ALEJANDRÍA-EL ALAMEIN-ALEJANDRÍA,
El autobús avanza hacia el oeste paralelo a la costa. Tras dejar atrás Alejandría, pasamos junto a un moderno hipermercado y a una gran zona de marismas, con hombres que perchan de pie sobre estrechas canoas entre cañaverales y barcazas que se dedican al transporte de mercancías. Algunas zonas desecadas sirven de suelo industrial para humeantes fábricas. Y, entre ambas, grandes charcas de color cobrizo de las que se extrae sal.
Más allá, junto a la costa, comienza un continuo de grandes complejos turísticos, rodeados por vallas altas y con la presencia de un guardia en su acceso como única presencia humana. En estos recintos exclusivos, bautizados como Aida, Costa del Sol o Agadir Beach, veranean las clases medias de Alejandría y de El Cairo, que llegan hasta aquí por la denominada Autopista del Desierto, un acceso directo que ahorra pasar por el masificado delta.
Los complejos finalizan, y el autocar de West Delta –que no Wata Delta, como hace unas horas en la estación me parecía entender- rueda paralelo al mar por unos parajes de total desolación, con las cortinas echadas y sólo siete pasajeros a bordo.
El vehículo se detiene en medio de la nada, el conductor me señala un pequeño edificio a un kilómetro de la carretera y me bajo del autocar. Permanezco unos minutos junto a la carretera solitaria, con los ojos entrecerrados, tratando de que mi vista se adecúe a una luminosidad excesiva mientras el autobús se aleja por el horizonte. El terreno es totalmente llano, de arena blanca, sin árboles, pueblos ni gente. Hace calor y el silencio es sobrecogedor. Sólo se oye el silbido del viento, que arrastra matojos a ras de suelo y levanta una finísima arena que se posa en los ojos.
Son las diez de la mañana, y hasta las tres de la tarde no pasa el vehículo que me devolverá a la civilización. No tengo ni idea de dónde tengo que cogerlo ni de cómo lo reconoceré. Tampoco tengo otro sitio adonde ir más que el edificio que me ha indicado el chófer, de modo que me cubro la cara con un pañuelo y camino hacia allí.
Avanzo diez minutos contra viento y llego a una contundente mole de piedra, muy teutona, de planta octogonal, con torres en cada una de sus ángulos.
Estoy en El Alamein, el escenario de una de las batallas más decisivas de la Segunda Guerra Mundial. En este desierto cayó derrotado el mariscal alemán Erwin Rommel y su hasta entonces imbatible Afrikakorps, quien tras desembarcar en Libia procedente de Italia, se disponía a invadir Egipto y a hacerse con el control del canal de Suez. Pero sus tropas, integradas por más de cien mil alemanes, italianos y libios, fueron aniquiladas por el ejército aliado del general Montgomery, que disponía de casi el doble de efectivos.
Todo cuanto queda de esa batalla es un museo y siete cementerios y memoriales. Allí reposan los muertos y la memoria de miles de desaparecidos. Y es que setenta mil hombres murieron en El Alamein entre el 24 de octubre y el 4 de noviembre de 1942.
El interior del Memorial Militar Alemán es fresco y oscuro, impresionante. Junto a cada una de las paredes se levantan grandes urnas de piedra rojiza que contienen los huesos de seiscientos soldados, los pocos que pudieron ser identificados. Porque el recinto se construyó en 1958, dieciséis años después de la gran batalla.
En un ángulo hay viejos retratos de algunos soldados vestidos de uniforme. “La madre de éste, Gerhard Turschwan, vino cada año a traer flores a su hijo, hasta que ella también murió”, me cuenta el joven vigilante del recinto. A su lado cuelga una placa de Rommel, otra que recuerda a los “unserer kamaraden” y, sobre un atril, un libro de visitas en el que un nostálgico del fascismo ha escrito: “¡Descansen en paz! ¡Arriba España!”. Otros visitantes se han limitado a dejar un mensaje de esperanza: “Los hombres son hermanos en la muerte. Tienen que serlo también en vida”.
Ya en el exterior, el padre del vigilante se ofrece a llevarme al cementerio británico. Subo a su pick up con un cigarrillo entre los labios y el hombre se envuelve la cabeza de forma apresurada con el turbante, dejando sólo una fina abertura para los ojos.
-¿Le molesta que fume? -le pregunto sorprendido.
¡No, no! Puede fumar -me contesta el señor Rauf.
-Entonces, ¿quiere usted un cigarrillo?
¡No, no! Ha comenzado el Ramadán.
-¿Hoy? ¿No era mañana?
En muchos países comienza el 27 de octubre, pero en Egipto es el 26.
Ahora entiendo los petardos que oía anoche, que esta mañana en el hotel estuvieran todos durmiendo o que en el autocar nos hayan puesto un video de La Meca acompañado de música religiosa. El mes sagrado del Islam acaba de comenzar. Durante veintinueve o treinta días, los musulmanes de todo el mundo se abstendrán de comer, beber, fumar o tener relaciones sexuales desde la salida del sol hasta la puesta, leerán el Corán y darán limosna a los pobres. Con este sacrificio, los creyentes temerán a dios al tiempo que celebran la fecha en la que el libro sagrado fue revelado al profeta.
En unos minutos estamos en el cementerio británico, no menos impresionante que el memorial alemán. Desde una galería elevada se domina una hectárea sembrada con siete mil lápidas de mármol blanco y siete mil plantas que varios jardineros se afanan a regar. Aquí están enterrados cuatro mil británicos, pero también mil doscientos australianos, mil cien neozelandeses y quinientos surafricanos.
Me estremezco al pasear entre las tumbas y leer los nombres de los soldados, al ver que muchos de ellos no habían cumplido los 20 años. En cada lápida figura el arma y el cuerpo al que el difunto pertenecía, el Essex Regiment, la Royal Artillery o la Royal British Army of Sussex. “Conocido por Dios” o “Soldado de la guerra 1939-1945” , se lee donde reposan los restos de los no identificados.
La casualidad ha dispuesto que el día de mi llegada coincida con el cincuenta y un aniversario de esa carnicería. El año pasado, visitaron El Alamein políticos europeos, generales de la Commonwealth y veinte mil familiares. En el presente, sólo se esperan pequeños grupos.
Ahora llega uno. Ancianos emocionados, vestidos con gorras negras y guerreras verdes llenas de medallas, bajan de tres minibuses acompañados de sus esposas, que se protegen del sol con sombrillas. Las parejas, de caminar incierto, se apresuran hacia el rincón donde está enterrado su primo o su hermano, mientras un hombre con lágrimas en los ojos busca, perdido en este mar de lápidas, la que corresponde a su ser querido. Una vez la encuentra, deposita una cruz y un ramo de flores, saca fotos y lee una oración, tras lo cual un soldado, vestido de gala y en posición marcial, baja, lentamente y de forma ceremoniosa, la bandera que sostiene hasta acariciar el mármol.
Contemplo la escena desde la escalinata por la que se accede al campo santo. A mi lado está un galés de 63 años que visita El Alamein por vez primera. Se lo prometió a su padre, que luchó en una de las compañías de Montgomery, antes de morir.
Un hombre del grupo, algo más joven, con dos cajas llenas de flores y de cruces, pregunta por mi nacionalidad. Es el guía del grupo, que conoce el lugar de visitas anteriores. Para él, es todo un honor estar aquí: “Las cosas han cambiado mucho en Gran Bretaña –dice en tono solemne-. La gente joven de hoy desconoce lo que pasó en El Alamein, las vidas que se sacrificaron”. Anticipándome a sus palabras, preveo que va a decir que se sacrificaron para acabar con el fascismo, para defender la democracia o para salvar a Europa de los nazis, pero no: “Se sacrificaron por Gran Bretaña. Con los británicos lucharon como voluntarios australianos, neozelandeses, surafricanos...”.
-¿Como voluntarios? –pregunto incrédulo.
Todos y cada uno de ellos. Por Gran Bretaña y por el Imperio.
Mis dudas sobre el supuesto patriotismo británico de los soldados de las antípodas no han gustado al guía, que, sin levantar la voz, me ataca, punzante:
-Y España, ¿qué hizo en la Segunda Guerra Mundial?
En 1939 España salía de una guerra civil. Durante tres años la República había luchado contra Franco y ninguna potencia europea acudió en su ayuda. ¿Le parece poco?
La conversación termina aquí. El inglés de las mejillas sonrosadas calla y a mí Rauf me espera. Pero, en el momento de subirme al coche, se oyen gritos y mi guía sale a toda pastilla hacia allí.
Diez minutos más tarde está de vuelta. “No ha sido nada –me tranquiliza-; una señora inglesa, que se ha desmayado”.
Nos vamos al Museo Militar, a contemplar restos de aviones y carros de combate, las gorras de Rommel y de Montgomery, maquetas, mapas y municiones de todos los calibres, fotos de Churchill paseando con un paraguas de color blanco, diarios amarillentos. Por una de las salas deambulan un par de europeos con vestimenta pseudomilitar.
-¿Le interesa comprar insignias o cascos nazis? -me ofrece Rauf.
No, gracias. Creo que por hoy ya he tenido bastante de guerras. Me vuelvo para Alejandría.
El conductor me deja en un cruce de carreteras solitario, y tras una espera de veinte minutos, llega la furgoneta que me dejará en la ciudad.
Ya en Alejandría, a la puerta del hotel New Capri, conozco a “Anton, Antoine, Antonio; como quieras”. Nació en el sur, en el Alto Egipto, pero se siente alejandrino al cien por cien. Tiene unos sesenta años y es doctor en Economía Política.
-Y cristiano, cristiano ortodoxo –puntualiza-, pese a que estudié en el Liceo Francés y recibí formación católica. Y tú, ¿eres cristiano?
Bueno, estoy bautizado, pero no soy creyente.
-¡Ah, mon ami! Éste es el problema de Europa.
¿Un problema? ¿Por qué?
-Disculpe, mon ami, pero los europeos son asnos, idiotas. ¿Por qué dejan venir a los musulmanes a sus países? ¿No ven que no se integrarán jamás? Traigan a bolivianos, para que no se mueran de hambre, o a rusos o a ucranios, para que no se prostituyan, ¡pero no traigan a musulmanes! Los musulmanes siempre seguirán siendo musulmanes. ¿No ha visto lo que ha pasado en Bosnia? Después de cuatrocientos años de vivir juntos, aún se matan. Hace poco se inauguró una mezquita en España, ¿verdad? Sí, porque lo leí en el periódico. ¿Usted sabe cómo lo celebraban los árabes? Y ésta es la primera, decían, porque construiremos más. Ellos tienen Andalucía aquí, clavada en el corazón, mon ami, y están convencidos de que algún día volverán a su país.
Pero hace trece siglos que los cristianos conviven con los musulmanes en Egipto. ¿Por qué en Europa no puede ser igual? -le interpelo.
-Soy egipcio, me siento egipcio, pero los cristianos somos una minoría y tenemos poco que hacer en nuestro propio país. En nuestra Constitución está escrito que el presidente tiene que ser musulmán. Y los musulmanes son fanáticos, quieren imponer su religión y están financiados por Arabia Saudí. La posibilidad de que un musulmán se convierta al cristianismo es impensable y lo contrario... Es fácil que algún cristiano esté tentado de pasarse al Islam, que quiera dejar de ser minoría, pero entonces vendrán los de su comunidad y... (y en ese momento Antonio hace un gesto explícito: lo matarán).
Entonces ustedes, los cristianos, son también unos fanáticos -concluyo.
-¡Pues claro! Soy un cristiano fanático. ¿Cómo se cree que hemos sobrevivido mil trescientos años siendo una minoría? Si un día mi hija viniera a casa preñada de un cristiano, primero la obligaría a casarse y luego la repudiaría. Pero si viniera con el hijo de un musulmán, primero mataría al niño, y después a ella. ¡Con mis propias manos! Y amigo mío, se lo dice un catedrático de universidad, una persona que lee Le Monde, que ve la BBC , que ha estado en Francia, España, Estados Unidos...
Antonio habla con excitación, y temiendo que sus vecinos le oigan referirse tanto al Islam, me lleva a la esquina justo en el momento en que unos hombres entran en el portal con cara de felicidad y cargados con grandes y humeantes ollas.
Le pregunto a Antonio si le gustaría vivir en Europa, a lo que responde de forma indirecta.
-Siempre que he estado en Francia, me he dado cuenta de que no estaría bien, porque no es mi país. Pero si estuviera dispuesto a aceptar el sacrificio, los hijos de mis hijos se adaptarían sin problemas, mientras que un musulmán se seguiría llamando Abdelkader y rezando hacia La Meca.
¿Cómo es la conviencia entre musulmanes y cristianos?
-En el Alto Egipto a veces pasan cosas. Los cristianos queman una mezquita, después los musulmanes queman una iglesia, y mueren veinte o treinta personas. Pero enseguida viene el Estado a poner paz, y para reconciliarse matan un cordero, porque tienen que seguir viviendo juntos.
Le veo muy pesimista.
-Mira, Gabriel: -dice mientras pone su mano sobre mi hombro-: yo no lo veré porque soy mayor, pero antes de treinta o cincuenta años habrá otra gran guerra, y tendrá mucho que ver con la religión. Ya lo verás. El mundo es el mundo –añade al ver que sus palabras me dejan abatido-. Pero tampoco creas que en Alejandría pasamos el día peleándonos. A diferencia de Bosnia, aquí cristianos y musulmanes vivimos mezclados. En todos los edificios vive algún cristiano, y no encontrarás a ningún cristiano que no tenga amigos musulmanes ni a un musulmán que no tenga algún amigo cristiano.
Se acerca la hora de despedirse. Llevamos ya dos horas hablando de pie en una esquina, y si yo estoy cansado, él todavía lo está más.
-Veo que los egipcios son de ideas fijas, ¿no es cierto?
¡Testa dura!, decimos en italiano en mi pueblo, ¡ja, ja, ja! Somos como los sicilianos, que también están locos. ¡Egipcios locos!, ¡ja, ja, ja! -se ríe-. Pero no olvides nunca lo que te he dicho –dice mirándome fijamente-: habrá otra guerra y los musulmanes no se integrarán.
Ha oscurecido ya, y las calles de Alejandría presentan un aspecto tenebroso. Casi todo el comercio ha cerrado y por las calles no se ve un alma, ni un coche. La quietud es total, inquietante.
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