Gabriel Pernau

En bici por Marruecos, Argelia, Túnez, Egipto, Jordania, Israel, Palestina, Siria, Líbano y Turquía

Carretera cortada a Cisjordania


ACRE-AFULÁ, 71 km. (bici)
Cuando la Unesco declara un área urbana de cualquier país Patrimonio de la Humanidad, el gobierno local corre a restaurar edificios, a eliminar el tráfico rodado y a expulsar a vecinos y comerciantes de donde siempre han vivido y trabajado. En Acre no. La ciudad antigua hace su vida al margen de tan importante distinción. Los tenderos ocupan las calles, los coches permanecen aparcados en un caravanserai que también sirve de campo de fútbol y los añadidos de hormigón siguen adosados a las piedras de los edificios más nobles. La ciudad conserva la autenticidad de los sitios vivos. Los sobresaltos del presente impiden que, por ahora, se convierta en una postal turística.
Pero mejor no hacerse ilusiones. Este antiguo puerto en el que recalaban navíos procedentes de todo el Mediterráneo, punto de embarque de los productos de Damasco, con presencia europea durante ocho siglos, tiene todos los números para acabar lleno de tiendas de souvenirs. El día que vuelva la paz a esta tierra, sus escaleras, pasadizos subterráneos y galerías acabarán siendo pasto del turismo de masas. Los extranjeros vendrán a contemplar las cuarenta vueltas del khan erigido por Ahmed Pachá con piedras procedentes de Cesárea y Atalot, las tumbas de los ingleses que lucharon contra Napoleón, la parroquia maronita, el museo de la resistencia judía contra los británicos o la ciudadela de los cruzados.
Disfrutemos, pues, ahora de este museo de historia al aire libre... Los que tengan tiempo, que no es mi caso.
Tengo que marcharme ya, y el cielo sigue amenazador. Ha llovido de forma torrencial hasta las diez de la mañana y, la verdad, estoy preocupado. Pasado mañana debo abandonar Israel y antes quiero ir a Cisjordania. Pero, si las carreteras de la costa estaban ayer mal, ¡cómo estarán las del interior! No me apetece nada mojarme, pero tampoco puedo quedarme en Acre. Y el transporte público no es una alternativa. Los taxistas se niegan a llevarme a Nablús, en Cisjordania. Uno a quien he preguntado me ha propuesto que vaya a Haifa o, mejor aún, a Jerusalén, y que, una vez allí, tome un autobús.
Resignado a mojarme, a las once salgo de Acre con la intención de pasar por Tiberíades y al mar de Galilea, para mañana poder enfilar en dirección sur el valle del Jordán. Renuncio, pues, a las montañas de Cisjordania.
Pero en el último momento, al llegar al cruce que me habían señalado y ver que la tormenta ha amainado, vuelvo a mis planes iniciales y tuerzo a la derecha.
A la entrada de Haifa, no hay carteles que indiquen Cisjordania, Nablús o Jenín. Nada. Los territorios palestinos no existen, del mismo modo que Israel no existe para los países árabes vecinos. En Egipto vi alguna señal que decía “frontera internacional”; aquí, ni eso. Los palestinos son ignorados. Deben ser una ficción, unos seres vivos sin más derechos que los que pueda tener un animal o una planta.
Un indicativo con el número 75 me pone en el camino correcto. La carretera se dirige hacia el sudeste, directa hacia las montañas palestinas, a través de onduladas colinas de tonos dorados. A la izquierda se yerguen montañas cubiertas de pinos, con rutas señalizadas para excursionistas, el bosque de Armaguedón o un parque natural.
Las nubes corren deprisa. El chaparrón me pilla una, dos y tres veces, pero el cuarto descarga una cortina de agua en la lejanía. Al término de cada aguacero, el suelo se seca con una rapidez asombrosa, el aire queda impregnado de dulce humedad vegetal, y, como un recuerdo de las incontables apariciones y escenas milagrosas que esta tierra ha vivido, en el cielo se dibujan refulgentes arcos iris.
Me encuentro en el bellísimo valle de Jezrael, en lo que fue un importante eje de comunicaciones entre Egipto y Mesopotamia. Cerca de aquí estaba Megiddo, ciudad habitada durante más de cuatro mil años, destruida por lo menos veintiuna veces por las guerras, y que veintiuna veces fue reconstruida por sus laboriosos pobladores. Har Megiddo, su nombre hebreo, dio lugar a la profecía de Armaguedón sobre el fin del mundo. Sus habitantes, guerreros incansables, estaban convencidos de que sólo era posible hallar la paz en el paraíso, palabra hebrea que se refiere a huertos de granados, higueras y viñedos. Éste es, precisamente, el tipo de vegetación que crece en Jezrael. Y eso fue lo único que quedó después de la última y definitiva batalla.
Me he propuesto llegar a Nablús de un tirón. O puede que me quede en Jenín, dependerá del tiempo que pierda en la frontera. ¿He dicho frontera? De hecho no es tal. La frontera es el límite territorial entre dos países reconocido por la comunidad internacional. En Cisjordania hay línea, incluso muro, pero una parte vigila mientras la otra permanece encerrada.
Después de un cruce que conduce a Afulá y a la frontera jordana, el asfalto empeora una barbaridad. En los próximos cinco kilómetros, pasaré junto a un olivar protegido por una valla de dos metros de altura electrificada y cerca de un pueblo del que sobresalen dos esbeltos minaretes, pero sólo veré un coche, un Honda con un enorme adhesivo Nike en la luna trasera.
El check point aparece tras un ligero descenso, pero... no es como lo imaginaba. Grandes bloques de hormigón bloquean por completo la ruta, cubierta de barro, y un cuartel fortificado defiende la posición bajo una gran bandera israelí. Sólo hay una persona a la vista. En una garita, un soldado armado.monta guardia.
El joven militar está aún más sorprendido que yo. Con la mano hace un gesto como de enroscar una bombilla, la típica forma oriental de mostrar desconcierto. Le indico que quiero ir a Jenín, trato de explicarle, en inglés y hablando muy despacio, que estoy dando la vuelta a Israel en bicicleta, mientras dibujo un gran círculo en el aire. Pero el tío se asusta por momentos.

-Do you speak english? -le pregunto.
-¡No! –contesta, rotundo mientras observa las abultadas alforjas que llevo en el portapaquetes. Las señala titubeante, para saber qué llevo dentro.

¡Ay, madre! Ahora se piensa que soy un hombre-bomba. Con signos comienzo a explicarle que sólo hay ropa, comida, herramientas...

Go, go! -me ahuyenta, fuera de si.
-Pero si...

Go! –repite con el dedo en el gatillo, sin dejar que me acerque.

Y me voy, cagando leches, antes de que cometa una locura.
No tengo más remedio que volver atrás. Y como las desgracias nunca vienen solas, al volver a montar descubro una rueda pinchada. ¡En mal momento! Hincho el neumático hasta que mis brazos dicen basta con la confianza de que la presión que he metido sirva para llegar a Afulá.
La ciudad es moderna, y tiene tres o cuatro calles comerciales. Se encuentra entre Jenín y Nazaret, a menos de veinte kilómetros tanto de una como de la otra, pero a diferencia de éstas carece de piedras milenarias. Mejor para mí. Así podré ver cómo se vive en una anónima localidad israelí.
La hospitalidad no parece la virtud más visible de sus habitantes. A tres personas a quienes pregunto me dan la espalda como respuesta. Eso sí, al volante son unos santos. Sólo poner un pie sobre el paso cebra, los vehículos se detienen al instante.
¿Por qué la gente es tan antipática? ¿Por el turbulento medio siglo de historia de su país? ¿Por lo poco homogénea que es su sociedad? Es una hipótesis. Pongamos el caso de los rusos. En el centro de esta pequeña ciudad hay tres librerías que se dirigen a una clientela que, hace veinte o diez años, vivía en Moscú o Vladivostok. En ellas venden diarios, películas, discos, revistas de moda, de coches, de literatura o incluso el Penthouse, todo ello escrito, hablado o cantado en ruso. Rusos son también sus propietarios, que no hablan ni una palabra de algún idioma que yo sea capaz de entender, y en ruso están escritos los anuncios de los productos que se ofrecen y el rótulo que cuelga sobre la puerta. ¿Con quién se relacionan los rusos? Con los rusos. ¿Cuál es la tierra que añoran? La de su infancia. ¿Dónde tienen a muchos de sus familiares y amigos? En Rusia.
En Israel pueden vivir mucho mejor que en el país donde nacieron, pero no les debe resultar fácil relacionarse com un yemení, con un señor educado en Caracas o con una mujer que ha vivido toda su vida en un kibbutz, por más religión común que tengan. Las relaciones personales se tejen con relativa rapidez, pero las relaciones entre comunidades tardan mucho más en cimentarse.
Para cenar, escojo uno de los numerosos locales de comida rápida que ocupan una de las calles principales. El menú consiste en humus, aceitunas, ensalada, patatas fritas y shawarma, todo ello untado con salsa picante y metido en una baguette de cuarenta centímetros. Al establecimiento llegan numerosos automovilistas en busca de su cena, que aparcan en batería, esperan con el motor en marcha a que les preparen los bocadillos y se van, sin decir nada, con las bolsitas a sus casas.
A las ocho en punto de la noche, todas las tiendas han cerrado ya.

-He visto que hay muchas librerías rusas, en Afulá... –comento a la hija del hotel familiar donde duermo, en busca de conversación.
-En esta ciudad hay muchos rusos –responde con sequedad.

-¿Cuántos puede haber?
-No lo sé.

La chica ha pronunciado nueve palabras, ni una más. Y ha sido el díalogo más extenso de la jornada.
Un día glorioso.

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