CAIRO-TANTA, 110 km . (bici)
¿Cómo se mide la importancia de un río, por su caudal, por la extensión que recorre desde su nacimiento hasta que desemboca en el mar o por la influencia, pasada y presente, sobre el territorio que baña?
El Nilo no es el curso fluvial más caudaloso de la Tierra , pero sí el más largo y uno de los que ha influido en la vida de más personas. De setenta millones de habitantes que tiene Egipto, el noventa y cinco por ciento vive concentrado en la estrecha franja verde que florece a lo largo del río y en el delta. Sin este oasis fértil, que emerge de forma milagrosa entre las arenas, el país sería un desierto parecido a Libia, su vecino occidental, que con casi el doble de superficie tiene sólo una treceava parte de su población.
Por este histórico curso de agua rodaré yo los próximos días. El problema es cómo salir de El Cairo y no morir en el intento. Unos porque son auténticos suicidas, otros porque parecen inconscientes, el caso es que peatones y automovilistas se mueven siempre al borde del abismo.
Siempre he pensado que, a la hora de viajar, donde fueres, haz lo que vieres. La cosa es clara. Si dieciocho millones de personas se comportan de la misma forma, no intentes convencerles de que están equivocados: imítales. Olvida todo cuanto te han enseñado y acepta que existen otras formas de actuar, pese a que -¡glups!- parezcan demenciales.
La razón y los sentimientos a menudo van por caminos opuestos, y lo que ahora mismo siento es... ¡auténtico pavor! Porque, ¿quién es el guapo que se mete en uno de esos fenomenales atascos, con coches que dan marcha atrás, portezuelas que se abren, mareas humanas que invaden la calzada y carros que te salen al paso en el momento más inoportuno?
“Yo”, susurró de forma tímida una voz inconsciente.
El recepcionista del hotel me indica la dirección que tengo que tomar, pero a los cuatro kilómetros descubro que me ha mandado por una autopista, llena de cruces y de carteles que no entiendo.
Doy media vuelta, esquivo un rebaño urbano de cabras y me dirijo al centro. Mi primer plan era el bueno. Es tan fácil como encontrar el Nilo y callejear siguiendo su curso. En media hora, y de forma mucho más fácil de lo que preveía, he dejado atrás el caos.
En cambio, sudo tinta para superar un tramo de autopista infernal que atraviesa los interminables suburbios cairotas. Los arcenes están llenos de personas que aguardan la llegada de un taxi o de un autobús, que, sin salirse del carril de circulación, frenan delante mío y me obligan a realizar maniobras inverosímiles. El súmmum de los despropósitos se produce cuando se detiene una furgoneta bloqueando el carril por el que circulo, llega una segunda e inutiliza el segundo, luego viene un autocar que, en lugar de detenerse más adelante, invade el tercero, momento que aprovecha un centenar de personas que esperaban para cruzar la autopista, obstruyendo de forma completa y detinitiva el paso.
A las puertas del delta, soy yo quin se detiene, a estudiar el mapa. No hay quien se aclare. La densidad de carreteras, pueblos y ciudades es tal que me cuesta saber hacia dónde tengo que ir. Yo diría que la próxima ciudad es Qanatir el Qahiriya... Recto, recto, señala un hombre que lleva una especie de divertida barretina catalana de color marrón.
En Qanatir el Qahiriya se separan los dos brazos del Nilo, el que desemboca en Roseta, al oeste, y el que pasa por Damieta. El río llega con fuerza a la ciudad. Hay diques de contención e innumerables compuertas para repartir el caudal hacia uno u otro lado y, tras ellos, dos puentes, el de la carretera y otro antiguo, reservado a ciclistas y viandantes. Al otro lado hay un remanso de paz lleno de jóvenes que pasean por jardines sombreados por altos árboles de ribera, mansiones centenarias y tenderetes donde se alquilan motos, bicicletas, caballos y patinetes.
Tras dar tumbos por aquí y allí, de equivocarme y volver al mismo sitio, donde un motorista novato ha atropellado a un señor, doy con la carretera que va hacia el norte.
Ya estoy en el delta, territorio agrícola y con una altísima densidad de población. Me alejo del brazo derecho del río, pero los canales y las acequias me acompañan. Los más anchos se cruzan con barcas que permanecen atadas a un cable que va de una a otra orilla; otros, por improvisados puentes hechos con tablones de madera.
Ni un palmo de terreno está desaprovechado. En cualquier rincón hay una casa, un huerto o viveros de plantas que casi invaden la carretera. El ruido de los motores que bombean agua es incesante.
Las casas tradicionales son de planta baja y un piso, con un gran fajo de heno en el techo, sin duda una costumbre heredada de los tiempos en los que aún no existía la presa de Asuán y todas estas tierras quedaban anegadas, durante el verano, por la siempre necesaria y a menudo dramática inundación.
Las paredes están pintadas en colores ocres o en tonos pastel. En muchas de ellas el dueño ha dibujado, junto a la puerta, un ojo para ahuyentar los malos espíritus. Los inquilinos que han peregrinado a la Meca han pintado el templo donde se guarda la Kaaba , la piedra negra caída del cielo, y los medios de transporte que utilizaron para llegar a Arabia, un barco, un autobús o un avión. Para el señor de la casa es un gran honor haber cumplido con una de las obligaciones sagradas de todo buen musulmán. Es por ello que, cuando vuelve, sus vecinos sabrán que ha hecho el gran viaje y por ello merecerá todo su respeto.
Lo que no acabo de entender es lo del teléfono que aparece en algunas fachadas. A lo mejor es para recordar la emoción que embargaba al peregrino el día que llamó a los suyos para contar que la haj había concluído felizmente.
Entre los campos aparecen otras edificaciones singulares, con forma de obús o de supositorio, llenas de agujeros y atravesadas por palos. Son palomares.
Hago un alto en un pueblo sin nombre. En una calle se ha formado un fenomenal atasco a través del cual pugnan por abrise paso adultos, mujeres veladas que cargan grandes fardos en la cabeza, oleadas de estudiantes uniformados, calesas negras arrastradas por caballos, carros de colores que recuerdan una barbaridad a los de Sicilia y camiones. Sólo los tres búfalos –ni uno menos- que transporta una furgoneta permanecen ajenos al alboroto de cláxones y gritos en el que están metidos.
Cuando, de pronto, se oye una explosión -¡pam!- y unas mujeres gritan -¡ah!- temiendo lo peor. Pero no ha sido nada; sólo el neumático desgastado de un camión, que ha estallado de forma escandalosa entre la muchedumbre.
La carretera sigue luego, igual de llana, hacia el norte, entre bandas de árboles que apenas alivian un calor intenso. El asfalto está grasiento, imagino que por el constante trajín de personas, animales y vehículos que se han saltado la revisión de los ochocientos mil kilómetros.
En el pueblo de El Bagur parece que están de campaña electoral. De puentes, farolas y árboles cuelgan retratos de candidatos, algunos de ellos en compañía del presidente del país, Hosni Mubarak. Si el ciclista tuviera derecho a voto, elegiría a un representante de la oposición. En la calle que atraviesa el núcleo están levantando un infame viaducto que, cuando esté terminado, partirá el casco urbano por la mitad.
-¿Qué le pongo? -pregunta el camarero que atiende el pequeño local de Shibin el Kom donde paro a comer.
-Pues no sé. Póngame ¡cocococ! -que es mi forma de pedir pollo.
El chico dice algo que no entiendo y ya la tenemos liada.
Por suerte, Ahmed, que ha contemplado la escena desde una mesa próxima, acude en mi auxilio. Tiene 26 años, es profesor de inglés y seguidor de la Real Sociedad. Pide permiso para sentarse en mi mesa, pero casi no tenemos tiempo para hablar, puesto que devora un plato de arroz y un yogurt en un suspiro y se esfuma. El sueldo de maestro es bajo, se ha excusado, ciento cuarenta libras, de modo que completa sus ingresos dando clases particulares.
A las cuatro de la tarde llego a Tanta, capital algodonera del centro del delta y que aspira a ver reconocida como capital de provincia. La ciudad carece de restos arqueológicos, y, sin embargo, cuarenta millones de personas la visitan cada año. En Tanta está enterrado Saiyid Ahmed el-Bedawi, un santo sufí nacido en Fez en el siglo XIII cuyo nombre se invoca para ahuyentar a las calamidades. La población local ha tenido que recurrir a él con frecuencia en el pasado, fuera para implorar el fin de la sequía, de las plagas o de las inundaciones.
En Tanta tienen lugar tres celebraciones para honrar el nombre de el-Bedawi, la última de las cuales finalizó hace pocos días. Cada mes de octubre, después de la cosecha, la población de la ciudad pasa de trescientos mil a más de tres millones de personas, la mayor parte de los cuales se instalan en grandes campamentos en las afueras. Es el festival más importante de Egipto, y, como las romerías andaluzas, tiene tanto de fiesta popular como de devoción religiosa. Durante ocho días, los músicos, las compañías de teatro y los artistas de circo toman las calles, los que quieren dormir viven al borde del ataque de nervios mientras que niños y carteristas, cada uno a su manera, lo pasan en grande.
Y aquí estoy yo, enfrente de la gran mezquita el-Bedawi, hecha al estilo otomano, con dos minaretes, blanca como la nieve, imponente. La he visto cuando me acercaba a Tanta, sobresaliendo muy por encima del resto de edificios. Y ahora que la tengo delante, iluminada por los últimos rayos de sol, impresiona.
Encuentro habitación en el muy apañadito Green House Hotel. Desde la ventana de mi cuarto contemplo cómo el atardecer cae sobre Tanta mientras una capa de humo procedente de los campos cubre la parte alta de las casas.
Cuando regreso a la calle, la noche ya se ha apoderado de ella, de modo que me pierdo por vías estrechas y sin asfaltar tomadas al asalto por multitudes humanas. Las concentraciones de tenderetes, a las que el gobierno llama “mercados parásitos”, lo invaden todo, y lo mismo hacen carros de tracción animal e incluso un tráiler, que, de forma milagrosa, alguien ha conseguido traer hasta aquí.
Tanta es famosa por su antigua industria de vidrio soplado, pero no es eso lo que veo, sino pequeñas fábricas de caramelos, tiendas donde venden farolillos de colores para el ya próximo mes del Ramadán y por lo menos una veintena de turronerías.
A base de caminar y caminar, de dar vueltas y de pasar varias veces por el mismo sitio, consigo regresar ante la mezquita, y en un café cercano, me dejo caer en una silla. Pido un té y me contagio de la parsimonia que transmiten mis vecinos de mesas, que, después de la oración de la tarde, fuman, impertérritos, sus chicha y beben sus tes sin prisa, sorbito a sorbito, ajenos al mundo.
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