilo John Travolta en Fiebre del sábado noche, te rocían la cabeza con litros de agua de colonia y te dicen que ya está. “Oiga, por favor: lo quiero algo más corto”. Amparado por una gran bandera del Real Madrid, el joven barbero vuelve a coger las tijeras, hace un simulacro de cortar un poco más y de forma definitiva te anuncia que, ahora sí, ya está –“maintenant c’est joli”-, que ahora sí ha quedado bonito. A ver quién eres tú para decirle cómo tiene que hacer su trabajo.
Desisto. Pago mis cincuenta dirhams, y yo y mi toupé salimos a dar una vuelta.
Deambulo por la ciudad sin rumbo fijo y sin nada concreto que hacer, esquivando a grupos de españoles que se han bajado al moro para un día de compras. Me entretengo buscando rastros de la presencia española en esta orilla de Africa, que son unos cuantos. Hay institutos Cervantes o Severo Ochoa, centros culturales, anuncios de la todavía existente marca Café Carrión –“la qualité chez vous”- o el ruinoso Teatro Cervantes, edificado en 1913, frente al cual dos muchachos descalzos y vestidos con harapos remueven bolsas de basura.
Tánger fue ciudad internacional desde 1923 hasta mediados de los años cincuenta, cuando Marruecos obtuvo la independencia de España y Francia. El escritor norteamericano Paul Bowles, que residió aquí durante décadas, fue el último de una larga lista de artistas procedentes de todo el mundo que por periodos más o menos largos o de forma definitiva hicieron de esta ciudad que no pertenecía a nadie, porque en realidad pertenecía a todos, su patria. En este enclave entre Europa y Africa, bañado por el Mediterráneo y el Atlántico, se instalaron Pasolini, Samuel Beckett, Jean Genet, Tennessee Williams, Delacroix, Matisse o magnates como Forbes.
Queda poco de esa internacionalidad romántica. Sí, quizá te cruces con un par de ancianos judíos marroquíes, de los pocos que renunciaron a marcharse a Israel cuando la creación de la patria hebrea, en 1948, pero son los menos. A Tánger siguen llegando personas, mercancías y dinero procedentes de tierras lejanas. Pero no son estrellas de renombre las que ahora vienen, sino los miles de emigrantes que cada verano cruzan Europa en coches renqueantes cargados hasta el techo. En sentido inverso, procedentes del sur, a la ciudad arriban centenares de hombres y mujeres desesperados que anhelan emprender, ellos también, el camino de la esperanza. Hoy, el grueso del dinero tangerino ya no procede del comercio, sino de las remesas que estos marroquíes de Europa mandan con regularidad a sus casas y del tolerado tráfico de drogas y vidas humanas.
Algunos occidentales nostálgicos –como el hombre totalmente vestido de blanco con el que me he cruzado hace unos minutos- acuden todavía a Tánger atraídos por ese pasado, pero encuentran poco más que decadencia y viejas mansiones devoradas por las malas hierbas, artesanos que sintonizan Carrusel Deportivo y bares repletos de hombres embobados ante pantallas llenas de gran hermano y hoteles Glam.
Salgo de la medina por la plaza 9 de abril de 1947 y me dirijo a la llamada Terraza de los Perezosos. Como el resto de Tánger, se eleva unos cincuenta metros sobre el nivel del mar, pero sólo en este punto su salina y azul presencia se hace tan manifiesta. Es un mirador formidable, el sitio más bello de la ciudad. En días claros como hoy, centenares de tangerinos, marroquíes y turistas vienen al atardecer a disfrutar del espectáculo que ofrecen el estrecho de Gibraltar, el incesante tráfico de navíos que lo cruzan y la costa peninsular.
Me apetece sentarme en algún sitio, aunque sólo sea apoyarme, pero está imposible, lleno de hombres de todas las edades, reunidos en grupos los más, solitarios y expectantes, como si aguardaran algo, otros. Me han advertido de la presencia de carteristas, pero también hay personas que te ofrecen hachís, jóvenes que te invitan a fumar kif, vendedores de pipas o de cacahuetes, limpiabotas profesionales y fotógrafos que te quieren retratar con Europa como telón de fondo. Algunas familias se dejan fotografiar, y yo supongo que para la mayoría de ellas será la imagen más cercana que lleguen a tener nunca de la tierra prometida. Hacia allí apuntan unos enormes cañones fundidos en Barcelona en 1790, hacia ese Al Andalus perdido por el Islam hace más de cinco siglos pero aún conservado, a pesar del tiempo transcurrido, en el imaginario colectivo musulmán. Un territorio en el que permanecieron cerca de ocho siglos y que muchos árabes consideran que les pertenece, como evocaba el mismísimo Bin Laden en su primera aparición pública tras los atentados del 11 de septiembre.
Busco una inexistente silla libre en el Café El Mirador, pero los numerosos hombres que fuman y beben café o té no parecen tener ninguna intención de moverse en las próximas doce o catorce horas.
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