ALEJANDRÍA
¡Que sensación de familiaridad! Te levantas descansado después de haber dormido diez horas, abres la puerta del balcón y a tus pies, siete pisos más abajo, crees descubrir el lugar donde naciste.
Alejandría me recuerda infinito a Barcelona. El aire húmedo, la visión del mar, los edificios de principios del siglo XX, me recuerdan cómo era mi ciudad hace treinta años. Incluso los taxis parecen iguales. Los viejos Lada, fabricados en la Unión Soviética bajo patente Fiat, son el mismo diseño que los Seat 124 que inundaban las calles de mi infancia, y, para colmo, también están pintados de amarillo y negro. Parece que aquellos mismos coches hubieran sido importados en masa al otro extremo del Mediterráneo.
Nada más salir a la calle, trato de aclarar una duda morbosa en la oficina de turismo. Una señorita me informa de que, desde hace unos años, no existe ningún servicio marítimo regular entre Italia o Grecia y Alejandría. Suprimidos los últimos ferries se suprimieron hace tiempo, el único barco de pasajeros regular que hoy llega a este puerto procede de Chipre.
Me acaban de dar una alegría: estaba en lo cierto. La decisión de volar de Túnez a El Cairo fue la acertada. Le daría un beso a la chica si no fuera, claro, por las consecuencias que ello acarrearía y porque uno tiende a ser poco expansivo.
Salgo de la oficina más contento que unas pascuas, cuando caigo en la cuenta de que, por primera vez, he sido capaz de hablar de forma franca con una mujer cubierta. Vamos mejorando. Hasta ahora, el pañuelo me intimidaba, de parecida forma a como lo hace la sotana de un cura o el uniforme de un policía.
Lo que sigo sin solucionar es lo de las mujeres de negro. Ayer vi a tres sin un solo centímetro de piel al aire. Con la cara oculta, siendo las tres más o menos igual de altas, me preguntaba qué debe pasar en el caso en que una de ellas cometa un delito. ¿Quién puede testificar que la autora del robo fue la del medio y no una de las otras dos? ¿Y qué deben hacer cuando, al cruzar una frontera o tomar un avión, deben enseñar el pasaporte? ¿El agente se cree a ciegas que son ellas quien dice ser o acaso les pide que se levanten el velo?
Sea como fuere, el uso del pañuelo está en auge entre las jóvenes egipcias y de numerosos países musulmanes. La mayor parte lo llevan porque les gusta; otras, porque, de lo contrario, dicen no encuentran marido.
Dedico la mañana a visitas culturales y comienzo por el Museo Greco-Romano, a cuya puerta me acompaña un hombre a quien he preguntado por la calle. En su interior se guardan momias egipcias y de soldados romanos, esculturas romanas que aún conservan la pintura original, una impresionante bañera de piedra verde o un pequeño templo cristiano del siglo I. El lugar tiene cosas muy interesantes, pero pocas dada la importancia de Alejandría.
-Vaya al Museo Nacional -me recomiendan a la salida-. Allí hay mucho más.
¡Y vaya que si hay más! El recinto es moderno, y permite hacerse una idea bastante clara de la historia de la que fue considerada la perla del Mediterráneo. En la semipenumbra de sus salas, dentro de grandes urnas de cristal, las esculturas, las tallas de madera, las colecciones de monedas o las joyas, parecen cobrar vida.
En el Museo Nacional conozco cómo era Raketis, la guarnición militar que los egipcios establecieron para controlar el acceso al Nilo, el puerto comercial que los griegos construyeron siglos más tarde, las rebelión de la mayoritaria población judía contra los romanos, la forma en que se fusionaron las culturas egipcia, griega y romana, las sucesivas épocas de matanzas y permisividad que vivieron los cristianos, cruces enmarcadas por medias lunas...
Grupos de escolares recién llegados son conducidos directamente a las salas que muestran el período musulmán, donde los textos explicativos afirman que Alejandría vivió, bajo los mamelucos, su edad dorada, como si egipcios, cristianos, griegos y romanos no hubieran dejado también su huella.
Se menciona, eso sí, la decadencia en la que cayó Alejandría a finales del siglo XV, cuando los europeos descubrieron la ruta marítima por el Cabo de Buena Esperanza y las mercancías orientales dejaron de circular por el Mediterráneo. Los comerciantes se marcharon y la que había sido metrópolis se convirtió en un pueblo de siete mil habitantes. Pero el auge extraordinario que se vivió a mediados del XIX se atribuye al reinado del pachá Mehmed Alí, sin destacar la importancia capital que tuvo la inauguración del canal de Suez.
A pesar de lagunas y medias verdades, el museo está muy bien.
-¿Cuántos años tiene? -pregunto en la salida a un joven vigilante impecablemente vestido.
-Se inauguró el 4 de octubre.
Con razón es todo tan nuevo. No tiene ni un mes.
Llego tarde a la tercera visita de la mañana. La biblioteca de Alejandría, inaugurada en 2002 con dinero aportado por varios países europeos, está cerrada. Me conformo con ver la chocante modernidad del edificio desde fuera. Es una estructura inclinada, de acero, cristal y hormigón, que surge del suelo, sin forma de edificio, de ese estilo que los arquitectos llaman deconstrucción.
Sin duda será un seductor señuelo para atraer a visitantes. De paso, Alejandría rememora la biblioteca más grande de la antigüedad, el tiempo en el que florecieron las artes, las ciencias y corrientes filosóficas. El año 47 antes de Cristo fue el principio del fin. Un incendio arrasó los setecientos mil ejemplares que se guardaban y, a partir de entonces, el faro cultural de occidente se fue apagando, hasta que, tras las invasiones árabes, sus últimos hombres de letras se trasladaron a Siria.
Junto a la universidad, centenares de estudiantes pasean sus carpetas entre vehículos de la policía antidisturbios. Como algo en un local con mesas altas y sin sillas donde un centenar de jóvenes toman un bocado. La mayoría de chicas llevan pañuelo, combinado con una túnica de tonos apagados o de alegres colores, o con pantalón y jersey. Sólo unas cuantas van a la europea, con pantalón o falda y pelo al aire, pero todas sin excepción van maquilladas de forma discreta pese a que no les hace ninguna falta. Hay auténticas Cleopatra de ojos verdes y narices respingonas, de piel tersa y brillante. Aunque ninguna supera la belleza de la adolescente del vestido amarillo que he visto a la salida del Museo Nacional.
Apuro mi vaso de Subbia, un refresco hecho a base de leche, azúcar y agua de rosas, y me voy a ver el otro faro, el de verdad, o lo que queda de él.
Subo al primer vagón del tranvía y al instante percibo que algo va mal. Miro a mi alrededor y varias cabezas me dan de forma automática la espalda. Estoy en el vagón de las mujeres. “Atrás”, señala con un leve movimiento la única señora que me observa. Me voy al segundo vagón, al de los hombres, al que sí pueden acceder, si lo desean, las mujeres.
El desplazamiento se alarga. El convoy se detiene cada pocos metros. Ahora estamos parados delante de una comisaría en la que se prepara un traslado de presos, con decenas de hombres amontonados en el interior de un vehículo con rejas.
Reanudamos la marcha y un señor que se ha subido cuando ya nos movíamos recibe una bronca fenomenal por parte de algunos pasajeros. “¿A quién se le ocurre cometer semejante temeridad con una niña en brazos? –parece que le recriminan-. ¿No se da cuenta del peligro innecesario que ha hecho correr a la pequeña?”.
El cobrador se erige en guardián y se suma a la pública reprimenda, hasta que el abroncado reacciona y se pone a gritar, muy ofendido, hasta que apaga las protestas.
“Bueno, hombre; no hay para tanto -parecen calmarle, sonrientes y en tono conciliador, los otros-. Siéntese aquí”.
El señor seguirá protestando hasta el momento de bajar mientras la niña mira a su alrededor con cara de no entender nada.
Llego al castillo de Qaitbey un cuarto de hora antes de que cierren, pero aún con tiempo de pasear por su gran patio interior, de contemplar el mar y la fachada marítima de Alejandría desde lo alto de sus murallas.
La piedra blanca con la que se construyó hace más de quinientos años, la pureza de sus líneas, dan a la fortaleza un aire irreal, de juguete infantil desmontable o de decorado cinematográfico. Pero nada iguala el recuerdo del faro de ciento treinta y cinco metros que se erguía, veintitrés siglos atrás, sobre el mismo suelo que ahora piso. Era el símbolo de la ciudad, una de las siete maravillas del mundo según una lista que –conviene señalarlo- elaboraron los propios alejandrinos. Estaba alimentado por llamas que ardían del anochecer al alba y, en noches despejadas, los marinos podían ver su resplandor a veinticinco millas náuticas de distancia, muchas horas antes de poner pie a tierra. La luz de la isla de Pharos era la salvación, la guía que evitaba que las rudimentarias embarcaciones de la época se desviasen al este y se internasen en los arenales que rodean la desembocadura del delta.
Para tan colosal construcción, de una altura equivalente a un edificio de cuarenta pisos, se utilizaron bloques de piedra de setenta toneladas que yacen todavía diez metros bajo agua, esparcidas en el fondo marino sobre una superficie de dos hectáreas.
El faro no soportó las acometidas del tiempo. Ibn Battuta lo visitó por primera vez en 1326, más de dos décadas después de que un terremoto devastase uno de sus flancos. Y, veintitrés años más tarde, cuando pasaba por Alejandría de regreso a Tánger, lo encontró “totalmente derruido” a causa de un segundo movimiento sísmico.
En 1515, la ciudad ya sólo era “la sombra de lo que fue -evoca Amin Maalouf en León el Africano-. Los habitantes todavía recuerdan los tiempos en los que centenares de navíos anclaban permanentemente en su puerto, procedentes de Flandes, de Inglaterra, de Vizcaya, de Portugal, de Puglia, de Sicilia y, sobre todo, de Venecia, de Génova, de Ragusa y de la Grecia turca. Ese año la bahía sólo estaba llena de recuerdos”.
Sin faro que les guiase, los capitanes se tenían que apañar con los escasos medios y conocimientos que tenían para embocar el complicado puerto de Alejandría, siempre a merced de inoportunas roladas del viento.
Alí Bey nos regala un impagable relato de su complicada travesía hacia Alejandría en un barco turco dirigido por un capitán siempre borracho, en medio del temporal, y con la tripulación y el pasaje en extremo debilitados a causa de mareos, vómitos y la imposibilidad de ingerir alimento. “A la una y media (del día 21 de febrero de 1806) descubrimos Alejandría enfrente de nosotros. Dos horas después nos hallábamos casi a la entrada del puerto. Las casas se veían tan inmediatas que parecían poderse tocar con la mano: cada cual saltando de alegría se iba ya vistiendo y aseando, y se disponía a desembarcar; ya se preparaban las áncoras... ¡Cuán inciertos son los destinos de los hombres! En el instante mismo de tomar la boca del puerto con el viento más favorable, un golpe de huracán furioso descarga sobre el bastimento”.
De forma imprevista, el capitán ordena poner proa al mar “y nos conduce al seno de la más horrorosa tempestad que pueda imaginarse. Creció hasta tal punto la furia de los vientos y las olas, que todos los pasajeros se dieron por perdidos a la puesta del Sol y comenzaban ya a implorar la misericordia divina con gritos lastimosos. (...) Las olas, mucho más altas que el bajel, venían a estrellarse contra él unas con otras, formando una especie de niebla espesa, que al través de la débil claridad del crespúsculo confundía la vista del cielo con la del mar; todos los objetos del mar aparecían en color gris rojizo; las velas hechas pedazos; el bastimento haciendo agua por todas partes (...). La mayor parte de los pasajeros, trémulos y desfallecidos, parecía que iban a expirar: varios marineros estaban heridos (...); el barco saltaba como una pelota entre los dos elementos que lo combatían. Tal era el horroroso cuadro que se presentaba a mi vista. El capitán se me acercó con lágrimas en los ojos y me dijo: ¿Qué haremos, Sidi Alí Bey?”, antes de retirarse a su compartimento a beber.
Alí Bey quedó en cubierta con la única compañía de dos napolitanos y un maltés, y, al mando de la nave, los cuatro hombres afrontaron los momentos más duros del temporal: “Nos hallábamos sepultados en las más densas tinieblas; olas como montañas nos cubrían (...). Los relámpagos iluminaban aquella escena de horror; pero los truenos no se oían porque el ruido de las olas, semejante al rugido de millares de leones y toros, nos ensordecía (...). Permanecí en tal estado de indiferencia a la vida o a la muerte, que aguardaba el momento fatal con la mayor calma y resignación”.
Por fortuna, a la mañana siguiente el tiempo encalmó y, tres días más tarde, el barco arribó a la isla de Chipre. Dos meses tardaría Alí Bey en dar con otro barco que le llevase a Alejandría.
El sol cae sobre el todavía hoy complicado puerto alejandrino. Las instalaciones de la facultad de Ciencias, del Acuario, del Club de Tiro y de los clubes náuticos griego y egipcio arruinan la vista de los atractivos edificios de estilo veneciano que dan al mar. Pero, qué más da. Con mito o sin él, Alejandría tiene algo que engancha.
Regreso hacia el centro a pie, deteniéndome en unas atarazanas donde se construyen embarcaciones de madera, de pesca y de recreo, contemplando a tres muchachas que fuman la chicha sentadas en una solitaria terraza sobre la arena, frente al mar, mientras hablan de sus cosas.
Oscurece y aún tengo dos cosas que hacer, esta tarde: conectarme a Internet y comprar un cuaderno. Será rápido, me digo, simples trámites.
Tardo más de una hora en dar con un cyber café. Pregunto a los viandantes y, a pesar de mi evidente aspecto de extranjero, me responden como si uno fuera, no ya del país, sino de la propia ciudad. Tengo la impresión de que me dicen: “Mira, ¿ves? sigue por Sabaa Banat hasta la tienda de flores de Mohamed, y cuando llegues allí, delante de la parada del 47, verás un cartel que pone estufas Ahmed. Pues en esa portería no; en la de al lado, encontrarás lo que buscas”.
Yo, claro, sólo entiendo la primera señal que me hacen con la mano, que significa todo recto, y cuando a los cinco minutos vuelvo a preguntar, me mandan en dirección opuesta.
Para más desconcierto, una vez resuelto el tema de Internet, no hay forma de encontrar una simple libreta. Más de dos horas estaré dando vueltas para dar con una. Hasta que, a la octava o décima papelería, cuando ya comenzaba a hacerme a la idea de escribir mis notas de las próximas cinco semanas en las tres hojas en blanco que me quedaban, la salvación. Una chica ha sacado de debajo del mostrador tres libretas con las cubiertas ilustradas con dibujos infantiles. Me he quedado con la de las motos y he salido.
No tengo ni idea de dónde estoy, y mucho menos de dónde debe estar el hotel. Ando por calles mal iluminadas tan pendiente de no tropezar y de no ser arrollado que pierdo todas las referencias y acabo en el sitio donde estaba.
Voy a preguntar. Ese joven cura de levita gris a lo mejor habla inglés. Y sí. Se llama Sabas, se presenta mientras camina a paso acelerado en mi misma dirección. Este alejandrino de ojos claros vivió dos meses en la turca Izmir, la vieja Esmirna. Pero es griego, no griego en el sentido que entendemos en Europa, que es el que enuncia nuestro pasaporte –el suyo es egipcio-, sino en el mismo en el que las minorías judia o armenia han vivido siempre en los países árabes, como colectivo minoritario que ha convivido más o menos en paz, y sin mezclarse, conservando idioma, costumbres y lazos de sangre, con la población árabe y musulmana.
Alí Bey decía que Alejandría era “un compuesto de todas las naciones”, “una moderna Babel” en la que se hablaban todas las lenguas y en la que todos los niños aprendían tres o cuatro idiomas.
Sabas es heredero de esa tradición. Explica que en el pasado llegaron a ser seiscientos mil griegos en Egipto, pero que sólo quedan cuatrocientos en Alejandría y dos mil en El Cairo. La mayoría se marcharon en los años cincuenta, tras el ascenso al poder de Násser y el auge del nacionalismo. “Ahora sólo vienen de vacaciones”, cuenta sin nostalgia. Lamenta, eso sí, que la ciudad esté mal, “igual que hace veinte años. Mira los semáforos. ¿No has visto que hay un guardia al lado de cada uno? Son manuales”.
Pero la convivencia con los musulmanes es buena. “El problema son los turcos”, asegura, el pueblo que durante siglos redució a los griegos, el que les arrebató la mitad de Chipre.
“¿Tú eres cristiano?”, me pregunta con interés antes de perderse en la multitud que invade la plaza Saad Zaghloul.
Los países árabes tienen fronteras aún más evidentes que las geográficas, por lo que empiezo a ver. Y la religiosa es la más importante de ellas.
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