BANIYÁS-QASTL MAAF, 96 km . (bici)
He tenido un buen susto, esta madrugada. Las llamadas del almuédano a oración desde una mezquita cercana han retumbado en las paredes de mi habitación con tal intensidad que, por un momento, he temido que fuera a caerme de la cama.
Abandono Baniyás temprano, con el asfalto todavía húmedo a causa de un chaparrón nocturno. Los campos huelen a hierba fresca y a fruta. Los árboles rebosan naranjas, mandarinas y pomelos y las carreteras están plagadas de triciclos de fabricación soviética a los que sus propietarios han montado exagerados radiadores Mercedes. En los cruces, vehículos y agricultores esperan los camiones que llevarán la mercancía a la ciudad.
Los pueblos se suceden uno detrás de otro y numerosas carreteras –hasta nueve cuento en cincuenta kilómetros- conducen a los pies de la cordillera as-Nusariya. Tras ella están la ciudad de Hama, la Epifanía bizantina, y el río Orontes, cuyas aguas todavía mueven norias de hasta veinte metros construidas hace más de mil años.
Más cosas que no veremos.
Sin separarme de la costa, la ruta pasa bajo la autopista, y allí a la sombra, bajo el incesante cloc-cloc de los automóviles, un chico ha montado una barraca donde vende café y té a los conductores.
Massa es extrovertido y jovial. Vestido con un chándal descolorido y zuecos, me invita a sentarme en el interior de la humilde cabaña donde vive, me pone una bebida caliente en las manos y me enseña con orgullo su hogar. Es un espacio de seis metros cuadrados medio ocupado por un camastro. De una pared cuelga una bolsa de lona con algo de ropa; de un clavo, una camisa y un pantalón. Una batería de coche alimenta una bombilla que pende del techo, y junto a ella, una flor y unas hojas de plástico para dar vida a la estancia. Es todo cuanto tiene.
Pero no; hay más. De debajo de la cama saca un cuaderno grande de espiral lleno de dibujos, de trágicas ilustraciones de amor. En una de ellas, una flor sangra, en pequeñas gotas coloradas, sobre la llama de una vela; en otra, una paloma llora sobre la cara de una muchacha.
Es bonito, le digo.
Massa sonríe. Está dedicado a una chica que vive en las montañas, me cuenta con gestos. A él no le gustaba el campo. Vida dura. Por eso vino a la costa, a buscar su oportunidad.
El chico es todo nervio. Pone una tetera a calentar y, a la que me descuido, ya me ha servido otro taza. Cada vez que pasa un coche, sale disparado de la cabaña, y, en cuanto llega un camión, sirve té a sus ocupantes y les pide permiso para llenar un pequeño bidón con los depósitos de agua del vehículo. ¡Gracias! ¡Hasta la vista!, les saluda, efusivo, al terminar.
-¿Y no tienes frío, aquí dentro? -le pregunto.
-La, la -niega. Señala el horno de carbón que está en la calle. Por las noches lo mete dentro, cierra la puerta y duerme calentito.
Se las sabe todas, este Massa. Es un luchador nato, y a pesar de los insignificantes medios de que dispone, tiene una confianza ciega en que todo le saldrá bien. Sus planes de futuro pasan por comprarse una moto a la que le tiene puesto el ojo, y entonces, cuando tenga vehículo propio, seguro, no habrá quien lo pare.
Le dejo dinero encima de la cama, por si se niega a cobrarme, y él me regala un limón y un palosanto.
-¿Y esto? -pregunta al descubrir los billetes.
-Es para tu moto.
Latakia es una población insulsa, de calles rectas y, toda una novedad, con escasos edificios religiosos. Es la última ciudad siria antes de las montañas y de la frontera turca. Unos kilómetros al norte están las ruinas de Ugarit, el que fuera el puerto más importante del Mediterráneo entre los siglos XVI y XIII antes de Cristo, y retirado hacia el interior, a poco más de una hora de bicicleta, el castillo de Saladino.
Dos cosas más que me perderé. El viaje ha entrado en una paranoia por llegar a Estambul el 27 de noviembre.
Y la espalda vuelve a molestarme. El dolor se repite en forma de agudos pinchazos cada vez que viene una subida o que me pongo de pie sobre los pedales. Y las montañas hacia las que me dirijo son más altas de lo que suponía...
Descanso sobre el asfalto, cerca de un olivar, cuando un hombre que llega andando por la carretera se pone de cuclillas a mi lado y me tiende la mano. Me mira con curiosidad, y cuando se entera que quiero ir a Al-Basit, el pequeño pueblo de pescadores rodeado de montañas, me lo desaconseja. En Kassab, en cambio, hay un buen hotel, dice, a treinta kilómetros en línea recta.
-¡Pum, pum! ¿Y tú no vas a pegar tiros a Bagdad? –pregunta con mirada pícara.
-¿Yo? –le respondo con exagerado gesto de sorpresa para que le quede claro que soy hombre de paz.
La carretera se empina y entra en unos preciosos bosques de pinos con merenderos y restaurantes. Numerosos carteles aparecen escritos en armenio. Y es que las tierras que recorro pertenecieron a Armenia, un reino sucesivamente hostigado por bizantinos, seleúcidas, mongoles y turcomanos.
En Siria viven unos doscientos mil armenios, la mayor parte de ellos supervivientes del genocidio perpetrado por los turcos durante la primera Guerra Mundial. Esta minoría cristiana cometió una temeridad, en 1915. Rusia, Inglaterra y Francia habían declarado la guerra al debilitado imperio otomano, y los armenios, animados por la creación de la Grecia moderna, vieron la oportunidad de librarse del yugo turco. No valoraron con precisión sus fuerzas –escasas- ni las del enemigo ancestral –aún considerables.
Estambul decretó la persecución de un pueblo que según había dicho Ibn Battuta seiscientos años antes, “busca la destrucción del país musulmán”. Se incendiaron sus poblados, sus propiedades fueron confiscadas y buena parte de la población, aniquilada. Las cifras de muertos son espeluznantes. Murieron entre un millón y un millón y medio de personas, y las mujeres supervivientes fueron obligadas a aceptar un esposo turco en aras de lo que se llamó “otomanización”.
Fue el primer genocidio del siglo XX. Turquía niega que se prudujera, mientras que numerosos países del mundo, Estados Unidos incluido, temerosos de enemistarse con un aliado estratégico, han aprobado sólo tibias censuras sobre esos hechos.
Los armenios desaparecieron de la actual Anatolia oriental, donde habían vivido durante tres mil años. En 1920, se pactó un intercambio de territorio y población. Turquía reconoció el estado de Armenia, y éste hizo lo propio con los territorios arrebatados por el poderoso vecino occidental. En lo que fue una limpieza étnica pactada, la minoría armenia tuvo que abandonar la república nacionalista surgida bajo el gobierno de Ataturk.
La comunidad vive hoy disgregada por el mundo a causa de una inmensa diáspora que les llevó a lugares tan apartados como las repúblicas de la Unión Soviética , Asia Central, Irán, Siria y Líbano, Chipre, Egipto, Kuwait, Etiopía y Arabia Saudí, Europa oriental y occidental, América del norte y del sur, India, Extremo Oriente o Australia.
A pequeña escala, los armenios se vengaron de la persecución sufrida. De forma metódica e infalible, en los años siguientes, murieron asesinados algunos de los responsables directos de las matanzas. Y según Turquía, toda la población musulmana de la actual Armenia fue también masacrada.
Sigo, a ritmo lento, pendiente arriba, distrayéndome con el paisaje para olvidar el dolor, intentando moverme lo justo.
Me detengo en un bar junto a un pantano a hacer unos estiramientos. Me tomo una Cheers Up, la copia siria de Seven Up, y avanzo unos kilómetros más. El siguiente pueblecito tiene una quincena de casas. Desde los soportales, dos hombres me contemplan mientras resoplo. No hay ningún rótulo, pero tengo una intuición. ¿Funduk?, pregunto.
Uno de ellos asiente con la cabeza.
Respiro de alivio. No hará falta que llegue a Kassab.
Me atiende un anciano que, en los bajos del establecimiento, se encarga de la única tienda del pueblo. Vende comida fresca o enlatada, camisas y pantalones, juguetes de plástico y faroles de queroseno. “Es usted mi salvación”, le digo, y él sonríe sin entenderme desde debajo de un gorrito blanco de lana. Luego le pregunto si sigue el Ramadán, para saber si cerrará enseguida. Y sí, está a punto de marcharse hacia casa. Antes de que lo haga, le compro plátanos, una lata de judías, mortadela, dulces, pan y unos quesos de color naranja, pequeños y pesados, que han fermentado en bolsas de plástico dentro de un frigorífico.
El señor me acompaña a la habitación y en el momento de entregarme la llave y dos toallas me mira fijamente y pronuncia, de forma clara, las pocas palabras en inglés que parece saber: “Ramadan is good”. El Ramadán es bueno, sí, pero ¿por qué lo dice?, me pregunto desconcertado.
Después comprendo: con mi cara de decepción al saber que cerraba la tienda he cuestionado uno de los pilares básicos de su fe. Él es una buena persona, cumple con su deber de buen musulmán. El Ramadán es bueno. Quién soy yo para ponerlo en duda.
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