NEJET-TABA-NUWEIBA, 149 km . (bici), 55 km . (taxi)
“Cuán extraño me parecía aquel modo de viajar! Acostumbrado tanto tiempo a recorrer los desiertos con grandes caravanas, es inexplicable la sensación que experimenté aquel día. No llevaba conmigo más que tres criados, un esclavo, tres camellos, dos mulas, mi caballo y un soldado turco por escolta”. En julio de 1807, Alí Bey abandonó Egipto después de peregrinar a La Meca con gran desazón. Camino de Palestina y Siria, se sentía solo a pesar de las cinco personas y seis animales que le acompañaban.
Puede hacer sonreír comprobar que alguien necesite a tantas personas y a tantos animales de carga para viajar. Pero a principios del siglo XIX, eran pocos los europeos que emprendían un viaje. Los medios de transporte terrestre apenas habían evolucionado desde la invención de la rueda, y quien abandonaba su casa lo hacía por años y sin saber qué se iba a encontrar. Por lo que cuenta y por lo que se puede suponer, en sus fardos y baúles Alí Bey llevaba tiendas, mantas, ropa, medicamentos, dinero y regalos, cartas de presentación, instrumentos de medición astronómica, cacharros de cocina, armas y munición, alimento y bebida para varios días y, quién sabe, puede que incluso algún mapa.
Viajar ligero es un invento de nuestros días. Hoy es posible salir de casa con una mochila como único equipaje. Y los treinta kilos que pesan mi bici y mis alforjas permiten a un deportista del montón recorrer, en un solo día, una distancia en la que Alí Bey tendría que invertir cuatro jornadas. Su velocidad, según él mismo nos revela, era de 2.232 toesas a la hora, eso es, algo más de cuatro kilómetros.
Me tranquiliza saber que también los viajeros clásicos iban todo el día pendientes del camino que llevaban hecho o de la distancia que les faltaba por recorrer. Yo, no lo puedo remediar, voy todo el día con un ojo en la carretera y el otro en el cuentakilómetros, comprobando tiempos y velocidades. Y el ritmo de hoy ha bajado.
Suerte que he salido del restaurante temprano. A la luz del día, Nejet no era gran cosa. Había cuatro o cinco tiendas, varios talleres de reparación, dos restaurantes y dos edificios de varias plantas, uno de ellos de la policía. A lo sumo el pueblo tendría un centenar de casas, esparcidas sin orden en una hondonada en la que va a parar el agua cuando llueve. Porque, aunque parezca un milagro, sobre el Sinaí también se registran precipitaciones, y a veces abundantes. Ayer vi puentes en los que el lodo arrastrado por la corriente aún cubría el asfalto.
Durante las dos primeras horas, un persistente viento frontal resta cuatro o cinco kilómetros a mi velocidad ideal de veinte por hora. Y a la tercera hora, cuando creía que las rachas aflojarían a causa de la irradiación solar, nada, seguimos en lo mismo.
Hace calor, además. Rondamos los treinta grados.
La novedad del día es la ausencia de destacamentos militares. Parece como si, en caso de guerra, el gobierno egipcio quisiera practicar una política de tierra quemada, cediendo el desierto al enemigo mientras las tropas aguardan atrincheradas junto al canal.
Me detengo con regularidad en paradas de autobús solitarias y sombreadas, y sigo, ahora hacia arriba, hacia tierras altas y de piedra oscura, hacia unas montañas agrestes que dan miedo sólo verlas.
A primera hora de la tarde, mi suerte cambia, el viento me entra de popa y puedo recuperar parte del tiempo perdido. Dejo a la derecha un desvío que conduce a Nuweiba y sigo recto hacia la costa. Faltan aún cuarenta kilómetros para llegar al Golfo de Aqaba, pero ya me parece oler a mar.
-¿Adónde va? -me preguntan en un control policial.
-A Israel, no –aclaro rápidamente, no se vayan a confundir. Israel está sólo a diez kilómetros en línea recta de donde ahora me encuentro.
-Sí, ya sé que no va a Israel -alega el agente sin que yo sepa cómo sabe adonde no voy.
-Me dirijo a Nuweiba y mañana, a Jordania -contesto ufano.
Y los policías me dicen que adelante, que soy bienvenido.
Enseguida comienza una larga y preciosa bajada a través de un desfiladero de roca roja y blanca, de cuya parte alta caen aterciopelados labios de arena. Después el valle se cierra de forma dramática y me encuentro encajonado entre paredes verticales de quinientos metros que se desploman hasta el lecho de lo que algunos días al año debe ser un torrente. Siguiendo su curso, la carretera fluye hacia abajo sobre grandes placas de cemento y entre muros de hormigón, cual torrente canalizado y sin escapatorias.
Bajo despacio, impresionado por la agresiva belleza del lugar, esquivando las peligrosas juntas de la calzada.
“¡Agua, agua!”, me piden unos peones que llevan todo el día poniendo cemento en un tramo en obras, sin tomar líquido ni alimento. Pero no puedo satisfacer su necesidad. La sequedad del ambiente y el cansancio me han obligado a beber más de la cuenta, y desconozco cuánto falta por llegar.
Después de veinticinco kilómetros de bajada, las montañas se abren a mi paso, cual puertas gigantes, y tras ellas aparece un paisaje mágico, mi recompensa a dos días de esfuerzo: el Golfo de Aqaba, custodiado por un anfiteatro de altas y resecas montañas de tonos rojizos. A mi izquierda, junto al mar, está la ciudad israelí de Eliat, también en la otra orilla, un poco a la derecha, Aqaba, la meta que tanto le costó alcanzar a T.E. Lawrence, y un poco más al sur, Arabia Saudí, con un infranqueable muro montañoso que oculta las arenas de sus vastos desiertos.
Lo he conseguido; he cruzado el Sinaí en bicicleta. Con una sonrisa de satisfacción de oreja a oreja, supero un nuevo control policial, me incorporo a la carretera de la costa y... pronto me doy cuenta de que no encontraré donde dormir. La mayoría de hoteles están cerrados y Nuweiba, que es de donde sale el ferry hacia Jordania, está aún a sesenta kilómetros. Tomaré un taxi.
“One hundred”, me pide el conductor de una furgoneta con aire chulesco y sin avenirse a negociar. “One hundred”, repite el propietario de un viejo pick up antes de abandonarme en mitad de la nada.
¿Pero aquí qué pasa con el one hundred? Todo el mundo me pide cien libras egipcias. Es como si no conocieran otras palabras en inglés. Y son ya las cuatro.
El conductor del tercer coche que pasa es más dialogante. Del one hundred pasamos al fifty y al momento me encuentro embarcado en un Peugeot familiar en compañía de un taxista joven y sonriente, contemplando un litoral plagado de grandes hoteles Ryatt, Hilton o Sheraton y de sencillos cámpings que ofertan cabañas sobre la arena.
Bajo las aguas someras del mar Rojo asoma el principal atractivo turístico de la zona, los mismos arrecifes de coral en los que solían embarrancar los veleros en el pasado. Porque nunca fue fácil navegar por estas costas. A la inifinidad de trampas que se esconden a flor de agua hay que sumar los vientos huracanados que se desatan de improviso. Alí Bey conoció su furia de camino y de vuelta de la Meca. Sufrió tormentas, naufragios y la escasa pericia de los capitanes locales, por lo que acabó por seguir viaje por tierra.
Nos dan las cinco, hora del fin del ayuno, y ofrezco agua al joven taxista, que da un pequeño sorbo y me devuelve la botella.
-¿No quiere más? -le pregunto sorprendido.
-Está bien así. Gracias.
El coche me deja frente al pequeño puerto de Nuweiba, donde el chico me presenta a Garil, un hombre grueso y de pelo cano que tiene un parecido asombroso con el actor Brian Keith, ése que en los años setenta interpretaba la serie Mis adorables sobrinos. “Siéntese”, me indica después de pegarle cuatro gritos destemplados a un empleado que protestaba.
Por lo visto no había ninguna habitación libre en su hotel, y él ha mandado que me preparen una que suelen usar como almacén. Mientras espero, el adorable señor me invita a un té en la terraza que da al puerto.
En el acceso a la terminal hay un gran barullo de gente que aguarda el ferry de Aqaba. En Nuweiba coinciden los peregrinos, que ya comienzan a ir a la Meca , con los sirios que se dirigen a Libia en busca de trabajo y los jordanos que van a Arabia. Me he cruzado con varios coches jordanos por el camino. Los inmigrantes se llevan a toda su familia y media casa a cuestas. Era impresionante ver lo cargados que iban algunos. Las mesas, sofás e inmensos paquetes que habían atado al techo casi abultaban más que el propio vehículo.
-¿Quiere otro té? -pregunta el señor.
-Venga, pues sí.
Y el señor busca a un camarero con la vista y, sin abrir la boca, hace un gesto con los dedos índice y pulgar para que me sirvan otra ronda.
Es un tipo curioso, este Garil. Se me ha presentado como cristiano y me ha invitado a sentarme a su lado, pero casi no dice nada ni responde a mis preguntas. Si acaso explica, con una lentitud desesperante, que a Nuweiba vienen muchos judíos en verano, pero dedica la mayor parte del tiempo a observar el trasiego de familias, maletas y vehículos que entran y salen del puerto mientras acaricia sin descanso el cajón donde guarda, bajo llave, la recaudación del día.
“Vuelva mañana; seguiremos hablando”, me dice en el momento de levantarme.
Acaba de llegar el ferry de Aqaba. Entre coches, autocares y gente que duerme encuentro a Javier, un cicloturista argentino. Está atolondrado. Desembarcar de noche en un país desconocido siempre es motivo de nervios, aunque lleves dos meses de viaje y hayas atravesado Turquía, Siria y Jordania. El chico quería ir al Monte Sinaí, pero ha renunciado después de saber lo que le costaba.
Le digo que Egipto es barato, que por un euro te dan ocho libras, y Javier maldice la vieja guía que lleva. “¿Y la carretera? Vos sabés dónde está la carretera? ¿Dónde está Nuweiba?”, pregunta sin quitar ojo de su guía.
Le digo que ya está en Nuweiba y que la carretera pasa justo por detrás de las casas, pero es como si no me creyera. Va superreconcentrado. Tanto, que se nos acercan unos jordanos tratando de entablar conversación, y los manda a paseo de malos modos.
Preso de sus temores, Javier parece un superviviente de su propio viaje. Va encerrado dentro de una cúpula de cristal, dispuesto a que nada le afecte. Pero no le culpo. Viéndole, me veo a mí mismo el día en que las cosas se ponen mal, cuando todavía no has encontrado el sosiego interior que te permita estar bien contigo mismo y con los demás.
-¿Vos sós de Barcelona? -me pregunta al marcharme-. Linda ciudad para vivir.
-Tu ciudad, Bariloche, también lo es, al pie de los Andes -le devuelvo el cumplido.
Y en ese momento Javier cierra el libro por primera vez y su mirada se ilumina en plena noche árabe.
-Que tengas mucha suerte -le deseo.
Muchos éxitos -me corresponde.
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