SUSA-GABÉS-MEDENÍN, 264 km . (tren), 75 km . (autobús)
Mi compañero de compartimento es joven y serio.
-Mi nombre es Aladino –se ha presentado-, pero sin lámpara maravillosa. ¡Ja, ja, ja, ja!
-Es una lástima -le he dicho- porque hubieras podido hacer realidad mi deseo de visitar Libia.
Mi sueño de proseguir viaje por tierra hacia Egipto ha durado pocas horas. Anoche tracé un plan para entrar en el país de Gadafi. Es muy complicado conseguir el visado libio, pero, por lo visto, una vez dentro, reina el descontrol más absoluto, y te puedes mover con toda libertad. Eso, al menos, me contó Miquel, un mallorquín a quien conocí por Internet.
Si el único inconveniente es la frontera, te la saltas y punto, pensé. Puedo alejarme de la carretera unos kilómetros, adentrarme tierra adentro con la bicicleta y, una vez en territorio libio, incorporarme a la ruta principal. Una apuesta en principio sencilla. Sólo me restaría conseguir dinero del país, ser aceptado en los hoteles y encontrar la forma de recorrer sus más de mil quinientos kilómetros de costa.
Aladino me quita la idea de la cabeza. Me aconseja que no vaya. Libia es peligroso. Las carreteras están llenas de controles, y por más que yo fuera con buenas intenciones, la policía me tomaría por lo que no soy. Sospecharían que soy espía y podría tener lío.
Habrá que conformarse. Al fin y al cabo, renunciar a uno de los diez países que preveía visitar entraba dentro de mis cálculos más optimistas. Ya habrá otras ocasiones para conocer Trípoli, Bengasi, las ruinas de Leptis Magna y el desierto que llega hasta el mar.
-¿Y por qué no pides el visado? –pregunta, con inocencia.
Aladino se sorprende al saber que para un europeo resulte tan difícil cruzar una frontera por la que miles de magrebíes transitan cada año sin dificultad.
-Debe ser una venganza por las barreras que los países europeos ponemos a los que venís de Africa –le digo. Pero Aladino no parece entender la broma.
Explica que pese al embargo internacional que han sufrido durante más de una década a causa del atentado de Lockerbie, que costó la vida a doscientas setenta personas, en Libia siempre hubo europeos. Él conoce a muchos. Algunos trabajan con él en una industria petrolera.
A él también le gusta viajar, y su nivel de ingresos se lo permite. Hoy finaliza su décimo viaje a Túnez. En los ratos que le quedan libres, regenta un cyber café, porque, a diferencia de lo que sucede en el en apariencia liberal Túnez, allí el acceso a Internet es libre.
-Vamos, que vives en el edén.
-Oh, no –corrige-. El embargo es un problema muy grave; tenemos dinero, pero resulta difícil conseguir la tecnología que necesitamos. Y hay gente que quiere cambios.
-Y tú, ¿qué querrías?
-Más libertad, pero me conformo con tener familia, trabajo y algo de dinero.
-¿Eso es todo?
-La gente querría poder votar, elegir a su presidente, pero, no se puede hacer nada. Y además, ¿en qué país la gente consigue hacer realidad sus deseos? Para hacer algo tienes que matar, necesitas a gente muy fuerte y con mentalidad, a un Superman. -Aladino se queda pensativo, y, con la cabeza gacha, añade-. Se habla de estas cosas en voz baja, pero a veces es mejor olvidarte y vivir el presente. Hay mucho control. Puedes pensar en todo esto pero... a lo mejor también nos controlan el cerebro, ¡ja, ja, ja!
Ahora mismo, el joven ingeniero se muestra preocupado por lo que le pueda pasar a su novia. Vive en Estados Unidos, y, por lo visto, esto es cosa mala. Afirma que algunos árabes que trabajaban allí en tareas cualificadas fueron asesinados cuando manifestaron su intención de regresar a su país. Cuenta el caso de un hombre de su edad, experto en la industria del uranio, que desapareció sin dejar ni rastro. Teme que ella pueda encontrarse en situación parecida.
Tras dos horas de viaje, Aladino se apea del tren en Sfax, donde tomará el autobús que le llevará a Trípoli.
Volvemos a movernos, y mientras contemplo las vertederos de basuras y las industrias que se extienden a las afueras de la segunda ciudad del país, le sigo dando vueltas a unas palabras que ha pronunciado Aladino: “Los árabes tenemos la misma mentalidad”, decía, que es una forma de decir “todos los árabes somos iguales”.
Hay una parte importante de verdad en una aseveración que numerosos líderes árabes han tratado de manipular a su favor. Pero ya se vio cómo acabaron, en los años cincuenta y sesenta, los intentos de Nasser, el presidente egipcio, de constituir una única nación árabe: al final cada uno fue por su lado.
Incluso la unidad del idioma comienza a plentear interrogantes. Fruto de las múltiples influencias que recibe, la lengua está derivando en una multitud de dialectos tal que un cairota iletrado puede descubrir, estupefacto, que es incapaz de entenderse con un hermano tangerino.
De todas formas, este proceso de fragmentación se está frenando gracias a televisiones como Al Jazira o Al Arabiya. En esta otra globalización, menos difundida que la de zaras y macdonals, se está creando un imaginario y un lenguaje común que, del Atlántico al golfo Pérsico, todos entienden y con el que todos se identifican. Y, quién sabe, a lo mejor estos nuevos medios de comunicación estén alimentando a las generaciones que crearán las futuras democracias árabes libres.
El expreso atraviesa la llanura costera a buena velocidad. Hemos pasado junto a El Jem, donde se levanta el coliseo romano mejor conservado del mundo, con capacidad para treinta mil personas, y entre extensos y ordenados olivares que aguardan la recolección de la aceituna. Un poco más adelante, en las cercanías de Gabés el terreno se vuelve más árido, y los olivos son sustituidos por miles de palmeras de las que cuelgan racimos de dátiles colorados y brillantes, a punto de explotar.
El convoy afloja la marcha, pero sólo cuando el tren se ha detenido por completo, los pocos y pacientes pasajeros con los que he compartido vagón se levantan y recogen sus bártulos.
Además de ser la puerta del desierto, Gabes es un importante cruce de caminos. De aquí parten dos carreteras en dirección oeste, otras que van hacia el interior o hacia el desierto, y la de la costa, que es la que yo seguiré. En la estación de autobuses hay mujeres vestidas de negro, de blanco, de fucsia o con bonitas telas zurcidas con hilo de plata. Sentadas en la acera, unas preadolescentes negras me sorprenden espiando mientras se arreglan las pestañas con la ayuda de un espejito, y la más guapa saluda de forma tímida.
El conductor del autobús ha subido ya y los viajeros más rezagados corren tras él, porque no es cuestión de hacer esperar a la mismísima autoridad. Al chófer se le respeta, no se le dirige la palabra, y, por supuesto, no se le pide que te cargue la bicicleta, que por algo está el auxiliar, para ensuciarse las manos, para revisar billetes o para discutir con quien haga falta. El rey de la carretera, apuesto, con gafas de sol, bigotes bien recortados y una camisa sin ni una raya, está para lo que está. Lo suyo es conducir al rebaño que nos ponemos en sus manos. Y ay del viandante, ciclomotor, carro o automovilista al que se le ocurra invadir su trayectoria, porque le pegará un bocinazo que lo dejará despierto.
El tráfico es escaso. Hay, sí, numerosos coches con matrículas libias, a cuyos ocupantes ves a menudo durmiendo o comiendo bajo un árbol. Se ven taxis de Trípoli, pero también modernos y grandes mitsubishis, fiats y hyundais.
Los compatriotas de Aladino adquieren, en el sur de Túnez, todo lo que en su país no encuentran, que no es poco: frutas y verduras, especias, ropa, champús y detergentes, pequeños electrodomésticos, recambios para coches... Y a pesar de que dentro de unos días me asegurarán que China y Japón facilitan medicinas al régimen libio, esta misma tarde se me acercará un anciano que, sin mediar palabra, blandirá una receta médica ante mis narices para que le diga dónde demonios puede encontrar una farmacia.
Medenín, mi destino de hoy, está soñoliento, como aletargado, este viernes por la tarde. Sentados en el suelo, con unas rayas marcadas sobre la tierra, grupos de hombres juegan unas complicadas partidas de damas a ocho manos, mientras, en las cafeterías, decenas de hombres dejan pasar las horas ensismismados. Algunos beben té negro, fortísimo, otros café con leche. Sólo en algunas mesas hay gente conversando. El tunecino es reflexivo y circunspecto. Habla poco, quizá porque considera que no tiene nada que decir, a lo mejor porque lo considera una pérdida de tiempo o para no molestar. En una terraza puedes ver a un hombre sentado solo en una mesa ante un vaso vacío durante una hora y media, y durante este tiempo se mantendrá imperturbable, con la mirada perdida, ajeno a todo cuanto sucede a su alrededor. Y de repente, en silencio, sin haber mirado el reloj, se levantará y, como empujado por una fuerza misteriosa, desaparecerá tras dejar unas monedas en la bandeja del camarero. Nadie, por supuesto, le seguirá con la mirada o se interrogará adónde va.
Las cafeterías magrebíes cuentan con frecuencia con más de un centenar de sillas, y se sitúan en las plazas más céntricas, mientras que los restaurantes suelen ser pequeños y más difíciles de encontrar. Tanto en unos como en otros, los precios son ridículos. Te cuesta lo mismo un café en una terraza frente al mar que en un bullicioso y polvoriento local al lado de la estación. En países donde lucrarse está mal visto y en los que las actividades comerciales estuvieron durante siglos en manos judías y cristianas, el café vale lo que vale. Sería, pues, injusto cobrarte más.
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