Gabriel Pernau

En bici por Marruecos, Argelia, Túnez, Egipto, Jordania, Israel, Palestina, Siria, Líbano y Turquía

A orillas del Jordán


KARAK-FRONTERA DE ISRAEL-JERUSALÉN, 127 km. (bici), 40 km. (autobús)
La carretera desciende a la depresión más profunda del planeta en una bajada larga y pronunciada que, por un día, me permite incluso adelantar a taxis y camiones. Al llegar al fondo, la pantalla del altímetro indica “full”, lo que significa que no soporta presiones atomosféricas tan elevadas.
Me encuentro a cuatrocientos metros bajo el nivel del mar. La temperatura ha subido varios grados en menos de una hora. Niños de piel oscura, autóctonos o hijos de sudaneses, me saludan al verme pasar.El paisaje ha cambiado. La población nómada ha asentado sus campamentos y sus rebaños de cabras en resecos valles que bajan de las montañas, y junto a los pueblos crecen las palmeras y otras especies propias de latitudes más meridionales. Las aguas del mar Muerto son blanquecinas y calmas, tan espesas que el suave viento que sopla del sur apenas eriza la superficie. Siempre se ha creído que en este mar salino la vida era inexistente, pero en fechas recientes se ha descubierto que es menos muerto de lo que parece. Centenares de metros bajo el agua sobreviven microorganismos capaces de soportar unas condiciones que resultarían insufribles para cualquier otro ser vivo.
Dejémonos de disquisiciones, de todas formas, porque hoy es día de prisas y nervios. Quiero cruzar temprano la frontera y tratar de llegar a Jerusalén. Por eso me afeité anoche; para estar presentable cuando llegue el momento.
La carretera discurre por la orilla este del mar durante sesenta kilómetros, y es más difícil de lo que suponía. Tras el llano vienen constantes subidas para coronar las estribaciones de las montañas de Jordania, de las que, a través de desfiladeros, bajan cursos de agua que el gobierno se afana en canalizar.
Hago paradas breves, por falta de tiempo y por los centenares de moscas que se abalanzan sobre mí cada vez que pongo un pie en el suelo.
En tres horas alcanzo el extremo norte del mar Muerto y el valle del río Jordán, a escasos kilómetros de donde Jesús fue bautizado. Israel está cerca, pero el puente que me permitiría pasar la frontera sin más dilación fue dinamitado. Tengo que seguir hacia el norte y llegar hasta el puente del Rey Hussein, al que los israelíes llaman Allenby, que ni en eso se ponen de acuerdo israelíes y jordanos.
Y ahora la carretera está en obras. Unos carteles amarillos desvían el tráfico hacia las montañas, pero yo sigo recto. Durante seis kilómetros trago polvo entre camiones y maquinaría de obras públicas y, de nuevo sobre el asfalto, pregunto por un pueblo de nombre tan complicado como As Shuna Al Janubiya a dos hombres que conducen un todo terreno.

-¿Eres español? -pregunta uno de ellos.
-¿Cómo lo has sabido? –respondo con sorpresa.

-Soy de origen palestino, pero nací en Madrid. Sólo comenzar a hablar, has dicho una palabra en castellano.
-Pues no me había dado cuenta. ¿Y qué haces aquí?

-Me encargo del mantenimiento de las máquinas de las obras.

Pronto me percato de que Izam es hombre tacaño en palabras. Le pregunto por la situación reciente en Israel, y responde de forma escueta, con desconfianza. “Está jodido, como siempre”. Me intereso por las obras de canalización que se llevan a cabo junto al mar, y me habla de un plan para llevar agua del mar Rojo al mar Muerto a través de un canal de cerca de doscientos kilómetros que se proyecta abrir entre Jordania e Israel.
Y sigo. Remonto unos kilómetros el valle, donde crecen bananos, y, a las doce y media, llego a la frontera con una idea fija en la cabeza: evitar a toda costa que la policía jordana estampe algún sello en mi pasaporte. Si lo hiciera, mi viaje acabaría aquí, porque me resultaría imposible entrar en Siria.
El agente jordano que debe atenderme termina su oración dentro de la angosta cabina que tiene asignada y, tras plegar su alfombra, y sin que me dé cuenta, ¡toc, toc! ¡No! ¡El pasaporte no!
Pero no; el hombre ha estampado el sello de salida del país en un papel aparte. Así no quedará constancia de mi paso por Israel.
La siguiente hora la pasaré aguardando la partida del autobús que tiene que dejarme al otro lado del Jordán, ya en Israel. “Está prohibido circular en bicicleta -me han dicho-. Los israelíes podrían disparar”.
Estoy nervioso. Bajo del autobús para fumarme un cigarrillo y tratar de conversar con alguien, pero la frontera está casi vacía a causa del Ramadán. Sólo hay unos taxistas en la puerta, que aguardan la llegada de pasajeros con destino a Ammán.
De vuelta a mi asiento, en el autobús hay caras nuevas, las de dos alemanes y la de un checo que trabaja en Jerusalén. Llega el conductor acompañado de un policía, que supervisa que todo esté en orden.
Adelante, nos indican. Se abre la verja que mantenía la carretera cortada y, con sólo cuatro pasajeros a bordo, el vehículo arranca.

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