SUEZ-NEJET, 152 km . (bici)
Me alejo de Suez hacia el norte sin saber muy bien dónde me meto. Durante los dos próximos días tendré que ser autosuficiente. Repaso todo lo que llevo, y creo que está todo. Cargo con cuatro litros y medio de agua, un kilo de plátanos, un litro de yogurt, cuatro panes, queso, dulces y varias raciones de cuscús.
¿Cuál es, entonces, el motivo de mi temor?
El miedo, claro. Temo el desconocer qué voy a encontrar, el enfrentarme a solas con mi destino y eso, el saber que, ante cualquier problema, tendré que apañármelas yo solito.
¡Bah! Déjate de bobadas. La única forma de superar el miedo es enfrentarse a él. Además, si necesitara ayuda siempre podría pedir socorro, porque, aunque sea un desierto, algún vehículo pasará por el Sinaí, por más Ramadán que sea.
Pero, ¿por dónde se cruzará el dichoso canal? Tomo un par de desvíos y una carretera local me lleva hasta unas casas entre palmeras. Aquí tiene que haber un transbordador, pero una verja metálica y unos militares vestidos de camuflaje y armados hasta los dientes me cierran el paso. “¡No, no!”, repite con sequedad un soldado.
Por lo que entiendo, el transbordador es sólo para egipcios, y ay de mí si se me ocurre hacer fotos.
Me obligan ir hacia el norte en dirección a Ismailía y tomar un túnel de peaje. Veinte kilómetros extras: como si el tiempo me sobrara.
Paso sin dificultad ante la taquilla del túnel, que explota una empresa privada, y, doscientos metros más adelante, un militar me da el alto. Hasta aquí hemos llegado. Ahora resulta que en bicicleta no puedo pasar; debo cargarla en un camión.
Mire, si llevo luz, y casi no hay tráfico; pasaré bien arrimadito a la pared y así no habrá peligro, ¿vale?, trato de convencerle mientras él sujeta con firmeza el manillar.
“Venga, hombre; déjale ir”, parece decirle un anciano con turbante, hasta que el chico acaba por ceder.
El túnel es moderno y está bien iluminado, y tras un par de kilómetros el Sinaí se abre, inmenso y amenazante, ante mí. La llanura es sobrecogedora. No hay pueblos a la vista ni vegetación, sólo una carretera que se pierde en el horizonte, el viento, suave, y mucho silencio. No se oye nada. No hay nada. Solo yo, mi bicicleta y el desierto. Toso para aclarar la garganta y yo mismo giro la cabeza, de forma inconsciente, como queriendo disculparme por haber osado romper el misterio del lugar.
Quizá necesitaré más agua, me digo, algo inquieto. En un solitario quiosco, un chaval a quien encuentro leyendo el Corán me tranquiliza: hay otros sitios para comprar bebida más adelante.
Me pongo en marcha, adentrándome en la tierra de Moisés y de los Diez Mandamientos, por los desolados parajes de una península de forma perfectamente triangular por donde los judíos vagaron durante cuarenta años. ¡Cuarenta años! Eso es toda una vida. Y yo pretendo hacerlo en dos días...
Los carteles que se levantan sobre la arena, anunciando “Moon Resort” o “Hotel Hilton”, parecen una broma de mal gusto. Pero no lo son; publicitan los complejos que uno encuentra si llega a la costera Sharm el Cheik, uno de los paraísos mundiales del buceo.
Mi ruta discurre por el desierto del Tih, la zona más seca de la península. Unos centenares de kilómetros al sur están los montes Santa Catalina y Musa, donde Yahvé entregó a Moisés las tablas y donde miles de judíos, cristianos y musulmanes acuden cada año en peregrinación.
El camino es llano, en compañía de unas pocas dunas en las que yacen despanzados vehículos militares, retorcidos y quemados por el sol, zanjas y bloques de hormigón que egipcios e israelíes dispusieron para contener el avance enemigo.
La carretera se empina de forma suave, nada fatigosa. El tiempo es agradable, y muy de tanto en tanto un camionero me saluda con un toque de claxon al pasar.
Hace sólo una hora que he cambiado de continente. Desde que crucé el canal estoy en Asia, en Oriente Próximo. ¿Pero, próximo a qué? A Europa, claro. Si la proximidad o la lejanía de Oriente es una referencia que los occidentales hemos impuesto al resto del mundo, digo yo que los árabes también podrían considerar que son el centro de todo y decir que Francia o Italia están en Occidente, o más concretamente en el Magreb, y Estados Unidos, pues eso, en el Lejano Magreb.
¿Y Sandra, qué estará haciendo, ahora? Pues seguramente trabajar. Anteayer me contaba que en Barcelona no deja de llover y que ya ha tenido que poner la calefacción. Hace casi cinco semanas que nos separamos. Cinco semanas... Me hubiera gustado compartir con ella este viaje. ¡Hay tantas cosas que le hubieran gustado! Cada vez que veo la sonrisa de un niño, cada vez que contemplo un escenario bonito me digo a mí mismo: lástima que no esté aquí. Es posible que esta noche tenga que hacer vivac bajo las estrellas. Antes de acostarme, la llamaré para darle las buenas noches.
En el collado Mitla, a seiscientos metros de altitud, me detengo en una parada de autobús para tomar un bocado. En la lejanía se oye el ronroneo de un motor y al cabo de unos minutos pasa un camión de bomberos rojo reluciente, recién salido de fábrica. Y luego otro, y otro, y así hasta quince vehículos Mercedes en dirección a Taba.
Del último se apea un soldado. “¡No, no, no!”, me grita. “¡Ramadán!”. Lo que faltaba: ¿es que ni aquí, en medio de la soledad del desierto, puede uno comer tranquilo?
“Bueno, come”, concede. El chico me invita a ir a su cuartel, pero le digo que debo seguir, y él agarra el petate y se va montaña arriba, por un caminito que conduce a un pequeño edificio blanco.
Es el quinto o sexto destacamento militar que veo desde que dejé el canal. Algunos eran verdaderos cuarteles, pero otros se limitaban a un campo marcado con piedras pintadas de blanco, con sólo una caseta en su interior. De uno de ellos ha salido un muchacho, con cara de desesperación, para... ¡pedirme fuego!
Debe ser duro hacer el servicio militar tan lejos de un sitio habitado. Ni lo hay en los más de sesenta kilómetros que llevo recorridos ni en los otros tantos que tengo por delante.
La carretera desciende a un gran llano y sí, en un cruce se levanta un puesto de policía con altas antenas y algo parecido a un establecimiento. Pero paso de largo. Son ya las dos de la tarde y me queda agua de sobra para llegar a Nejet.
El día comienza a hacerse largo. Caen los ochenta kilómetros en el velocímetro que llevo en el manillar, caen los cien... Recuerdo una carrera sobre patines que un francés intentó organizar sobre esta solitaria e interminable carretera el año 2002. Ignoro si se llegó a realizar, pero no me extrañaría. A veces los franceses son presa de uno de esos retos que si, triunfan, todo el mundo coincide en señalar que era una idea genial. Sucedió con el Tour de Francia, en fecha tan lejana como 1903, y se repitió con el rally París-Dakar en 1977.
Menos conocida es la carrera de coches Pekín-París. Sólo se corrió una vez, en 1907, cuando los automóviles eran simples cacharros humeantes que perdían aceite por los cuatro costados. Los participantes tuvieron que recorrer dieciséis mil kilómetros a través de Asia Central, Rusia y Europa, proveerse de carburante como buenamente podían, superar las mil trampas que acechaban en cualquier recodo del camino o convencer a las gentes de las aldeas que bajó el capó no había caballos que empujasen a la infernal máquina.
Me pregunto qué impulsa al hombre a afrontar desafíos que le pueden costar la vida. ¿El dinero, la fama, el afán de superación? Algo más debe haber. Puede que sea la vida misma, el ansia de vivir y disfrutar cada segundo que nos ha sido concedido. De este modo, al llegar al final del camino, podremos concluir que intentamos ser nosotros mismos y aprovechar cada instante como si fuera el último.
Todo ello, sin embargo, no son más que frivolidades de ricos. En los países pobres, la gente bastante tiene con sobrevivir. Y más en lugares como el Sinaí. Hay tan poca gente... En lo que va de día sólo he visto a militares, conductores y policías como los que, después de pasarme dos veces, me han hecho parar para comprobar la documentación.
En un territorio casi del tamaño de Cataluña y Aragón viven sesenta mil personas, y casi todas en la costa. El interior está poblado por unos centenares de beduinos de una decena de tribus. Hace un rato he visto a un hombre y una chica con falda roja que conducía unas pocas cabras. Bajaban de una colina y se dirigían a algún punto de la llanura que mi vista no conseguía alcanzar. Ella me ha mirado con curiosidad y timidez, y a mí, esas dos figuras humanas vagando por el desierto me han parecido salidas de un pesebre o las ovejas extraviadas de Moisés.
El paisaje, monótono, discurre a derecha e izquierda como en una película sin fin. Hay momentos en los que parece que no avanzo. Diría que estoy en una subida, pero es sólo una sensación; giro la cabeza y la carretera sigue igual de llana. La falta de referencias, árboles, personas u objetos, me impiden calcular a ojo la velocidad.
Ahora mismo, la ausencia de relieve es absoluta, y un horizonte juguetón se extiende hasta el infinito para que no lo pueda alcanzar jamás. La tierra parece pequeña, insignificante, bajo una sobredimensionada cúpula de color azul.
Una capa de nubarrones altos y negros quiere arrebatarme la puesta de sol, pero, en el último momento, en la lejanía aparece una fina línea de luz, roja y brillante como un alfiler incandescente, que rasga, a ras del suelo, la cortina de nubes. Al cabo de unos minutos el sol abre una segunda línea de fuego, y al instante el cielo estalla en una llamarada resplandeciente que inunda de tórridos colores todo poniente.
El espectáculo de luz me acompaña durante veinte minutos, hasta mucho después del ocaso. Luego, la temperatura cae varios grados y me detengo para ponerme ropa de abrigo.
“¿Qué haces?”, “¡no sigas!”, “¿adónde vas?”, me gritan, desde el arcén, unos camioneros.
La noche ha caído por completo. Pedaleo durante una hora bajo la tenue luz de mi linterna frontal, medio deslumbrado por los faros psicodélicos –rojos, violetas o azules- de los escasos vehículos con que me cruzo. Lástima que no haya luna, también. La palabra Sinaí viene de Sin, el dios de la luna, y su luz me vendría muy bien para no tener que forzar mi siempre huraña vista.
En la entrada a Nejet hay dos restaurantes. En el que elijo, me acogen con hospitalidad. Como pollo, caldo, patatas con salsa, ensalada, kofta –pinchos de carne picada-, arroz y aceitunas mientras la gente de la casa va y viene. No hará falta que haga vivac, además, porque también me alquilan una habitación.
“Venga, venga aquí”, me llama a su mesa Omar, el dueño al salir de mi ducha helada. Le acompañan su mujer y dos recién llegados que no parecen egipcios. Ambos se cubren la cabeza con el pañuelo tradicional árabe, blanco y rojo. Son camioneros jordanos, pero no extranjeros. El único extranjero que hay aquí, el único bicho raro, soy yo. Y si no que se lo pregunten al hijo, que me mira con cara de susto y llora hasta que le doy dos caramelos.
-Bush, Bush -susurra uno de ellos, de piel oscurísima y una mirada intensa.
-No, no –me defiendo-; yo vengo de España, de Isbaaniya.
Esto ya les gusta más.
-¡Ah! Isbaaniya... Carlos –celebra alborozado, mientras hace el gesto de ponerse una corona real en la cabeza.
-Exacto. Juan Carlos, amigo de rey Hussein de Jordania, ya muerto, y de su hijo Abdalá.
Su compañero se levanta, va al camión y trae un dulce de cabello de ángel y crema, que ellos comen con los dedos del mismo plato y que a mí me sirven en un plato.
En un momento de despiste, me encuentro que uno de los jordanos ha desarmado mi móvil casi por completo. No tenía ninguna mala intención; sólo sentía curiosidad por ver qué había dentro.
Cuando los camioneros se van a dormir, yo intento reparar la cremallera de una de mis bolsas, que se rompió por primera vez hace días. El estropicio es, ahora, definitivo. O eso parece.
“Déjame a mí”, interviene Omar, que, con una cuchara, un imperdible, hilo, aguja y unas manitas acostumbradas a arreglar lo irreparable, me hace un apaño que aguantará hasta Estambul.
“Ya está”, presume, con orgullo, al terminar.
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