Gabriel Pernau

En bici por Marruecos, Argelia, Túnez, Egipto, Jordania, Israel, Palestina, Siria, Líbano y Turquía

Memoria de un corresponsal


BEIRUT
Los beiruteses son hedonistas y nascisos. Ahí van un ciclista, dos señoras que hacen footing, tres patinadores o un hombre en chándal que, sin dejar de caminar, habla por el móvil con un manos libres. Algún valiente incluso se atreve a bañarse en unas aguas azules y ricas en nutrientes de las que los pescadores más avezados sacan los peces a pares.
Beirut se levanta en uno de los escasos llanos que ofrece la fachada litoral libanesa. Se diría que las montañas empujan a la gente hacia ese mismo mar que se lanzaron a descubrir los fenicios hace tres mil años, del mismo que llegaron italianos y franceses. Los hombres fuman Gitanes o Gauloises, numerosas familias tienen como primer idioma el francés o el inglés y las ventanas de muchas casas son venecianas. Es como si la gente buscaran en el horizonte los referentes de la sociedad que desean.
Pero tras la apariencia se ocultan otras realidades.
A media mañana me encuentro con Tomás Alcoverro, el corresponsal de La Vanguardia en Oriente Próximo. Es el periodista español que más tiempo ha estado destacado en el mismo país, y desde su campo base de Beirut, ha informado de siete guerras.
Conoce Líbano al dedillo. “Este país es una excepción en la zona –cuenta frente a un té en los cómodos sofás de su casa-. Para los libaneses, Fenicia sigue siendo una referencia, en especial entre los maronitas, que son muy patriotas. Esta es una tierra de refugio y de intercambio, de cultura y de inmigración. Cuando había un golpe de estado en Siria, los políticos, militares e intelectuales perdedores se refugiaban aquí, y lo mismo hacían los de Egipto, Iraq, Kuwait o Arabia. Líbano era un centro de conspiración y de espionaje (el batería del grupo musical The Police, Stewart Copeland, era hijo de un agente de la CIA destacado en Beirut). Los cristianos han conformado la sociedad que existió hasta 1975. Y no olvides que los libaneses fueron cristianos antes que musulmanes”.

-¿Cómo empezó la guerra?
-Por un problema que sigue siendo fundamental, los palestinos. Líbano acoge a medio millón de refugiados procedentes de Israel, una cantidad que ningún país es capaz de asimilar. Los cristianos más nacionalistas querían expulsarlos, puesto que aquí estaban la sede de la OLP y Arafat. Un día hubo un intento de matar a cristianos a la salida de una iglesia, y esa misma tarde murieron más de treinta palestinos en un ataque contra un autobús. Entre 1975 y 1982 la guerra estuvo muy centrada en Beirut. Después, Israel invadió el sur del país y bombardeó la parte occidental de la ciudad, entraron en escena los proiraníes de Hezbollah, Siria cambió de bando, los cristianos se dividieron, los chiís luchaban contra los palestinos...

-Y de improviso, todo terminó.
-Coincidiendo con el inicio de la primera guerra del Golfo, y por sorpresa de todos. Los cristianos renunciaron al apoyo de Francia y los musulmanes al de Siria, se convino que, para volar, el país necesitaba dos alas, y la ciudad se reunificó. Fue una carambola. Ahora lo ves todo muy bonito, pero podría haber acabado fatal.

-Debió ser dura la vida en Beirut durante la guerra...
-Las milicias querían una separación total de los habitantes según su religión y cada día estallaban bombas. El primer atentado suicida con un coche bomba de la historia fue en la Corniche en 1983, ante la embajada estadounidense.

-Te gustaba, esa vida.
-Bueno... ¡Ja, ja, ja! En este mismo edificio secuestraron a dos periodistas, pero también nos divertíamos. De hecho, la época peor es ahora.

-¿Ah sí? ¿Por qué?
-Antes había muchos sueños, utopía. Algunos querían convertir Beirut en un Montecarlo oriental y ahora otros pretenden que esto sea Palestina. Todo el mundo se va cerrando, se vuelve más reaccionario, y es por culpa de la política de Estados Unidos en la zona, que interviene sin entender nunca lo que pasa.

-Parece que estás a disgusto en el Líbano actual.
-En 1993 había mucha euforia por el fin de la guerra, pero esto se ha convertido en una república bananera. El PIB de un año del país no alcanza a todo el dinero que tienen. El estado está arruinado y la especulación es enorme. Se ha expropiado a cinco mil propietarios que lo único que han recibido a cambio son acciones de una sociedad que no vale nada. Mucha gente esperaba el fin de la guerra para volver a sus casas, pero se las quedó una empresa. Se devastó gran parte del centro urbano, edificios otomanos incluidos, en pos de una escenografía de cartón piedra y de la ostentación. Se han hecho hoteles de lujo y apartamentos de quinientos metros cuadrados que, sólo en algunos casos, se alquilan a jeques saudíes, que desde el 11-S tienen miedo de ir a Europa y vienen a Beirut, a follar.

-Pero el país se ha modernizado.
-Se ha hecho un aeropuerto, carreteras y una autopista a Tiro, pero los barrios no se han tocado. Beirut ha perdido la ternura y su cara amable. Es la ciudad de los espejismos y el capitalismo salvaje. Parece bonito, pero enseguida descubres lo inconsistente que es.

-Pintas la situación muy negra...
-El medio millón de palestinos están discriminados y son un foco de rebeldía. Viven en barrios y campos de refugiados. Arafat se olvidó de ellos y se les niega la nacionalidad libanesa para que no aumente el desequilibrio entre musulmanes y cristianos. ¿Sabes desde cuando no se hace un censo, en este país? ¡Desde 1943! De esta forma no se evidencia la realidad, que los musulmanes son claramente mayoritarios. Se cultiva el olvido de una guerra en la que murieron ciento cincuenta mil personas, pero, al mismo tiempo, permanece vivo un espíritu de venganza.

-¿Y a todo esto qué dicen los cristianos?
-Sienten amargura cuando piensan que ellos fueron la vanguardia, que introdujeron la imprenta, y que ahora quedan relegados. Porque Libano será, cada vez más, un país musulmán. Y ellos creían que Europa y el Papa les ayudarían, ¡ja, ja, ja!

-Oye, y para tí los cristianos son árabes o no, porque en todo Oriente Próximo, tanto ellos mismos como los musulmanes los consideran algo distinto. Pero ellos también fueron arabizados.
-Ah... ¡La gran pregunta! Mira, yo me quedo con la respuesta que me dio un profesor de El Cairo: es árabe todo aquel que habla árabe. Me parece la definición más acertada.

Tomás vive en un cuarto piso de un céntrico bloque de viviendas con vigilante privado y ascensor de cristal. “¡Bah! Eso es cosa de la compañía de tarjetas de crédito que se ha instalado abajo”, protesta.
El apartamento está decorado con alfombras orientales, cojines de seda, una fuente de la que continuamente brota el agua y algunas antigüedades. En su despacho, Tomás guarda, en perfecto orden, centenares de libros sobre el mundo árabe y fotografías de un joven y sonriente Sadam Hussein que consiguió en una de sus últimas visitas a Bagdad.
Pero, como él mismo decía, no todo es tan bonito como aparenta.
“¿Oyes?”, pregunta señalando hacia la calle, de donde llega el ruido de un generador que se pone en marcha-. Esto significa que se acaba de ir la luz. Dentro de un rato se oirán otros. Los servicios públicos no acaban de funcionar. Hasta hace siete años, no había ni autobuses, los teléfonos no funcionaban y las calles eran un caos de cables eléctricos a los que los vecinos se conectaban a voluntad.
Comemos en La Spaghetteria, un espléndido restaurante italiano con vistas al mar donde una clientela en su mayoría cristiana bebe vinos libaneses e italianos mientras conversa en francés o inglés. “Como en el pasado, Beirut es una ciudad-estado, y eso fue lo que me atrajo, la suavidad en el vivir, la permisividad en las costumbres, el no ser un lugar implacable. Es una metrópolis árabe y mediterránea occidentalizada”.
El veterano periodista no se puede sacar de encima un aire de pesimismo y nostalgia por los tiempos pasados. Reconoce que añora los años tumultuosos y trepidantes que pasó aquí, que ahora todo le ve demasiado empalagoso y convencional.
Alcoverro es un culo de mal asiento. Hace un momento se ha sacado un pequeño transistor del bolsillo y, en medio del griterío del restaurante, se ha puesto a escuchar las noticias de las dos.
“Venga”, se levanta de la silla, de nuevo animoso- vamos. A las cuatro y media me han invitado a una comida por el Ramadán, y aunque no creo que coma mucho, tengo que ir. Antes quiero enseñarte algo.
Nos subimos a su renqueante BMW de quinta mano y nos dirigimos hacia el sur, mientras, a través de la ventanilla, Alcoverro señala los sitios por los que pasamos. la Universidad Americana, la embajada de Estados Unidos, la esquina donde soltaban a los secuestrados, una playa privada, la calle por donde entraron los israelíes, la avenida que dividía la ciudad...
Superamos unos solares y, de repente, el entorno cambia de forma radical. La hermosa avenida, los McDonald’s y los vehículos de lujo dejan paso a una carretera bacheada junto a la que se agolpan edificios grises de autoconstrucción, comercios cerrados, farolas con crespones negros, carteles islamistas e imágenes de mártires chiís. Aquí viven los palestinos.
Los terrenos donde se levantó este otro Beirut tenían unos dueños, pero nadie se atreve a reclamar su propiedad. Aquí no mandan Siria ni el gobierno ni la policía, sino Hezbollah. Nada se hace sin su consentimiento. Hezbollah lleva a cabo obras sociales y por ello la gente la ama. Han creado un pseudoestado dentro de un estado tan poco convencional como Líbano.
No hay tiempo para más. Parados en una esquina, Tomás habla con un taxista que me devolverá al centro mientras los últimos rayos de un sol esplendoroso iluminan las fachadas del Beirut opulento.
“¿De dónde es tu amigo?”, preguntará el conductor nada más arrancar-. Habla árabe.

-¿Y lo habla bien?
-Un poco extraño, pero por su forma de hablar, se nota que vive aquí.

No sólo vive aquí, pienso. Se siente de aquí; Beirut es su ciudad.

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