TIZI UZÚ-AZAZGA-BEJAIA, 38 km (minibús), 93 km (bici)
Azul. Es la única palabra del idioma tamazight que conozco. Me la enseñaron anoche. Azul es el color con el que el cielo me recibe este nuevo día, y “azul” es la forma con la que los bereberes se dan los buenos días. ¡Azul!, se dicen los dos amigos que se encuentran por la calle; ¡azul!, da la bienvenida la madre al hijo que vuelve de la escuela; ¡azul!, pronuncia un hombre al entrar en una atiborrada tienda de alimentos. Azul; es una bonita forma de saludarse.
En cuanto al azul del mar, tardaré unas horas en volverlo a ver. Mi camino pasa hoy por el interior. El mapa señala tres pequeños puertos de montaña, y, para acortar camino, decido hacer un tramo en autobús.
En el acceso a la Gare Routière de Tizi Uzú, un guardia revuelve en el interior de las alforjas en busca de lo que no llevo. Me pregunto si la carretera hasta Bejaia será peligrosa. “No tema –me tranquiliza el conductor del minibús que me llevará a Azazga-; yo jamás he tenido ningún problema. Si acaso pasa algo, es en carreteras de segundo orden y en las pistas de montaña. En las nacionales hay muchos controles”. Le comento un incidente del que he oído hablar, algo que sucedió hace una semana relacionado con un grupo terrorista que vivía en las montañas con sus familias. Alguien dijo que el ejército los rodeó y los mató a todos, pero el hombre corrige: sólo los detuvieron.
-¿Para qué quieren la autonomía, los cabileños, para ser más ricos? -abordo al autobusero.
-Bueno, un poco más sí –responde sin ofenderse-, pero sobre todo para gobernarnos nosotros mismos.
Tenían razón Khian y Bahbouh cuando decían que en la Cabilia el Islam se vive con menos rigor que en otras zonas. En la estación veo a mujeres, casi todas sin pañuelo, que gesticulan, hablan en voz alta, ríen o se enfadan. Se sientan donde les da la gana, solas, al lado de otra mujer o de un hombre, y algunas se visten de forma provocativa.
En la franja costera entre Burmedés y Dellys es distinto. La zona es árabe y islamista, decían los dos amigos a modo de aviso, pero en las montañas nadie obliga a nada. Los cabileños viven y dejan vivir. Como ejemplo contaron que reside entre ellos una minoría cristiana, descendiente de las familias que convirtieron los frailes blancos franceses.
El vehículo remonta un valle ancho y parece que próspero. Cada vez que llegamos a un control policial, el autobús aminora la marcha sin llegar a detenerse. Los militares llevan chaleco antibalas, y siempre hay junto a ellos una tanqueta blindada. La primera vez que llegas un control te pones en estado de alerta, temiendo que haya pasado algo o que vayas a ser objeto de un registro minucioso. Pero al día siguiente, cuando ya has superado una decena, te das cuenta de que forman parte del paisaje como los árboles.
Sólo ayer tuve un sobresalto. Pasaba junto a un cuartel militar y un joven centinela me sorprendió curioseando en el interior. Me dio el alto, me pidió el pasaporte y se fue hacia adentro con él. A los cinco minutos salió el oficial de guardia, muy sonriente, me devolvió la documentación y me contó que había visitado Elche durante su luna de miel. Y después de regalarme una Pepsi de medio litro me dejó seguir.
A partir de Azazga, me toca pedalear. Afronto las colapsadas subidas que hay a la salida del pueblo algo asustado. Temo que se repita el conato de asalto que sufrí en la costa marroquí, salvo que esta vez no sean dos pobres desgraciados los que se abalancen sobre mí, sino una banda de islamistas.
Pero mis temores pronto desaparecen. El tráfico es escaso y, tras una prolongada subida, la carretera me lleva a través de bosques de alcornoques y robles. De las laderas de las montañas bajan arroyos esquivando inmensas rocas recubiertas de musgo. El aire de montaña, limpio y fresco, oxigena hasta la última célula de mi cuerpo.
El verdor norteafricano sorprende al viajero, por más que haya leído de su existencia. ¡Quien se esperaría encontrar algo tan distinto de Marruecos e incluso de la costa balear y peninsular! ¡Y quién imaginaría que, durante la guerra de independencia, los franceses lanzaran bombas de nápalm sobre este precioso lugar!
En estos bosques viven hienas, jabalís, puerco espines, gatos monteses, chacales, mangostas, comadrejas, zorros y también animales como los que se mueven delante mío, junto al guardarraíl. Son monos, dos crías de macacos de Berbería, como los de Gibraltar. Hago sonar el timbre de la bicicleta –¡clinclín, clinclín!- y los animales huyen asustados.
De repente oigo un estrépito enorme sobre mi cabeza: un mono adulto, imagino que la madre, salta sobre las ramas como una loca, chillando, y una lluvia de hojas y piñas cae, en venganza, sobre mí.
Sobre los mil metros de altura, los prados sustituyen a los bosques, y, después de superar dos collados, me detengo en una pequeña tienda.
-¿Cómo se llama el pueblo? -pregunto a unos hombres que toman el fresco.
-Cuadragésimo segundo
-Perdón. ¿Cómo ha dicho?
-Sí; cuadragésimo segundo -repite el de más edad, impasible-. Era el nombre del acuartelamiento que los franceses instalaron aquí.
-¿Y a ustedes les gusta este nombre?
-Psé. Es así como se llama -comenta con desgana.
Me sorprende que, de cuatro personas, sólo una recuerde cómo se llamaba el sitio donde han nacido y donde seguramente morirán. Deben ser árabes a los que se obligó a vivir aquí. Sólo así me explico este desapego a la tierra.
Diez kilómetros más abajo, en Adekar, me detengo a comer en un restaurante bereber. En la puerta de la cocina hay dibujado uno de sus signos de identidad. Es la letra zeta del alfabeto tamazigh. Recuerda al dibujo infantil de una lagartija y la encuentras en sitios inverosímiles, en los árboles, en los coches, en las paredes de las casas o sobre el asfalto. Se escribe como dos claves de hátor puestas una encima de la otra, con las puntas encaradas arriba y abajo y atravesadas en vertical por una línea.
A partir de Adekar, me quedan unas últimas subidas, un descenso esquivando baches y, ya en la cuenca del río Suman, carretera llana y recta entre dos interminables hileras de plátanos.
Y por fin Bejaia, una ciudad que vive del turismo y de la industria petroquímica. Bahbouh, que nació aquí, me avanzó que es un lugar precioso, pero la primera impresión es desalentadora. Y estoy cansado. Me instalo en el primer hotel que encuentro, junto a un edificio oficial en el que han puesto carteles en árabe y bereber, y, casi sin aliento, salgo de inspección. Recorro una calle comercial llena de joyerías con un dulce de chocolate en la mano, y, al tercer mordisco, me encuentro en un sitio sin ningún interés.
Siguiendo a unas mujeres que parecen saber adonde van, llego a una plazoleta con cafés llenos de animación, con concurridas partidas de cartas en las terrazas y de backgammon en el interior. Compro dos dulces más en una calle peatonal, sigo hacia abajo y... esto ya es otra cosa. A mi derecha está el coqueto hotel L’Étoile, con vistas a una plaza adornada con viejas farolas de hierro. Estoy en una especie de mirador natural, unos cincuentra metros por encima del puerto. Apoyados en una valla, un grupo de personas contempla un crepúsculo que sería para enmarcarlo. Ante mí está el golfo de Bejaia, y tras él, a unos pocos kilómetros, unas montañas escarpadas, de hasta dos mil metros de altura que caen, verticales, sobre la costa. Son las cimas de la Pequeña Cabilia , al pie de las cuales pasaré mañana.
El sol va a ponerse, y yo me quedo allí, embobado, disfrutando de un momento único. Podría lamentar no haber sido más previsor y llevar un carrete fotográfico de repuesto. Podría maldecirme por no haber sido algo más testarudo y buscar el hotel L’Étoile hasta dar con él. Pero, ¿qué más da?
Bahbouh tenía razón. Bejaia, su ciudad, bien vale un par de lamentos.
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